viernes, 13 de julio de 2018

INEVITABLE CONCLUSIÓN

EL NACIONAL, Caracas, 7 de julio de 2018
El castrocomunismo (primera parte)
Antonio Sánchez García

Mire a su alrededor y observe a los partidos comunistas, a los autodenominados Frentes Amplios, a los movimientos revolucionarios bregando codo a codo con los partidos democráticos por el favor de los electores. Con el firme y decidido propósito de hacer polvo la Constitución y sembrar la división y el odio. ¿Quién convive de tan buena manera con el cáncer o con el sida, que no sea una sociedad irresponsable, que ha extraviado el rumbo?

“Absurdo sería pretender que un gobernante venezolano, violando una ley histórica, se hiciese comunista”
Ramón Díaz Sánchez, Guzmán: Elipse de una ambición de poder


Inolvidable el día en que Teodoro Petkoff –corría el año 2003– montó en cólera porque osé alertar a los miembros de la Comisión Asesora de la Coordinadora Democrática, que presidía Alberto Quirós Corradi y en la que participábamos Pedro Nikken, Cecilia Sosa Gómez, Adolfo Salgueiro, Marco Tulio Bruni Celli, Pedro Pablo Aguilar, Alejandro Armas, Hiram Gaviria y otros, contra la amenaza castrocomunista que se cernía sobre Venezuela de la mano del golpismo chavista que acababa de asaltar el poder, ante el general beneplácito de una sociedad alienada hasta la médula. Nuestro por entonces buen amigo mostró su furia y su indignación por el uso irresponsable que hacíamos quienes empleábamos una categoría como esa, tan reaccionaria y propia de la guerra fría. Al decir de Petkoff no era que Cuba no fuera castrocomunista, que nadie podía negarlo: es que a él no le parecía en absoluto censurable que lo fuera. Muy por el contrario: a él, el que lo fuera, le parecía una señal de gloriosa y máxima identidad. En nuestros labios, en cambio, el concepto era absolutamente censurable, refería a un rechazo total, alertaba ante el infierno encubierto tras el término y dejaba caer una cortina de desprecio y maldiciones sobre la isla embrujada por la hoz y el martillo. Ante la que había que precaverse. Pero a sus admiradores, como a Petkoff y los suyos, tan emparentados con quienes acababan de hacerse con el poder, esa antes que una maldición era una aspiración  que deseaban ver cumplirse en toda América Latina. Ser castrocomunista no era un delito. Muy por el contrario, subrayaba, como solía señalarlo un gigantesco letrero que se exhibía a la salida del aeropuerto José Martí, que Cuba era el Primer Territorio Libre de América.

Era la indicación a la que obedecía la progresía venezolana. Como que hacía una década y contra todo pronóstico, que más de novecientas personalidades venezolanas de todo jaez y condición pero contando entre ellos con no pocos afamados historiadores que continúan en funciones, académicos y doctores de todas las ramas, gentes de teatro y del espectáculo, escritores, guionistas y de ese cuanto hay que le da vida a una sociedad democrática, así como otros representantes de esa cosa deletérea, nebulosa y amorfa llamada cultura, habían considerado a Fidel Castro un ejemplo de dignidad e integridad política del más alto nivel de nuestra América, merecedor de toda nuestra admiración. Ser castrocomunista era un lujo. Significaba pertenecer a la cofradía de iluminados por el destino, ir a la vanguardia de la historia. Cuesta creer que tras más de treinta años de tiranía, persecución, encarcelamiento y miserias, tras el brutal ejercicio del poder más atrabiliario y demoledor del que se tuviera conocimiento en América Latina, y habiendo superado ya el récord de duración de 27 años, tras los cuales se muriera el caudillo, general y dictador venezolano Juan Vicente Gómez, una pléyade de buenas gentes elevaran al tirano aún más longevo con admirativas loas a las más egregias e inmarcesibles alturas de su gloria. En el colmo de la alienación y la locura, ser castrocomunista no acarreaba daño alguno. Era algo de que sentirse orgulloso. Lo más deseable a lo que un ciudadano podía aspirar en América Latina. La democracia, en cambio, era una plasta, un bofe, una miseria, una pérdida. Así han transcurrido sesenta años para los latinoamericanos: gozando de la libertad plena de regímenes libres, progresistas y prósperos, pero maldiciéndolos porque no se acomodaban al régimen tiránico del castrocomunismo cubano.

