lunes, 3 de septiembre de 2018

ÚTIL CORREO

Querido Antonio:

He leído tu brillante ensayo en El Nacional  y ahora me dispongo a estudiarlo. Lo que hubiera sido el gran punto de convergencia entre las dos Venezuelas, la clase media, fue destruida a propósito para, como apuntas, excacerbar el clivaje entre las dos Venezuelas. Entre 1940 y 1980 parecía que podríamos encontrarnos.

En un momento me pareció que el Metro de Caracas pudiera haber sido un gran agente de integración social ( yo me he encontrado en el Metro de Washington con lo intelectaul y lo político más encopetado de esta sociedad, desde Art Buchwald hasta Robert McNamara) pero ni los ricos venezolanos lo aceptaron (Mija: yo en el Metro? Que vaaaa)  ni las clases populares lo vieron como un agente igualizador o al menos no como un agente igualizador hacia arriba. 

Copio tu gran ensayo a mis contactos,

Gustavo Coronel

EL NACIONAL, Caracas, 2 de septiembre de 2018
Del país bipolar
Antonio Paquali

Razones tuvo Pino Iturrieta al aseverar en su Contra lujuria, castidad de 1992 que las farragosas “constituciones sinodales” emanadas del arzobispado de Venezuela en septiembre de 1687 (su reedición caraqueña de 1848 llena 486 páginas) son “medulares para el análisis de los hábitos coloniales”, hábitos que dichas constituciones pretendían reglamentar puntillosa y bizantinamente, como sería el caso del traje de las “beatas” que imperativamente debía ser “cerrado hasta el cuello y besando el suelo, so pena de excomunión”.

Pero no todo flota en ellas a nivel de rituales y bagatelas. Su esencial autor, el obispo Diego de Baños y Sotomayor, un limeño despachado a Caracas por la Santa Madre Iglesia tres años antes apenas, tuvo la ocurrencia de incorporar a los textos una esclarecedora y sobreviviente observación socioantropológica, genéricamente referible a todas las nacientes sociedades latinoamericanas pero que él, específicamente, aplica al país cuya Iglesia habían enviado a regentar. La venezolana, afirma, se compone de dos estamentos disociados y jerarquizados (nada de melting pot o “identidad compartida”, diríamos hoy): arriba los “pater familias” blancos, cristianos y acomodados, abajo la “multitud promiscual” sincrética, pobre, “ruda e incapaz”, integrada por indígenas objeto de alguna benevolencia en obsequio al dictamen de papa Pablo III de 1537: “son verdaderos hombres dotados de alma”, y de negros “incapaces que apenas se distinguen de las bestias”; una distinción a la que la Iglesia solo levantó la sanción en 1904.

Crudo, racista y obsceno el distingo, pero primera apreciación histórica de una bipolaridad social nacional que pasaría a ser componente estructural del ADN político del país y hasta pudiera estimular una reescritura de toda su historia vía el análisis de esa profunda y siempreviva cesura que aún hoy bloquea esfuerzos por una pacífica y tolerante convivencia entre venezolanos. Sí, porque aquí y ahora, a 331 luengos años de aquellas constituciones sinodales, aún toca constatar que –si bien la dicotomía ha sido mantenida en vida por disímiles protagonistas a lo largo de la historia colonial y republicana– el nudo hecho de un país casi incesantemente partido en dos belicosas facciones pudiera constituir una poco estudiada constante de su devenir, desde la colonial subordinación de la multitud promiscual a los pater familias hasta la guerra civil realistas/independentistas, desde el dilema Gran Colombia/Venezuela al chavista pueblo angelizado/escuálidos demonizados. La rústica dictadura militarista instaurada en 1999 intuyó a su manera toda la valencia política de esa constante arraigada en el inconsciente colectivo, y logró consolidarse gracias a una ingeniería social e ideológica finalizada a resucitar con fuerza una exasperada, primaria y potencialmente explosiva visión clasista de país dividido en dos mitades estimuladas a odiarse y aniquilarse.

Las ciudades, por su parte, son el fiel espejo de las sociedades que las fundan, de sus utopías y miedos, y como tales deben ser leídas. Más que en otras latitudes, nuestros entornos urbanos llevan siglos instilando en el espíritu de sus moradores la bipolaridad social por cuanto ponen a coexistir sin convivir, como próximos no-prójimos, el cosmos metropolitano de los pater familias instalados en lo más cómodo y ameno, y el desordenado caos de la multitud promiscual en la inhóspita corona periférica. Urbanistas bienintencionados vienen planteando desde hace decenios la necesidad de unificar la ciudad abriendo democráticos cauces entre la polis y el cerro, sin poder pronosticar si un flujo soteriológico terminaría generándose del centro a la periferia convirtiendo las ruinosas rancherías en ordenados y bellos albaicines, o si un impetuoso deslave bajaría del cerro “ranchificando” todo a su paso; una duda que siempre ha impedido la apertura de tales cauces entre las dos mitades de la ciudad, impertérrito micromodelo y vitrina de la existencia de dos Venezuela.

Las dictaduras militar-chavistas han exacerbado e institucionalizado de mil maneras esa fractura nacional, tarea facilitada por disponer de unas Fuerzas Armadas monoclasistas, mayoritariamente provenientes de sectores menos favorecidos y más propensos al resentimiento, y Chávez mucho se esmeró en no ser percibido como “presidente de todos los venezolanos” sino como caudillo de una de las facciones, la “buena”, en lucha por deshacerse de la “mala”. Cuando se asomó al país el espectro de la hambruna y la respuesta lógica, justa y democrática hubiese sido una misma cartilla de racionamiento para todos los venezolanos, los gobiernos chavistas inventaron otra solución dual: abandonar a su suerte a los “escuálidos” con sus monedas fuertes y boutiques abastecidas y acaparar lo poco que se producía e importaba (entre robos y “pudrevales”) para sus queridos menesterosos así convertidos en clientela política a cambio de humillantes dádivas de alimentos básicos; una “solución” particularmente nefasta para la otrora gran esperanza del país, su laboriosa y floreciente clase media. Chávez juraba a diario venerar la Constitución de 1999 pero en los hechos gobernó con una Constitución-bis, su “plan de la patria”, y luego de perder electoralmente la asamblea, la dictadura se inventó otra insólita dicotomía más al dar despóticamente vida, por decreto, a una ilegal asamblea paralela y además constituyente. Así pues, de período en período, la vieja definición-profecía de Diego de Baños y Sotomayor nos ha conducido hoy a formas inéditas y extravagantes de bipolaridad y apartheid: un país con dos constituciones de facto, dos asambleas (legítima y sin poderes la opositora, ilegítima y con poder la gubernamental, sesionando –detalle grotesco– en el mismo Palacio Federal y en ocasiones hasta el mismo día en aulas contiguas), dos tribunales supremos (el ilegítimo en Caracas, el legítimo en el exilio), dos fiscales generales ídem, dos gobernadores de Caracas ídem, ciudadanos con “carnet de la patria” con privilegios y otros desprovistos sin privilegios, dos monedas (la segunda inventada y cripto) y hasta dos precios para combustibles, uno para el pueblo bueno, otro para escuálidos malos.

Lo que le espera a quienes corresponderá restaurar y mejorar la democracia en Venezuela pareciera desafiar las mejores capacidades de una entera generación de ciudadanos impolutos, preparados y voluntariosos. Gente así posee el país, cargada de ideas e ideales, proyectos y utopías concretas y realizables. Un libro blanco global en la materia, de hace un cuarto de siglo pero de conservada vigencia, Encuentro y alternativas (CEV/UCAB 1994, 2 volúmenes, 1.106 p.), sin mencionar otros aportes sectoriales, lo demuestra con creces (sin olvidar que antes de la dramática diáspora que desangra el país, Venezuela tenía porcentualmente cinco veces más graduados universitarios que Francia). Pero recuperar un país devastado por coroneles, iluminados, asnos y saqueadores de toda calaña es tarea inmensa porque los grandes problemas sociales requieren soluciones que encajen una en otra como en un puzzle: no se puede exigir honestidad a una sociedad que sigue padeciendo el hambre, ni justicia con jueces corruptos, ni reconciliación mientras subsistan inaceptables y vergonzosas disparidades sociales. En medio de iniciales e inevitables insuficiencias económicas, enormes, trascendentes y bien planificados esfuerzos habrán de ser llevados adelante sincrónicamente para emprender camino hacia una sociedad mejor. Uno de sus mayores objetivos generales a mediano y largo plazo tendrá que ser el rescate de la unidad nacional después de siglos de bipolaridad, hasta lograr un “encuentro” profundo entre venezolanos que nos retoque genéticamente erradicando del volkgeist nacional, la componente dicotómica (componente particularmente estimada por militares) abriendo cauces a una sociedad de voces múltiples y tolerantes conviviendo en un país solidario, de identidad compartida.

¿Hay recetas universales para una faena de ese tamaño? No, si se piensa, justamente, que en el ámbito político cada reforma de importancia debe ser diseñada desde dentro y para grupos sociales específicos. Sí, si se analizan las más exitosas políticas mundiales que lograron amalgamar y democratizar sociedades, estimando que –debidamente normalizadas y adaptadas a las idiosincrasias propias– pudieran resultar aprovechables. Tres de estas experiencias universales merecen especial consideración.

La primera es la que concierne a los servicios públicos, un mecanismo del convivir intolerantemente deficitario por estas latitudes. Las prestaciones que ellos aseguran generan efectos sociopolíticos colaterales de gran importancia por garantizar a todos una democrática justicia distributiva en cosas esenciales. Rompen silenciosamente barreras y cohesionan un país como máximos creadores –cuando funcionan– de un difuso y profundo sentimiento igualitario al procurar a todo ciudadano, sin distingos espaciotemporales o socioeconómicos, idénticos servicios de agua blancas y servidas, luz, gas y energías, alimentación, educación, salud, seguridad, correos, transportes, comunicaciones, espacios públicos y otros. (El sistema metropolitano de Caracas de la buena época democrática constituye un brillante ejemplo de esta aseveración). Con su trato igual para todos, ellos terminan siendo, si bien administrados y mantenidos, permanentes generadores de democracia que el ciudadano introyecta a partir de concretas y disfrutadas realidades diarias y no sobre vacuas y patrioteras consignas. En cada uno de los citados SP el mapa de Venezuela sigue pareciéndose en pleno siglo XXI al cuero de las vacas Holstein, las de manchas blancas y negras, de “si hay” y “no hay”, una de las causas principales del creciente urbanismo por abandono de zonas desatendidas de servicios esenciales. Todo SP genuino y funcional debe garantizar su universalidad, su continuidad absoluta, su incesante aggiornamento tecnológico y su adecuación a diferentes necesidades de la población; para Venezuela, un desafío que tal vez mereciera la creación de un superministerio ad hoc. Será un esfuerzo muy costoso y prolongado, pero en una economía saneada y funcional, el ciudadano se sentirá mejor dispuesto, como sucede en todas partes, a pagarse los servicios de su elección después de comprobar diariamente su eficiencia, calidad y continuidad. Deseemos una Venezuela con menos intoxicados por demagógicas consignas tipo “tenemos patria” y más ciudadanos orgullosos ante la región y el mundo de sus excelentes transportes, hospitales, correos y sistema educativo.

