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Los checos devuelven el pasaporte al genio exiliado en París que solo quiere deberse, según él, “a la desprestigiada herencia de Cervantes”
Jesús Ruíz Mantilla
En las novelas de Milan Kundera raramente leerán ustedes la palabra Checoslovaquia. Tampoco a nadie que proceda de ahí. Por contra, no existe autor vivo que mejor haya retratado el alma efímera de un país que apenas sobrevivió a su propio nombre setenta años.
Las gentes que pueblan su mundo pertenecen a Bohemia. Lo cual también es algo reductivo para alguien que nació en Moravia: concretamente en su capital, Brno, hace 90 años. Convengamos que de la suma de ambas tierras, junto a Silesia, existe lo que hoy conocemos como República Checa y que Kundera procede de esa convención territorial, aunque solo sea porque ha utilizado esa lengua para crear la mayor parte de sus obras maestras. Por eso sí, pero no porque conservara la etérea nacionalidad y el pasaporte que en 1979 sus compatriotas le arrebataron y hoy, no exentos de vergüenza y pidiéndole perdón, le acaban de devolver.
Fue en un acto íntimo, en su casa de París, donde solo estuvieron presentes su esposa Vera, Petr Drulak, el embajador checo en Francia y el escritor. Kundera había aceptado el ofrecimiento que meses antes le había hecho el primer ministro, Andrej Babiš. Simbólico, dicen. Y quizás carente de valor para quien desde hace mucho tiene claro cuál es su verdadera patria, su más imbricado destino. Lo confiesa en una de sus obras fundamentales, El arte de la novela: “Pero, si el porvenir no representa un valor para mí, ¿a quién o a qué me siento ligado?: ¿A Dios? ¿A la patria? ¿Al pueblo? ¿Al individuo? Mi respuesta es tan ridícula como sincera: no me siento ligado a nada salvo a la desprestigiada herencia de Cervantes”.
La desprestigiada herencia de Cervantes… Ahí es nada. Y todo para quien desde hace décadas se observa, se acepta, se confiesa apátrida hasta el punto de haber renunciado en su última etapa al idioma materno y escribir en francés. Miembro de esa parcela ignota donde el lenguaje y la creación son ley sin frontera.
Una de las virtudes que Kundera reivindica en Cervantes es el relativismo. Con ese presupuesto moral, sostiene, aparece el inicio de la novela moderna. No cabe otra misión en ella desde entonces que la búsqueda de la escurridiza verdad –o mejor, pluralidad de verdades- que nos vemos obligados a atrapar y que para todos y cada uno de nosotros pueden ser distintas.
Dentro de esa aplicación del relativismo como tarea intelectual se despliega la faceta visionaria del checo. Acertó Kundera en no desarrollar sus novelas en un territorio que se llamara Checoslovaquia pese a que no existirán mejores documentos de identidad para definirla que La broma, La vida está en otra parte, La insoportable levedad del ser o La inmortalidad. En su aplicación de la lógica histórica –fue hijo de la caída del imperio Austrohúngaro y por tanto de la dinámica de la desintegración, hoy resucitada por la miopía del nacionalismo y el populismo- supo ver que aquella convención artificial como estado no duraría. Lo mismo que hoy por hoy seguimos sin poder apostar por la eternidad de nada que se parezca a una comunidad instalada tras diversas líneas que delimiten fronteras.
En eso, quizás Kundera fue capaz de adivinar su destino en las peripecias de otros a quienes admira. Pongamos por caso a Franz Kafka, a Franz Werfel y a Jaroslav Hasek, tres autores que cohabitaron en la misma ciudad durante una época determinada y pertenecían a imaginarios de países distintos pese a haber nacido en el mismo lugar… Praga, ese maremágnum de cruces que conducen siempre hacia el epicentro de sí misma: las naciones desaparecen a su alrededor, pero la ciudad persiste en su inextinguible esencia. De ahí la vigencia errante y el alcance de las respectivas peripecias tragicómicas de estos tres autores: absurdas, cuando menos; totalmente paradójicas en su naturaleza.