Acababan de cumplirse treinta años del primer asalto al poder en Cuba, no se veían las menores señales de que la tiranía militarizada que controlaba y esclavizaba a los cubanos mostrara la menor disposición a hacer mutis, apenas se habían cumplido quince años desde el desembarco de sus tropas de élite en el occidente y en el oriente de Venezuela,  y jamás había renunciado la dictadura cubana a su propósito de asaltar el poder de la primera reserva petrolífera de occidente, cumplir con el magno objetivo que se propusiera Fidel Castro desde la Sierra Maestra:  asaltar Venezuela por las buenas o a la brava, hacerse con su petróleo y expandirse por toda la región, imponer el comunismo en toda Latinoamérica y combatir a muerte a Estados Unidos, su letal enemigo de toda la vida. Pasara lo que pasara en la Unión Soviética y en China, Cuba jamás dejaría de ser comunista ni de luchar empeñosa y fervientemente por hundir a todas las democracias latinoamericanas en mortales crisis de dominación, asaltar el poder de la mano de las izquierdas locales, como ya lo intentara en Bolivia, en Chile, en Uruguay y en Argentina y nada ni nadie le impediría combatir a Estados Unidos hasta agotar sus fuerzas. América Latina sería castrocomunista, o no sería. Vale decir: no comunista a lo Molotov o a lo Brezschniev, a lo Tito o a lo Joseph Stalin, sino a lo Castro: castrocomunista, para más señas.

Quienes compartimos desde nuestras organizaciones marxistas –yo en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, el MIR chileno en tiempos de la fracasada Unidad Popular– esos propósitos, sabíamos que lucharíamos hasta la muerte por imponer el comunismo en la región. Que el tiempo no sería obstáculo. Y que tarde o temprano terminaríamos por imponernos a lo largo y ancho de nuestra región. Para eso se había constituido en La Habana una suerte de Cuarta Internacional Comunista llamada Tricontinental, que intentaba coordinar todos los Movimientos Revolucionarios de Asia, África y América Latina. En una guerra abierta y declarada, sin hacer los menores ambages, organizando, alfabetizando, instruyendo, educando y preparando a los ejércitos de liberación nacional. Y a pesar del fracaso estruendoso del socialismo en todo el mundo, del derrumbe del Estado soviético y la caída del Muro de Berlín, en América Latina ya había surgido la debida organización encargada de coordinar nuestros movimientos revolucionarios a nivel regional, inventado por Fidel Castro y Lula da Silva, en el año 1990, llamado Foro de Sao Paulo. El viejo topo es tenaz y es porfiado y no tiene otro objetivo que demoler las bases fundacionales de la democracia y derribar los muros del edificio del Estado de Derecho para imponer el colectivismo, generalizar la miseria y el hambre y convertir a sus respectivas sociedades en campos de concentración. Todo ello a plena luz del día y en la mayor impunidad, como si anarquizar siglos de historia y disgregar sociedades compuestas a lo largo de siglos y siglos de historia fuera la cosa más normal y fructífera del mundo. Mire a su alrededor y vea a los partidos comunistas, a los frentes amplios, a los movimientos revolucionarios bregando codo a codo con los partidos democráticos por el favor de los electores. Con el firme y decidido propósito de hacer polvo la Constitución y sembrar la división y el odio. ¿Quién convive de tan buena manera con el cáncer o con el sida, que no sea una sociedad que ha perdido el rumbo?

Fuente:
http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/castrocomunismo-primera-parte_242466

EL NACIONAL, Caracas, 8 de julio de 2018
El castrocomunismo (segunda parte)
Antonio Sánchez García

Va siendo hora de que el mundo sepa que ha sido el castrocomunismo el que ha devastado a Venezuela, que nos ha saqueado nuestras riquezas, que acecha a todas las sociedades latinoamericanas para corromperlas, pervertirlas y aniquilarlas. Y que llegó la hora de enfrentarlo para ponerle un fin definitivo. No tenemos otra alternativa. Como diría Shakespeare: el resto es silencio.

