viernes, 24 de febrero de 2012

PADURA (2)


EL NACIONAL - Domingo 22 de Agosto de 2010 Siete Días/6
Amar a los perros
Leonardo Padura recorre la vida de Trotsky y su lucha por sobrevivir a las ansias asesinas de Stalin. Es un viaje vertiginoso plagado de angustias e inseguridades
ARGENIS MARTÍNEZ

Cuando inicié la lectura del libro El hombre que amaba los perros, una larga y conmovedora novela de Leonardo Padura, un escritor que vive o sobrevive en la Cuba de hoy sin perder su cubanidad, entendí lo que nos había pasado aquí a los hombres de izquierda y me compadecí de los bolivarianos de hoy, a quienes los perturba y seduce todavía esa criminal tragedia que guillotinó a decenas de millones de personas inocentes en la Unión Soviética, sólo para apuntalar la dictadura del padrecito Stalin.

Padura, militante inmediato de la verdad, escritor valiente y sin careta política alguna que porta consigo un inmenso espejo incapaz de empobrecer o deformar la realidad, se interna en la desigual y oscurecida historia de la IV Internacional, una especie de dengue ideológico que a los soviéticos les parecía una peste que había que combatir por encima de cualquier consideración política, moral o ética.

La única y última razón de ese combate era el odio que José Stalin sentía por León Trotski (de cuya muerte ayer se cumplieron 60 años), el dique político e ideológico que se oponía férreamente al proyecto de concentrar en una persona todo el poder en la Unión Soviética.

Stalin, el tosco campesino de Georgia, cuya brutalidad en la represión había alarmado en extremo al propio Lenin y su esposa, Nadia Krúpskaia, era un problema de Estado que afectaba el curso popular de la revolución. La muerte de Lenin dio puerta franca al sadismo del padrecito, al punto de que su esposa, Nadia Allilúeva, terminó suicidándose.

Padura estructura su novela en tres espacios escénicos, donde los personajes escogidos deben actuar no sólo en función de su destino histórico sino de su interrelación con las guerras europeas, tanto las nacionales (¡España, qué dolor!) como los desastrosos bombardeos de la segunda contienda mundial, de los cuales pocos emergieron para recobrar sus destinos.

La guerra, ya sea española o europea, no era intrínsecamente militar aunque los combatientes vistieran un uniforme. Lo real y lo mortal, más allá de una bomba que cayera en medio de una escuela o de un pueblo de campesinos, era que se tejían intereses que nadie podía o debía revelar a riesgo de perder la vida.

Cuando Padura hinca el bisturí en la guerra española y saca con precisión de cirujano los órganos que habitaban y palpitaban en Cataluña, uno se da cuenta de lo inmediata que es para todos nosotros la red de entreguismo comunista, con su falta de ética y su estricta obediencia ciega, inhumana y silenciosamente feroz, que los fanáticos tratan de imponer a la sociedad.

En un segundo espacio, recorre la vida de Trotsky y su lucha por sobrevivir a las ansias asesinas de Stalin. Es un viaje vertiginoso plagado de angustias, de inseguridades y de preocupaciones inmediatas sobre las acciones de quienes, diciéndose amigos, agotan la hipocresía y colaboran para que se aleje de Europa, la misma que se erige en ese momento como trinchera de las libertades.

A Trotsky se le sigue como a un prisionero en fuga, se le fatiga con un cerco político que persigue sus pasos y olfatea todo lo que va dejando atrás para encontrar los más mínimos indicios de las traiciones de las cuales se le acusa.

Padura recrea magistralmente la angustia de esta huida que parece no tener fin, pues, llegado un momento de reposo, de inmediato la jauría vuelve a ladrar y el fugitivo debe levantar el campamento provisional que le permitieron armar a regañadientes en alguna ciudad europea. Y es que las autoridades, muy pronto, advierten que Trotsky trae consigo la peste política.

El novelista hace un inventario obsesivo con esa fiebre neurótica que se mete en el alma de quien busca verdades y afila el cuchillo para descubrir lo imposible. Y lo hace como aquel que recobra su propia realidad cubana en la misma medida en que encuentra, en el fugitivo ruso, un calor vecino a su tragedia interna, subyugada por el castigo dogmático y la necesidad negada de huir, aunque atrás quede lo impostergable.

A Trotsky se le insulta a diario a través de una extensa red de colaboradores del Gobierno soviético; se le impide escribir, polemizar y enfrentarse en buena lid al socarrón Stalin.

De inmediato, comienza una persecución contra sus seguidores, sus amigos intelectuales y su familia. Nadie levanta la voz en su favor y las democracias occidentales se niegan a darle un cobijo definitivo.

La ruta que traza Padura de los militantes fanáticos y de los que siendo comunistas se atreven a disentir, no sólo es rotundamente conmovedora sino atrevida en extremo por sus consecuencias éticas e históricas. Los hombres y las mujeres que se incorporan a la lucha pierden progresivamente su pureza y su empuje ético, y terminan siendo objetos de una política que es diseñada, trabajada y puesta en práctica por los dueños del poder en Moscú.

En ningún momento Padura indaga en la política de las grandes potencias, sino que recorre con paciencia el lento zurcido del tejido revolucionario en la vida de un oscuro militante que llega a descubrir los orígenes del fanatismo cuando su existencia deja de tener importancia para los grandes jefes del socialismo ruso.

La decadencia moral de un hombre, de un agente comunista que existe en el otro, el extraño, en tanto recibe las órdenes para disfrazar su personalidad y disponerse al acto definitivo de matar a Trotsky, sólo es posible explicársela en un fanatismo político que obnubila la lógica de la vida.

El acto final y la acción asesina de Ramón Mercader, que mata a Trotsky un 21 de agosto, es el reflejo de la violencia contenida del hijo contra la madre que es España, oscura, campesina y feroz, pero todavía inaccesible a la doctrina comunista. Como lo es la madre Rusia, desesperantemente gris, mediocre en sus rutinas y apagada en sus sentimientos. Plagadas de plazas y monumentos que invitan al vacío, como era el rutinario gobierno comunista que fingía, en ese momento, una felicidad colectiva nacional y prometía y publicitaba una de carácter internacional.

Un personaje resalta en esta novela imperdurable y definitiva, como expresión pausada y meditada de un momento histórico que sólo los recios escritores alcanzan a fabular.

Es Iván, el desesperado sobreviviente cubano, invitado ausente en la vida que hacemos todos nosotros, que infiere que tiene en sus manos una historia que es absolutamente radical y reivindicadora de una verdad histórica.

Le ha tocado en suerte o en desgracia conocer a un hombre que cada tarde se pasea solitario con unos preciosísimos galgos rusos por las arenas de una playa cercana a La Habana. Comete la imprudencia de dirigirle la palabra porque intuye que él es, tal vez, una secreta representación de algo que ha pasado a los demás y que él, atrasado en la historia, quizás pueda hilar al revés. Pero teme por su vida literaria si cuenta lo que sabe, lo que ha recobrado en secreto y que, como tal, presagia un castigo revolucionario.

No sabe si ha cometido un error, quizás el error, de hablarle a un hombre que secretamente puede prefigurar a Ramón Mercader, el asesino del enemigo número uno de Stalin. Pero cede al mismo amor de Trotsky por sus perros y admite lo que se le propone urgentemente a él, Iván, ese cubano desestabilizado en sus rumbos. Son amores perros, como imagen de la lealtad desprendida, la solidaridad angustiada y del rechazo a la traición. Y como retrato del silencio estalinista que sigue vivo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario