EL PAÍS, Caracas, 7 de Septiembre de 2012
LA CUARTA PÁGINA
Colombia: el desafío de hacer política
La negociación entre el Gobierno y las FARC implica que se subordinen los elementos belicistas a la búsqueda de acuerdos. Pero el tema del tráfico de drogas puede hacer que sectores de la guerrilla no participen
Luis Fernando Medina
En la prensa colombiana no pasa mucho tiempo sin que alguien cite el aforismo de Clausewitz según el cual la guerra es la prolongación de la política por otros medios. Pero por más que esta frase se haya vuelto el requisito ineludible para hacer gala de erudición y granjearse la atención del público se trata de una simplificación peligrosa: los medios cambian los fines, el caballo que se dejaba cabalgar comienza a arrastrar al jinete, el fiel servidor de ayer se convierte en el chantajista de hoy. Esa parece ser la lección que han aprendido tanto la clase dirigente colombiana como la guerrilla, a juzgar no solo por la decisión de dialogar sino por los mecanismos que han acordado para hacerlo.
Comencemos por el caso de las FARC. Nacida de un alzamiento campesino que el gobierno trató de sofocar con bombardeos a mediados de los 60 (¡hace ya casi 50 años!), por decenios subordinó la acción política a los imperativos militares y con esta percepción acudió a las mesas de negociación. El fallido proceso de paz de 1999-2002 es un ejemplo. La frondosa agenda de diálogo se estancó en los temas sustantivos mientras se discutían en detalle los aspectos militares (zona de despeje y canjes de prisioneros, por ejemplo). Desde el punto de vista de las FARC, su formidable aparato militar de aquel entonces era el mecanismo para colocar contra la pared al establishment y forzarlo a hacer las reformas que de otro modo no aceptaría.
El resultado: la mayor cadena de fracasos políticos y militares de las FARC en su larga historia. Por una parte, el gobierno colombiano respondió fortaleciendo su Ejército. Se suele olvidar que la Administración Pastrana, la misma que adelantó aquellos diálogos, también introdujo con apoyo norteamericano el Plan Colombia, uno de los mayores aumentos en el presupuesto militar que haya registrado el país, aun antes de la ofensiva lanzada por la Administración Uribe. Pero el daño que el militarismo le hizo a las FARC también venía de adentro. Como las armas cuestan dinero, sus frentes más rentables (es decir, aquellos más involucrados con el narcotráfico y el secuestro) adquirieron más peso relativo dentro de la organización, lo cual se traducía en peores patrones de reclutamiento y en más violencia contra la población civil: ni el secuestro ni el narcotráfico requieren de manifiestos. Es probable que las FARC no hayan aún medido la descomunal deslegitimación que se infligieron a sí mismas con tales tácticas. La máquina de guerra que se presentaba como una herramienta para la política terminó destruyendo la política.
La guerrilla aún no ha medido la descomunal deslegitimación que se infligió con el narcotráfico
Pero las élites colombianas también han visto cómo los medios terminan por cobrar vida propia. La campaña contrainsurgente que se lanzó desde mediados de los 80 con base en grupos paramilitares, fruto de la alianza non sancta entre terratenientes de zonas de conflicto, miembros del ejército y narcotraficantes, prometía acabar con la guerrilla sin necesidad de ninguna concesión. Pero, no solamente este camino no logró la derrota definitiva de las FARC, sino que también terminó por cambiar el equilibrio de poder dentro del establishment. Los numerosos congresistas con nexos con grupos paramilitares son solo la manifestación más visible de una estructura de poder político y económico en las provincias que compite con las élites tradicionales y que, ahora comienza a verse, pone en peligro sus intereses.
Políticos advenedizos que disputan viejos feudos a partir del proselitismo armado, nuevos empresarios con nexos mafiosos, conglomerados agroindustriales construidos sobre tierras apropiadas por paramilitares, minería ilegal o con licencias dudosas, son solo algunos ejemplos de este proceso mediante el cual los antiguos subordinados militares se convierten en un poder rival.