Jamás olvidaré el asombro que se dibujó en el rostro de mi amigo y ex compañero de trabajo y de partido, el brasileño Marco Aurelio García, con quien viniera desde París por primera vez a Venezuela en junio de 1977 y a quien no veía desde esos años setenta, cuando al recogerlo en Maiquetía quince años después –venía en representación de Lula da Silva, el dirigente sindical, líder de su partido y futuro presidente de Brasil, a las ceremonias de la segunda transmisión de mando de Hugo Chávez en el año 2000– y ante mis reservas frente a la barbarie que veía dibujarse en el proyecto estratégico del teniente coronel Hugo Chávez, habiendo yo entretanto aprendido a valorar en toda su plenitud el valor de la democracia, me espetara asombrado: “¿Qué objeciones estéticas tienes ante Hugo Chávez? ¿O fue que olvidaste el juramento martiano que sellamos con sangre cuando Allende?”.

—¿Qué juramento?– le pregunté sorprendido, sin entender a qué se refería.

Me miró indignado y me dijo: “Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar…”

Supe entonces, como en una revelación, que Chávez era castrocomunista, que Lula también lo era, y que a Venezuela, a Brasil y a todo el continente le esperaban tiempos siniestros.

El comunismo a lomos de Fidel Castro y la Cuba castrista había renacido en la región, gracias a la infinita irresponsabilidad del pueblo venezolano y la traición de sus fuerzas armadas y sus élites políticas e intelectuales,  para no dejar volar su presa. Chávez servía a los intereses cubanos, Venezuela se había convertido en su cabecera de playa para la reconquista del continente. Y cuyo botín a no soltar jamás, por los siglos de los siglos, se llamaba Pdvsa. Para eso servía el Departamento de Estado: para presenciar impasible la conquista de la región por el comunismo internacional.

Ante la absoluta impavidez de los demócratas de todos los matices, que aceptaban como un hecho irreversible los derechos a representación política de los grupos marxistas, aun a sabiendas de que su política de mediano y largo plazo no puede ser otra que destruir las bases democráticas de la sociedad, asaltar el poder e instaurar regímenes totalitarios.

Si salvo rarísimas excepciones todos mis antiguos compañeros chilenos continuaban militando en los partidos de la izquierda marxista y muy pocos eran quienes habían extraído las dolorosas enseñanzas de un largo y angustioso destierro, comprendiendo y asumiendo el incalculable valor de la libertad y la convivencia democrática –Marco Aurelio moriría hace un par de años sin haber recapitulado un ápice en sus convicciones castristas y su servicio a Lula y la tiranía cubana en sus afanes expansionistas y antidemocráticos, como cuando mediara en el Cahuán o interviniera como representante brasileño en la ronda de diálogos organizados por la OEA y el Centro Carter en Caracas– tampoco en Venezuela advertí una verdadera toma de conciencia de quienes habían militado en los partidos marxistas, entre ellos Teodoro Petkoff, como para comprender la inmensa, la gigantesca gravedad que entrañaba y continúa entrañando el castrocomunismo chavista en nuestro país. Ahora travestido con los ropajes del bolivarianismo y empoderados con las incalculables riquezas del petróleo. Y si se habían distanciado de la militancia extrema, no por ello habían asumido la lucha contra el invasor en los radicales términos que demandaban las circunstancias.

Ni siquiera Estados Unidos era verdaderamente consciente y estaba advertida de lo que el chavismo y sobre todo el Foro de Sao Paulo se traían entre manos. Un imbécil llamado John Maisto, que fungía de embajador de Estados Unidos en Caracas, recomendaba por entonces atender las manos, no las palabras del teniente coronel. Juraba que Chávez no era más que un bocón, cuya farsantería terminaba en meras bravuconadas. Agrupados en los viejos partidos socialistas y o revolucionarios, ex guerrilleros de regreso del monte o socialdemócratas y socialcristianos de sindicato  sobreviviendo a las sombras del Estado, los partidos del establecimiento continuaban y continúan sirviendo de alcahuetas del régimen, de agentes del castrocomunismo y enemigos jurados de cualquier forma de liberalismo antimarxista. Ya se hallen en Acción Democrática, en Copei, en el MAS o en cualquier otra organización política o de la sociedad civil hábil pronta a colaborar con el régimen. Como volviera a quedar una vez más de manifiesto mediante la farsa del 20 de mayo, cuando dos ex candidatos presidenciales de los dos enclaves políticos más importantes del viejo sistema –Claudio Fermín y Eduardo Fernández– se sumaran dichosos a la comedia del ex militar chavista Henri Falcón.

