EL NACIONAL - SÁBADO 03 de Septiembre de 2005 Papel Literario/1
Civilidad y terredad
El poeta mexicano Antonio Deltoro (1947) diserta sobre los mecanismos del verso en la obra de Eugenio Montejo. Deltoro, quien en 1996 fue reconocido con el Premio Nacional de Aguascalientes, ha publicado Algarabía inorgánica (1979), ¿Hacia dónde es aquí? (1984), Los días descalzos (1992), Balance de sombras (1997), así como las antologías Poesía reunida (1999) y En las aguas del jueves para siempre (2002)
Antonio Deltoro
Poco a poco este Premio va creando una arboleda en torno a un árbol proteico: un ahuehuete, una higuera, un pirú. Esta noche como en Macbeth los árboles se mueven pero no para combatir sino para acercarse a intercambiar palabras:
“Tiemblan los intrincados jardines / juntan los árboles las frentes / cuchichean”, nos dicen unos versos de Octavio Paz.
En la poesía de Eugenio Montejo hay muchos árboles que no forman un bosque sino algo más civilizado: un parque, un jardín botánico, con árboles de muchas latitudes. En un bosque se repiten los árboles de una misma especie; un parque se compone de especies diferentes que dialogan; especies nativas de toda la redondez de la tierra.
Civilidad y terredad coexisten en esta poesía: para Eugenio Montejo no sólo vivimos después de los dioses sino también después de las ciudades, no sólo en la añoranza de Apolo o de Minerva, sino en la añoranza del París del siglo XIX o de la de Lisboa de principios del XX. Vivimos exiliados de dioses y ciudades en un mundo de cosas y de urbes. Nuestro poeta es un contemporáneo que no cede a la época: vive en nuestro tiempo sin hacerle muchas concesiones porque sabe que más profundos que la moda y el ruido son la vida y el sistema solar. Poeta civilizado en extremo y, sin embargo, habitante de nuestro tiempo y de estas tierras que tienden a lo indomable, la forma de su poesía no es anacrónica y sí muy cuidada, natural y moderna. Es moderna porque no ignora que la poesía es forma y que vivimos en un tiempo que desacraliza las formas para terminar con todo sentido. Es natural y cuidada porque lleva el buen gusto en la sangre, porque respeta y no inunda a los otros; a ella se pueden aplicar estas palabras dirigidas por Fina García Marruz a la poesía de Eliseo Diego:
“Toda forma existe por cortesía, ya que la forma, en cuanto es autolimitación está al servicio del ser de las otras”.
Terredad es una palabra inventada por Montejo que engloba todo lo que supone estar aquí en la tierra. La terredad es la comunión de todo lo que comparte este milagro de estar en ella a bordo, casi a la deriva, por el sistema solar y en la galaxia: en el misterio.
Para Octavio Paz los árboles fueron esenciales: en un poema final, posterior a Árbol adentro, en los últimos versos se dice: “Árbol de sangre, el hombre siente, piensa, florece / y da frutos insólitos: palabras...
/ y mientras digo lo que digo / caen vertiginosos sin descanso, / el tiempo y el espacio. Caen en sí mismos. / El hombre y la galaxia regresan al silencio. / ¿Importa?
Sí— pero no importa: sabemos ya que es música el silencio / y somos un acorde del concierto”.
En la poesía de Montejo no abunda ni la palabra caída ni tampoco este concepto; en cambio, la tierra gira con los árboles en un tiempo inmemorial, donde todo es un acorde del concierto, aunque a veces los hombres disonemos: “La música de ser es disonante / pero la vida continúa / y ciertos acordes prevalecen”.
La escritura del autor de Alfabeto del mundo introduce una religión en el sentido que da el diccionario etimológico de Joan Corominas: un escrúpulo, una delicadeza en una época dominada por el culto al dinero. El poeta practica una religión que existe solamente el tiempo de lectura del poema y que por lo tanto obliga a sus creyentes a la frecuentación de poemas. Para el poeta venezolano el poema es un espacio creador de dioses fugaces que regresan. En ausencia de los dioses, la poesía renueva lo sagrado, hasta tal punto que es nuestra última religión.
Nuestro mundo actual, para Montejo, es ateo no porque descrea de Dios, sino porque descree del mundo: del misterio y del milagro.
La poesía de Paz expresa la vivacidad más acabada y completa, incluso, frente al fin y la caída: “Tengo hambre de vida y también de morir”, nos dice en un poema.
La poesía de Montejo no es una poesía de la vivacidad, es, en cambio, una poesía de la duración y de la vida: “Creo en la vida bajo forma terrestre”... “Mi mayor deseo fue nacer, / a cada vez aumenta”... “Creo en la duda agónica de Dios, es decir, creo que no creo,”... “pero no soy ateo de nada / salvo de la muerte.” “Poesía en un tiempo sin poesía” se titula el ensayo inicial de El taller blanco de Montejo que contiene la siguiente cita de Ungaretti: “Yo me pregunto: ¿existe todavía la posibilidad de un lenguaje poético?
Hoy el tiempo parece ser tan veloz que ya no existe posibilidad de relación entre tiempo y espacio, que ya no existe duración, es decir, que ya no existe la posibilidad de contemplación y, por consiguiente, de expresión de la poesía.”