Aun dentro de la legalidad, el énfasis militarista está pasando una pesada factura. El presupuesto de defensa del país ronda el 6% del PIB, suficiente para duplicar el ingreso del 20% más pobre de la población, más que el flujo neto de capitales hacia el país que, según el mismo discurso del gobierno, ha llegado atraído por las mejoras en seguridad.
El esquema de diálogo acordado por el gobierno y las FARC sugiere que ambos sectores están buscando la forma de subordinar sus elementos belicistas a los dictados del proceso político. Así lo ilustra elocuentemente el hecho de que el primer punto que se discutirá en la agenda de negociación sea el del desarrollo económico y social de las zonas rurales del país.
El conflicto por la tierra ha sido por décadas el que ha dado los ímpetus a la violencia en Colombia. En los años recientes, a la sombra de la acometida contrainsurgente, los grupos paramilitares, en connivencia con poderes económicos locales, expropiaron millones de hectáreas en una “contrarreforma agraria” que representa la mayor redistribución de tierra de la historia reciente del país. La Administración Santos ha lanzado esfuerzos aún incipientes para revertir este proceso mediante la llamada “Ley de Víctimas”. Su decisión de poner el tema agrario como el primero a discutir apunta en el mismo sentido. De continuar, este camino lleva a que las élites políticas y económicas del país, que incluyen sectores para los que la propiedad agraria ya no es tan importante como en el pasado, asuman la defensa de sus intereses en la mesa de negociaciones prescindiendo de los elementos armados que antes se presentaban como los “salvadores de la patria”. El equipo de negociadores del gobierno incluye a un dirigente gremial estrechamente ligado a los industriales colombianos mientras que los sectores latifundistas brillan por su ausencia. Además, los voceros de la derecha más recalcitrante han lanzado ya tantas y tan altisonantes críticas al proceso de paz que no es exagerado decir que se han autoexcluido del diálogo subsiguiente.
Aunque dentro de la legalidad, el énfasis militarista está pasando una pesada factura
Dentro de las FARC puede darse un proceso análogo. El nuevo procedimiento prioriza los acuerdos sustantivos de manera que, si avanzan los diálogos, el aparato militar de la guerrilla deja de ser el garante de las reformas para enfrentarse a un dilema inédito: si persevera en su actuar, lejos de presionar por más concesiones lo que logrará será sabotear aquellas concesiones que ya se hayan obtenido en la mesa.
Nada de esto es garantía de éxito pero sí sirve para advertir los posibles peligros. Para que el esquema funcione es necesario que ambas partes logren conservar su unidad interna durante el proceso.
El caso de las FARC ofrece varios interrogantes. Una de las guerrillas más viejas del mundo, ha logrado mantener una férrea unidad de mando durante décadas a pesar de todas las tensiones internas y del asedio constante de las armas del Estado. Esto hace pensar que su actual liderazgo puede llevarlas en bloque hasta la desmovilización final. Pero, y la agenda de negociaciones reconoce este punto, si no se atiende con creatividad el tema del narcotráfico, sectores muy poderosos de las FARC pueden optar por salirse del proceso en una peligrosa deriva hacia la delincuencia común, repitiendo un patrón que se observó en los años 50 en Colombia.
Por su parte, el presidente Santos ha dado muestras de entender que entre sus antiguos aliados pueden surgir nuevos “enemigos agazapados de la paz”, para usar la expresión acuñada en el primer proceso de paz del año 83. Ya se ha visto cómo uno de los obstáculos a la restitución de tierras ha sido el asesinato y la intimidación de líderes campesinos. Si esto ha ocurrido sin haber negociaciones con la guerrilla, cabe preguntarse qué ocurrirá cuando se vaya a implementar un nuevo acuerdo sobre propiedad rural.
A pesar de los riesgos de fracaso que todos los colombianos reconocen, hay razones para el optimismo. Cada uno a su manera, ambos bandos han salido escaldados de sus escarceos con Clausewitz. Los más eruditos de ambas partes tal vez puedan acudir a la máxima de Aristóteles que describía la política como “el arte de lo posible”. A aquellos menos dados a altos vuelos literarios tal vez les baste con repetir con Perogrullo que la mejor forma de avanzar en política es haciendo política.
(*) Luis Fernando Medina es investigador senior del CEACS-Fundación Juan March.
Ilustración: Enrique Flores.
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