Nada de qué extrañarse. Pues de mi personal experiencia y tras más de sesenta años de vida política deduzco y comprendo la gigantesca, la inmensa y casi insuperable dificultad que entraña liberarse de los prejuicios y lugares comunes que lastran las inclinaciones políticas latinoamericanas, y poder distanciarse a plenitud y renunciar así a las ideologías marxistas, populistas y revolucionarias con las que nos emancipáramos e ingresáramos a la adultez. Tanto o más determinantes que las creencias religiosas en que fuéramos educados desde niños y tan difíciles de superar críticamente como renunciar consciente y plenamente a cualquiera de esas religiones formativas.  ¿Quién podrá a estas alturas sacarnos de la cabeza que antes pasa un camello por el ojo de una aguja que un rico entra al reino de los cielos?

Son dos milenios de certidumbres o supuestas verdades acuñadas por el cristianismo, cinco siglos de prejuicios, odios y rencores acumulados desde que iniciáramos esta andadura civilizatoria, la telúrica conmoción provocada por las guerras civiles independentistas, dos siglos de repúblicas aéreas y toda una vida comprometida con juramentos de lealtad y compromiso político que nos impiden ver la prístina verdad de los hechos y servir, a nuestro pesar, a la reiteración de nuestros más graves errores. De todos ellos, el peor, más devastador y aparentemente invencible, pues los condensa a todos, por lo menos en América Latina: el del castrocomunismo. Petro acaba de arrastrar con su narrativa a 40% de los votos. De la más ilustrada y nada ignorante clase media colombiana. Y Pérez Obrador en México, abriendo tras suyo los portones a cualquier desafuero, de esos capaces de derrumbar países, como sucediera en Venezuela. ¿O es que la Virgen de la Guadalupe protegerá a los mexicanos de caer en los pantanales del más feroz populismo antiimperialista? Desde luego, esos millones de votantes no eran comunistas: les servirán con mayor desvelo. Solo tú, estupidez, eres eterna.

Nadie quiere vérselas con el comunismo, el fantasma que recorre a América Latina y a España: ni Barack Obama ni el papa Francisco, ni Juan Manuel Santos. Tampoco quisieron vérselas con él Carlos Andrés Pérez, César Gaviria o Felipe González. No se diga José Luis Rodríguez Zapatero. Es el convidado de piedra, Don Juan Tenorio, el espía que vino del frío. El tótem y el tabú freudiano de nuestras neurosis políticas. Desde Eisenhower y John F. Kennedy en adelante, todos le esquivaron el cuerpo. Se murió y es como si no se hubiera muerto. Tras la guerra fría se hizo de buenos modales no mencionarlo en la mesa. Solo el venezolano Rómulo Betancourt tuvo el coraje, la lucidez y la inteligencia como para enfrentársele y derrotarlo. Más nadie. Todo el resto de la clase política venezolana terminó rindiéndole pleitesía. Carlos Andrés Pérez, de todos ellos, fue el que cargó con el mayor peso. Va siendo hora de que el mundo sepa que ha sido el castrocomunismo el que ha devastado a Venezuela, quien nos ha saqueado nuestras riquezas, que acecha a todas las sociedades latinoamericanas para corromperlas, pervertirlas y aniquilarlas. Y que llegó la hora de enfrentarlo para ponerle un fin definitivo. No tenemos otra alternativa.

Como diría Shakespeare: el resto es silencio.

Fuente:
http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/castrocomunismo-segunda-parte_242588

EL NACIONAL, Caracas, 12 de julio de 2018
El castrocomunismo (tercera parte)
Antonio Sánchez García

Vivimos un giro copernicano. Por primera vez, desde el primero de enero de 1959, América Latina toma plena conciencia del horror del castrocomunismo y del espanto que les espera a sus sociedades si no reaccionan contra sus propulsores, los combate frontalmente y los arranca de raíz de las perversiones políticas dominantes. En Venezuela, si no hay otra alternativa, recurriendo a la intervención humanitaria de Estados Unidos al frente de la OEA y la comunidad democrática de naciones. Supondría un recomienzo tan trascendental como el que nos echara al mundo como naciones independientes. Es el imperativo categórico que la historia nos impone. Terminar por abrirnos a la sociedad liberal.