Gracias a la poesía del venezolano podemos contestar a la pregunta del italiano, sin dormirnos en los laureles, con un sí atento y provisional. Hoy es necesaria la poesía de Montejo porque se opone a la prisa. Solo él ha sabido, por ejemplo, revelarnos que el canto del gallo es fruto de una lenta acumulación, del paciente goteo nocturno que va llenando el cuerpo del animal hasta estallar con las primeras luces. La poesía de Montejo nace de la contradicción entre una época plena de cosas y vacía de sentido. Es capaz de la contemplación y de vivir en la duración de la palabra poética. Montejo es un poeta que tiene fe en la resurrección de la memoria. De hecho, la poesía parece ser, para él, la música que trae de vuelta a los muertos. Según el poeta sevillano Francisco José Cruz: “Pocos poetas han logrado, como él, recuperar la función salvadora de la memoria, la capacidad de comunicarse con lo remoto y de ponerlo en relación con el instante”.
Pocos poetas parecen estar tan de acuerdo con estas dos afirmaciones de Octavio Paz: “La poesía no busca la inmortalidad sino la resurrección” y “La poesía no es la verdad: es la resurrección de las presencias”.
¿De qué manera los poemas de nuestro autor hacen posible la resurrección de los muertos? Diciéndonos, de diferentes maneras: “Vuelve a tus dioses profundos, están intactos... están cruzando mudos con sus ojos de peces al fondo de tu sangre.” Un poema en Montejo viaja en el tiempo de la sangre común.
En su poesía, como en la sobremesa de uno de sus poemas, los vivos y los muertos charlan horas sin saber quién vive todavía y quién está muerto. A veces parece que los dioses profundos son ellos, los muertos, que hablan con nuestros gestos, que circulan en nuestra sangre, que viven en nuestra vida y en nuestra memoria: “Estas voces que digo / han rodado por siglos puliéndose en sus aguas, / fuera del tiempo. / Son ecos de los muertos que me nombran / y me recorren como peces.” En un poema titulado “La terredad de un pájaro”, nuestro poeta nos dice: “La terredad de un pájaro es su canto, / lo que en su pecho vuelve al mundo / con los ecos de un coro invisible / desde un bosque ya muerto. / Su terredad es el sueño de encontrarse / en los ausentes, / de repetir hasta el final la melodía... / Desde que nace nada ya lo aparta / de su deber terrestre; / trabaja al sol, procrea, busca sus migas / y es sólo su voz lo que defiende, / porque en el tiempo no es un pájaro / sino un rayo en la noche de su especie, / una persecución sin tregua de la vida / para que el canto permanezca.” Para que el canto permanezca, trabajan los poetas como pájaros y los pájaros son vitales porque “si es musical la fuerza que hace girar el mundo, / no ha habido nunca sino pájaros, / el canto de los pájaros / que nos trae y nos lleva.” Vivimos una época dominada por el mercado y el precio. Así, una mesa está inerme pero viva y no puede hacer nada “contra el costo de las cosas, contra el ateismo de la cena”. El pan y el vino son sagrados, pero el que tengan un precio los desacraliza; la poesía de Montejo nos dice de una manera más delicada lo que nos dice brutalmente este aforismo de Machado:
“todo necio confunde valor y precio”.
De esta confusión nace el ateísmo de nuestra época, contra esta confusión lucha la poesía; revalorando las cosas que en otras sociedades son sagradas y gratuitas:
el tiempo, el aire, el agua...
La terredad de Eugenio Montejo no es materialista. Comprende a la materia pero entre la vela y la llama, el pájaro y su canto, los ojos y la luz, entre el cuerpo y el tiempo, pone el énfasis en la llama, el canto, la luz, el tiempo, pero sobre todo, cree que lo nuestro es: “la nada de donde todo se suspende”. Esto último recuerda la idea de Abel Martín de que la nada y no el todo es la verdadera creación de Dios, y también remite a esta frase del maestro de Montejo, Blas Coll: “La materia reposa en la nada como el hielo en el agua”.
Eugenio Montejo es un creador de poetas y tipógrafos. Blas Coll es su heterónimo, un reformador del lenguaje y las costumbres, un tipógrafo aficionado a las vocales y a la lluvia. Blas Coll es un discípulo tropical del estepario rabino de Carrión, Sem Tob, pero también un miembro del club universal de la literatura oblicua, de la hecha por criaturas poéticas, que nos revela mundos y verdades que en boca de sus autores, bajo su firma, no serían revelados. Montejo sabe que, paradójicamente, para descender al interior de uno mismo hay que apartarse del yo: inventar un personaje. No puedo separar a Eugenio Montejo de Blas Coll, como no puedo separar la literatura oblicua, o al sesgo, de la más directa, pero no puedo tocar aquí por más espacio a este maestro de heterónimos. Nuestro poeta comparte con Octavio Paz a Fernando Pessoa: árbol de árboles, ramificación fantasmal y laberíntica. Sé de buena fuente que Cuadrivio, donde viene el ensayo que nos descubrió a muchos a Fernando Pessoa, ápice de la literatura oblicua, es un libro que Montejo ha releído, como otros del autor de El arco y la lira.
El martes 2 de agosto de 2005, el poeta y ensayista venezolano Eugenio Montejo (Caracas, 1938) recibió el VII Premio Internacional de Poesía y Ensayo Octavio Paz. El galardón, cuyo nombre honra al autor de El laberinto de la soledad, ha sido otorgado a escritores como Gonzalo Rojas, Haroldo de Campo, Tomás Segovia y Juan Goytisolo. En esta oportunidad fue concedido, de forma unánime, por un jurado de 31 poetas.
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