El segundo modelo a retener concierne a ese momento esencial del continuum humano que es la transmisión del saber de una generación a la siguiente, necesidad satisfecha naturalmente por la familia, formalmente por la educación e informalmente por el conjunto de los medios de comunicación impresos, radioeléctricos y electrónicos. En la época de la democracia, Venezuela fue buen ejemplo mundial por el elevado porcentaje de su presupuesto invertido en educación. De un funcionamiento ideal óptimo de los procesos de transmisión de saberes dependen los éxitos o fracasos de una sociedad que se esfuerza por dejar atrás un pasado indeseable, porque a ellos incumbe educar generaciones más virtuosas, intelectual y moralmente capaces de edificar un país mejor, como lo lograron naciones de dramáticas experiencias históricas: Alemania con sus horrores nazis hoy materia de permanente análisis crítico dentro de su sistema educativo, o la Inglaterra martirizada por la Luftwaffe con su suerte de popular imperativo categórico posconflicto “forgive but not forget”. ¿Qué rol corresponderá a cada uno de estos canales formales e informales de transmisión de los saberes en la recuperación de Venezuela, y además quis  educabit  educatores, quién educará a los nuevos educadores, quién preparará brigadas de incorruptibles Eliot Ness (ese hijo de panadero noruego que limpió los cuerpos norteamericanos de policía y pudo con Al Capone), capaces de reducir a mínimos manejables el robo y el saqueo, quién y cómo grabará de por vida en el alma de todos, desde la materna, que robar es un crimen castigable? Un nuevo estado democrático y éticamente justo deberá asegurar a estos procesos de transferencia de los saberes toda la prioridad que merecen, y el mejor camino para lograrlo es concebirlos definitivamente como servicios públicos con las cuatro características antes señaladas, lo que significará por un lado dotar de infraestructuras materno infantiles y primarias de calidad el país entero, garantizar a todos estudios secundarios públicos de prestigio, modelo Andrés Bello o Fermín Toro de los años cincuenta, blindar y expandir la universidad autónoma, gratuita, de alta calidad y finalmente dotada de sonantes recursos propios, y por el otro lado (respetando las libertades de todos de emitir y recibir), ingresar a Venezuela en el pool de las 56 democracias del mundo dotadas de radiotelevisión de servicio público que preste al país un servicio modélico universal, continuo, adecuado, avanzado, sin contralores comerciales ni gubernamentales y con autoridad independiente.

El tercer modelo a considerar como de utilidad para democracias necesitadas de unificar su identidad concierne …a la instauración de un servicio militar obligatorio de al menos 12 meses, universal y sin excepciones. Pudiera parecer una paradoja, la contradicción de un antimilitarista, y no lo es. ¿Se han preguntado alguna vez por qué no existe un teniente de Altamira, un coronel de clase media alta, un general miembro de academia científica, que hagan de las Fuerzas Armadas nacionales un reflejo de la totalidad del país real liquidando su actual monoclasismo, matriz de perennes tentaciones golpistas? Pero esta infalible manera de democratizar el Ejército sería un primer buen resultado apenas. El servicio militar obligatorio pasó de moda junto con el concepto tradicional de conflicto, reemplazados por el voluntariado y la ciberguerra, pero este avance solo concierne a países en estado de desarrollo avanzado. En una Venezuela recuperada a la democracia sí convendría implantar durante decenios esa obligatoriedad pese a su alto costo, para obtener un segundo y más importante resultado: generar un proceso nacional de desfragmentación y dar vida a más y más convivencia nacional. Los cuarteles educan ciertamente en artes marciales pero también infunden una disciplina de vida, enseñan a muchos una profesión, y por encima de todo (cuando la obligatoriedad es universal), son generadores de un pluralismo social que pasa luego a la vida civil. Estamos hablando de un año de convivencia y amistad del bachiller de Los Palos Grandes con el campesino de la Mesa de Guanipa, del andino con el margariteño, del mecánico con el recogelatas, del ingeniero informático con un ganadero del llano, del cultivador barloventeño de cacao con el jugador de golf del Valle Arriba, de la forja capilar de una nueva convivencia que vaya minimizando la nefasta dicotomía social que el obispo Diego de Baños y Sotomayor señaló de primero hace 331 años.

En una de las obras cumbres de la humana cultura, el Banquete de Platón, uno de los dialogantes enfrascados en la búsqueda de una definición del amor, narra el mito del ser humano, inicialmente andrógino, que los dioses envidiosos de su perfección y poder parten en dos para debilitarlo, explicación de la posterior e incesante búsqueda amorosa del hombre y la mujer por “su mitad”.

Divide et impera: sociedad partida en dos es sociedad debilitada, fácil víctima de aprovechadoras mafias políticas. Obremos para que las partes nacionales, finalmente necesitadas las unas de las otras, terminen reconciliadas y asuman una identidad que puedan compartir. Ut unumsint, invocaba en su lecho de muerte Juan XXIII.

Fotografía  inicial: Tomada de la red, Delcy Rodríguez y los gremios transportistas (23/08/18).

No hay comentarios:

Publicar un comentario