Si la insólita tragedia venezolana, la más absurda automutilación vivida por sociedad latinoamericana alguna en toda su historia, sirve de ejemplo demostrativo de los verdaderos propósitos que han animado, consciente o inconscientemente, al castrocomunismo desde su implantación luego del asalto al poder del Estado cubano por el caudillo Fidel Castro y su tropa de barbudos, se le habrá rescatado algo de sentido. Lo que dada la clásica irracionalidad de nuestra cultura no es algo de lo que podamos estar seguros. La raza cósmica del mexicano José Vasconcelos no parece muy dada a la autocrítica y la regeneración intelectual. Se comprende: los genes de esta tragedia fueron implantados hace más de dos siglos en nuestro país y expandidos a toda la región por la escuálida y delirante aristocracia venezolana al frente del llaneraje salvaje de la mano de su máximo prohombre, Simón Bolívar. Resucitado en mala hora por uno de sus adoradores brotado del fondo de su barbarie cuartelera, con el saldo de todos conocidos. En veinte años desencajó los cimientos de un esfuerzo descomunal por torcerle el rumbo caudillesco y autocrático a una sociedad primitiva y salvaje, echó por la borda los extraordinarios logros civilizatorios de la generación nacida en 1928 de la mano de Rómulo Betancourt y trituró los dones que Dios y la naturaleza le acordaran a un país que parecía no haber hecho mayores merecimientos para recibirlos. De estar a la cabeza de la región, en menos de veinte años se encuentra a la cola de Haití. Un milagro invertido.

La insaciable ambición de poder del hijo de un gallego llegado a fines del siglo XIX a la isla, último bastión del colonialismo español,  a reforzar sus pretensiones imperiales, tan megalómano y narcisista, sociópata, racista y desmesurado como el llamado Libertador, terminó por torcerle el rumbo a ese continente aprisionado entre el delirio y la razón. No dándole otro objetivo histórico que odiar la propiedad privada, detestar la riqueza ajena y el progreso de todos, ensalzar la miseria, enfrentarse a Estados Unidos, hacerse el harakiri, y promover el rencor y el odio entre las razas, colores y clases de sus habitantes. Poniendo al frente de sus huestes a un argentino tanto o más sociopático que él, que amara la guerra y cultivara la muerte, porque en el fragor de las batallas descubrió que le fascinaba asesinar a sus semejantes, como se lo contara sin pudor alguno a su padre: “Tengo que confesarte, papá, que en ese momento descubrí que realmente me gusta matar”. Digno del Dr. Mengele.

Solo la proverbial ignorancia caribeña pudo tomar por marxista y emancipador lo que era profundamente nazi y reaccionario: el amor a la sangre derramada, a la pólvora y al fusilamiento, a la cuchillada, al asalto, a la violencia fratricida. El odio a los doctores civiles y el ensalzamiento de los dulces guerreros armados, marca de fábrica del joven aristócrata que le encontró sentido a su vida librando una Guerra a Muerte. Y así, mientras el mundo civilizado venía de regreso del Blut und Boden, la adoración hitleriana del suelo y la sangre como formas primitivas de la identidad nacional, un rosarino asmático fiel a la mitomanía bolivariana enamoraba a los latinoamericanos con la aventura de la guerra, el embriagador atractivo de la enemistad, la fascinación del degüelle, la economía política del odio. La Guerra a Muerte – ese monstruoso recurso a la liberación mediante la violencia extrema, un metafísico quid pro quo que marcaría para siempre al Caribe: asesinar sin cuenta ni medida para conquistar el derecho a la vida– sería la secreta aspiración de la política en la América española.

Desde el primero de enero de 1959, el paredón se convertiría en ideal de justicia y de convivencia para las izquierdas progresistas latinoamericanas. Ser castrocomunista, vale decir: derribar las instituciones tradicionales, liquidar la convivencia pacífica, desencajar las estructuras de poder, infiltrar y corromper a las fuerzas armadas, denigrar y despreciar las tradiciones históricas, atacar la esencia de nuestra identidad nacional, rechazar el emprendimiento y las bases materiales que permitieran el progreso económico y la prosperidad de nuestras sociedades, impedir la cohesión social y el entendimiento identitario, se convirtieron en motivo y máxima aspiración de quienes se sumaron a la cruzada del castrocomunismo: liquidar cinco siglos de progreso y densidad política y económica, provocar la desintegración social, universalizar la miseria y hacer tabula rasa de la historia para construir la sociedad perfecta: el socialismo. Mire a su derredor: es lo que comunistas, frenteamplistas y radicales predican, sin que a nadie se le arrugue el semblante. Es lo que han conquistado con sangrienta prodigalidad en uno de los territorios potencialmente más ricos del planeta.