Kafka devino en símbolo universal al adivinar que la burocratización del mundo conectaba con el alma por llegar dentro de un cráter alienante: la oficina, cuya sede central era el castillo. No habría mejor modo de huir de ella que, a la vez, mediante la fantasía y la pesadilla. Escribió en alemán y por eso hoy los checos no lo consideran un autor de los suyos, pero nadie puede negar que el autor de La metamorfosis construyó Praga como metáfora de la modernidad en sus oscuras premoniciones.
Hasek, en cambio, sí entra en el club de los de su país. A modo identitario y a base de humor traza su Quijote checo, El buen soldado Švejk. Kundera sostiene sobre él que la ironía desconcertada en el laberinto de su tragedia se basa en que no sabe para quién ni por qué lucha. Werfel, es quien más triste destino se gana –o mejor, pierde- entre los tres. Pese a su grandísima talla, hoy es el día en que entras a una librería de Praga y no encuentras sus libros traducidos al checo. Este último encarna como nadie las consecuencias de ese destierro. Al escribir también en alemán, ha sido repudiado de su propio territorio y hoy, tristemente, sus propios paisanos desconocen la brillantez de Una letra femenina azul pálido. Historia de una monja o La novela de la ópera. Su ejemplo prueba hasta qué punto, con los años y un proceso de lobotomía ciudadana, autores de lenguas ajenas a la esencia de lo que reivindiquen los ultranacionalistas, quedan enterrados en un injusto olvido.
Un frente de bastardos apátridas
Pongamos que todos ellos, con Kundera al frente del batallón, constituyen un frente de bastardos apátridas con domicilio en Praga como ciudad símbolo de un ejemplar mestizaje. En sus filas, también incluiría a varios cómplices austrohúngaros: al Hermann Broch de Los sonámbulos y La muerte de Virgilio, al Robert Musil de El hombre sin atributos, al Joseph Roth de La marcha Radetzky u Hotel Savoy, a caballeros cuyo último grito callado fue el suicidio, como Stefan Zweig o Sandor Marai. Quizás no a Max Brod, testaferro de Kafka, a quien Kundera ajusta cuentas –con razones más que discutibles- en Los testamentos traicionados. Por supuesto también a poetas como Rilke, igualmente nacido en Praga o a Vladimir Holan, que se recluyó para expatriarse en mitad del comunismo dentro del mismo centro de la ciudad. Lo hizo como un monje místico, entregado a desentrañar átomos de luz desde la extrema oscuridad de su propia poesía: el ángel negro, lo llamaban.
Todos surgen de otra convención, geográfica o más bien geocultural. Centroeuropa. “Ese laboratorio del crepúsculo”, tal como lo define Kundera. Juntos, a coro, conforman un espíritu que reinventa hacia caminos infinitos la modernidad. Dentro de ella exploran un alarido errante y desentrañan la diversidad y la polifonía como cualidades irrenunciables de su propio legado y como prueba de su mayor riqueza. Algo que contagian de alguna forma a otras diásporas y que exploran a conciencia escritores judíos en Estados Unidos, como Philip Roth: ¿Por qué este, curiosamente, viajaba tanto a Praga? ¿Era consciente de que sólo allí desentrañaría su propia piedra filosofal tras los pasos del Golem? Al igual también que los autores del Boom latinoamericano buscan su expatriación en París y Barcelona, todos ellos, en algo que nadie mejor que Kundera ha sabido aglomerar en sus ensayos, más allá de pasaportes concretos y nacionalidades con fecha de extinción, se saben habitantes del territorio que Goethe quiso conquistar y señaló como paraíso: la literatura universal.
Fuente:
https://elpais.com/cultura/2019/12/12/babelia/1576149659_031464.html
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