SOL DE MARGARITA, 12 de Septiembre de 2012
Ínsulas Extrañas
La condición intelectual
Según Camus, la solvencia moral obligante era la de la vigilancia, la de la duda perpetua, pues la condición humana dista mucho de ser perfecta, y muchas veces son más los demonios que nos visitan que los dioses que nos orientan.
Antonio López Ortega
La condición intelectual nunca pudo ser igual después de las tres grandes pestes del siglo XX: Nazismo, Comunismo, Fascismo. En el pasado, los poetas o cronistas pudieron alimentar sus versos con tragedias bélicas o epidemias religiosas, pero nunca la negación de la condición humana tuvo las proporciones infernales que vimos en el fenecido siglo. Se diría que, a partir de esos sucesos, una especie de antivirus debería correr de manera natural por el torrente sanguíneo de la condición intelectual, y prender las alarmas de manera preventiva.
Sorprende, sin embargo, cómo la desmemoria o la irresponsabilidad hacen campo en mentes que suponemos luminosas. Los desmanes siguen ocurriendo, en una proporción u otra, y frente a ellos los intelectuales se comportan como juglares.
La situación del intelectual creyente, que puede abrazar una u otra causa, quedó hecha añicos en el siglo XX. Ya solo hay lugar para la duda, para la vigilancia, porque el poder en sí mismo es nefasto, corroe todas las instancias, y ante él el ejercicio intelectual solo puede aspirar a volverse muro de contención frente a los abusos y los engaños.
En la Francia que sobrevive a la Segunda Guerra Mundial, dos modelos de conducta intelectual quedan enfrentados. Uno es el de Jean Paul Sartre, con su denominación del engagement (compromiso), que modeló tantas conductas, sobre todo en el campo de lo que conocemos como izquierda. Otro es el de Albert Camus, para quien la condición intelectual no podía ser ya la misma, pues credo que se abrazara conducía irremisiblemente a la decepción, a la quiebra de la ilusión.
Según Camus, la solvencia moral obligante era la de la vigilancia, la de la duda perpetua, pues la condición humana dista mucho de ser perfecta, y muchas veces son más los demonios que nos visitan que los dioses que nos orientan.
Después de haber traído el infierno a la superficie en pleno siglo XX, con campos de concentración y bombas atómicas, la fe en causas humanas requiere al menos una dosis de escepticismo.
Es el mejor remedio para las visiones mesiánicas, unívocas e invariables que todavía nos visitan. Descreer siempre será lo más sano que sumarse ciegamente a los designios de otros.
Fotografía: Detalle de la reseña de El Nacional (Caracas, 1957), AC Nobel de Literatura.
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