Tan profunda es la alienación que ha provocado el castrocomunismo, que a pesar de las abrumadoras pruebas de su vocación depredadora, mutiladora, homicida y suicida, negando las evidencias de su fracaso en donde se impusiera al costo de decenas y decenas de millones de cadáveres, guerras civiles e incluso guerras mundiales, continúa genéticamente adosado al espíritu del hombre latinoamericano. La secreta realidad de Jeckill y Hyde que carga consigo todo militante marxista. Gozar y disfrutar de la realidad liberal democrática, gozando de suculentos sueldos y salarios en sus cargos de elección popular, aspirando secreta y no tan secretamente a destruirla ante el primer descuido. En el caso de Venezuela, saquear miles de millones de dólares para depositarlos en bancos capitalistas y disfrutar de la riqueza adquirida de la mano de Fidel Castro, mientras condenan a la miseria y la muerte a quienes los eligieron.  En Cuba solo fue capaz de aherrojar y esclavizar a un pueblo entero, durante sesenta años, sin siquiera darle a cambio con qué comer. Aniquilándole toda esperanza de libertad y progreso. En Nicaragua se salda tras décadas en la más espantosa crueldad. Bajo la locura de un matrimonio digno de las perversiones del Marqués de Sade. En Venezuela logró en tiempo récord el milagro de terminar con su fastuosa riqueza petrolera, siendo el primer reservorio petrolífero del planeta. Y en Chile, donde demostró una abrumadora incapacidad de gobierno y una vocación de suicidio ejemplarmente expresada por su máximo representante, Salvador Allende, renace de sus ruinas sin despertar el más mínimo escándalo público. Negándose a comprender lo que no requiere de anteojos: la insólita prosperidad que hoy vive la sociedad chilena fue construida no solo a pesar del castrocomunismo, sino combatiéndolo y aplastándolo con las armas. Frente a quienes se niegan a comprenderlo solo cabe recordar la maravillosa frase que encontráramos en los escritos del filósofo italiano Antonio Labriola, maestro del fundador del Partido Comunista italiano Antonio Gramsci: “Solo tú, estupidez, eres eterna.”

Vivimos un giro copernicano. Por primera vez, desde el primero de enero de 1959, América Latina toma plena conciencia del horror del castrocomunismo y del espanto que les espera a sus sociedades si no reaccionan frontalmente contra sus propulsores, los combate mortalmente y los arranca de raíz de las perversiones políticas dominantes. En Venezuela, si no hay otra alternativa, recurriendo a la intervención humanitaria de Estados Unidos al frente de la OEA y la comunidad democrática de naciones. Supondría un recomienzo tan trascendental como el que nos echara al mundo como naciones independientes. Es el imperativo categórico que la historia hoy nos impone. Terminar por abrirnos al liberalismo, el único sistema de convivencia que permite el progreso de las naciones.

Fuente:
http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/castrocomunismo-tercera-parte_243309

EL NACIONAL, Caracas, 29 de junio de 2018
Castrocomunismo y guerra civil: Venezuela en la encrucijada
Antonio Sánchez García

A Luis Almagro

1
Se trata de una documentación del Foro de Sao Paulo que ahora mismo circula libremente por la red, que puede ser consultada por cualquier hijo de vecino y que demuestra la absoluta impunidad con que el castrocomunismo, asentado en Cuba desde hace sesenta años, llama a la insurgencia de sus seguidores de la izquierda latinoamericana ante el silencio, la tolerancia e incluso la complicidad de todos los poderes fácticos de Occidente y que no ha cesado un solo instante de conspirar y poner todos sus esfuerzos en la liquidación del Estado de Derecho y la expansión del comunismo en América Latina, terminando por lograr su máximo objetivo: dominar todas las naciones de la región y cumplir con el mandato vocacional que Fidel Castro le jurara en junio de 1958 a su amante Celia Sánchez desde la Sierra Maestra: combatir hasta la muerte a Estados Unidos y no descansar un solo día en crear las condiciones para llevar a efecto ese máximo anhelo.

Salvo en esos años de extrema virulencia de la guerra de guerrillas y la lucha armada contra las democracias, cuando el Che intentara su extravagante y suicida aventura en Bolivia, los movimientos de ultraizquierda intentaran asaltar el poder en Brasil, Uruguay, Argentina y Perú y Salvador Allende pretendiera dislocar la historia republicana chilena e imponer una dictadura proletaria en la que fuera una de las más notables democracias de Occidente, cuando el gobierno republicano de Richard Nixon y su canciller Henry Kissinger apostaran todas sus fuerzas a combatir el embate del castrocomunismo en la región, lo único cierto es que tras el éxito de esa contraofensiva de los años setenta y ochenta, la región se durmió en sus laureles, los ejércitos se replegaron como avergonzados de haber cumplido con su deber y el despeje de las fuerzas del establecimiento, adormilados por la caída del Muro y la aparente derrota universal del comunismo soviético, permitieron el regreso “a paso de vencedores” de las fuerzas de la desintegración, la disolución y la anarquía, reorganizadas desde La Habana –el cáncer congénito y aparentemente invencible del castrismo– fortalecidas por la victoria del golpismo militarista en Venezuela, rebotada gracias a sus fabulosos ingresos petroleros en las victorias electorales en Ecuador, en Bolivia, en Perú, en Brasil, en Uruguay, en Argentina, en Colombia y en Chile. Alcanzando a coronarse incluso con la Secretaría General de la OEA, que por primera vez en su historia pasó a manos de un marxista: el socialista chileno José Miguel Insulza. Se dice fácil: es una hazaña de perseverancia y porfía, dictada por un objetivo estratégico superior que jamás ha dejado de alimentar a las izquierdas del continente. Así sus detractores no se hayan atrevido a sacar sus cabezas y asumir el desafío durante todos estos sesenta años de tolerancia.

2

Echo este largo cuento pensando en la preocupante advertencia del canciller chileno que citamos,[1] para que se comprendan algunos puntos de esencial importancia y poder valorar así la grave circunstancia que vivimos no solo los venezolanos, sino todos los países de la región,  y las inmensas dificultades que se encuentran en el camino de hacerles frente si dicha misión estratégica no es asumida plenamente por la comunidad internacional, como lo plantea el secretario general de la OEA y el Departamento de Estado de Estados Unidos, dejándola recaer en un solo país, el más castigado por esta crisis de índole multinacional, Venezuela:

1) el proyecto expansionista y totalitario del castrocomunismo sigue vivo y en plena actividad, más allá de la caída del Muro de Berlín, la debacle de las dictaduras satélites y la conversión de la tiranía china en un gigantesco emporio capitalista de Estado; la muerte de Fidel Castro, su principal gestor y la desaparición de la escena pública de su hermano Raúl Castro, primer heredero;

2) constituye el primer principio del tenaz y persistente mal del totalitarismo que amenaza a toda América Latina, anclado en los partidos comunistas y sus frentes de lucha legales e ilegales en cada uno de dichos países;

3) se ha anclado ya y ha echado raíces ante la absoluta pasividad internacional en Nicaragua y en Venezuela, zonas cuya liberación impedirá, como lo viene demostrando a diario, con todas sus fuerzas, aún al precio de masacres colectivas y a riesgo de su propia aniquilación;

4) es un problema de naturaleza regional, que no puede ni debe ser enfrentado localmente, exactamente como el mal que se quiere erradicar: un mal intrínsecamente regional de orden global y planetario. Que debe encontrar una adecuada respuesta a esos mismos niveles.

De allí la profunda preocupación que nos causan las declaraciones del ministro chileno de Relaciones Exteriores, Roberto Ampuero, cuando obedeciendo posiblemente a la ya superada y convencional doctrina de la no injerencia en los asuntos internos de nuestras naciones, que ha regido en el pasado, retrocede respecto de la que ya es doctrina sentada por la OEA y reforzada por la permanente prédica de su secretario general, el uruguayo Luis Almagro: nuestra comunidad de naciones debe impedir de manera activa, militante y categórica la deriva totalitaria y la pérdida de los principios democráticos asentados en nuestra carta democrática. Una doctrina que adquiere plena vigencia cuando una nación, como es el caso de Venezuela, se encuentra aherrojada por una tiranía que ha secuestrado todas las instituciones, ha pervertido la esencia de sus fuerzas armadas y dispone de todo el poder de fuego para afianzar la tiranía hasta la práctica extinción de las fuerzas opositoras. Máxime cuando dicha extinción ha sido precedida y facilitada por la brutal intervención de las fuerzas armadas cubanas y el control de nuestro aparato de Estado por sus altas autoridades. ¿Permitir la invasión de fuerzas de ocupación y no responder con los mismos medios, la misma fuerza y la misma presteza, escudándose en la no injerencia?

3

No significa esto que desconozcamos el centro axial de su argumentación: obviamente el peso fundamental de la lucha contra la dictadura de Nicolás Maduro recae en las propias fuerzas opositoras venezolanas, por menoscabadas que se encuentren. En particular en aquellas que jamás han perdido de vista la naturaleza dictatorial del régimen negándose por principio a alimentar falsas ilusiones, participar en diálogos inconducentes y servir de parapeto legitimador del tirano.  Naturalmente, el paquete de sanciones y las medidas que tome la comunidad internacional por castigar, aislar y combatir a la tiranía solo son el natural y necesario complemento para la propia lucha de liberación de los demócratas venezolanos. Pero en el contexto que mencionamos, la lucha combinada de las fuerzas internacionales y las fuerzas externas e internas de la propia oposición son de vital necesidad. Como lo vienen demostrando las sanciones, que si bien no agotan el abanico de posibles acciones, han contribuido y seguirán contribuyendo no sólo al aislamiento internacional de la tiranía sino al socavamiento de sus bases materiales y financieras. Empujándola incluso a una eventual retirada.

Estamos ante una exigencia, por cierto, refrendada por los sectores más conscientes y democráticos de nuestra sociedad, que reclaman a gritos por una intervención humanitaria, dada la crisis, falencia, fractura o inexistencia de fuerzas internas capaces de enfrentar el aparato político militar de la dictadura castrocomunista venezolana. Un hecho producto de la extrema crueldad con que ha procedido la tiranía, asesinando, persiguiendo, encarcelando, desterrando o imponiendo el exilio a quienes se ven obligados a huir para salvar sus vidas. Una trágica situación que se hiciera irreversible y algunos de nosotros reconociéramos ya a comienzos del año 2015, cuando manifestáramos que ante el virtual acuerdo del gobierno de Obama y del Vaticano en respaldar abierta o solapadamente a la dictadura de Nicolás Maduro nos veríamos obligados a recurrir al socorro de nuestras fuerzas amigas y poder así restablecer el Estado de Derecho en Venezuela. Situación que antes que disminuir, se ha agravado trágicamente en estos tres años transcurridos.

Si bien es cierto que en estos tres años ha habido notables cambios en la conformación política de la región –la salida de Barack Obama y Hillary Clinton del gobierno de Estados Unidos, de Rousseff y Kirchner, de Pepe Mujica, de Rafael Correa y de Michelle Bachelet al frente de algunos gobiernos de la región– y el afianzamiento del liberalismo, en su más amplia expresión, han logrado importantes avances con los triunfos electorales de Mauricio Macri y Sebastián Piñera, consolidados recientemente con la elección del candidato del Centro Democrático Iván Duque en Colombia, no es menos cierto que el muy probable éxito de las fuerzas filo castristas mexicanas en la figura de López Obrador vuelve a poner de extrema actualidad el embate castrocomunista más regresivo y retardatario en uno de los tradicionales enclaves del populismo en América Latina. En ese toma y daca del enfrentamiento ya secular entre dictadura o democracia se gana un espacio y se pierden dos. Es la tragedia de una región genéticamente enferma de populismo estatista.


Es el contexto macro político que se debe tener presente en todo momento y en todo lugar, para así acertar en el diagnóstico y el tratamiento de nuestra grave crisis regional: la lucha contra el castrocomunismo debe ser integral, amplia, constante y permanente. Librándose en todos los frentes. Y debe saber recurrir a todos los medios existentes, para vencerla sin dejar lugar a engaños. Es una guerra por nuestra supervivencia. Acertar y no equivocarnos es nuestro imperativo categórico y moral.

Fuente:
http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/castrocomunismo-guerra-civil-venezuela-encrucijada_241968
Fotografías:
Fidel Castro habla en el Congreso venezolano, 1959 (UPI): http://www.embajadacuba.com.ve/noticias/fidel-tomo-a-caracas-fotos/attachment/fidel-habla-en-el-congreso-de-venezuela-fotoupi-25-de-enero-de-1959/
Fidel Castro y Hugo Chávez en la localidad de Sandino (provincia de Pinar del Río):  https://www.pinterest.co.uk/fandegodard/fidel/
Fidel Castro y Rómulo Betancourt, junto a Francisco Pividal, embajador de Cuba en Venezuela (1959): http://notitotal.com/2016/11/26/recordar-asi-fue-la-primera-visita-fidel-castro-venezuela-video/
Miguel Díaz-Canel Bermúdez y Raúl Castro: https://moscovita.org/mosconews/cuba-hay-fidel-para-rato/
Repetición de la gráfica inicial.

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