Defensor de las prostitutas. El amor no es ciego
José Antonio Pagola
Jesús se encuentra en casa de Simón, un fariseo que lo ha invitado a comer. Inesperadamente, una mujer interrumpe el banquete. Los invitados la reconocen enseguida. Es una prostituta de la aldea. Su presencia crea malestar y expectación. ¿Cómo reaccionará Jesús? ¿La expulsará para que no contamine a los invitados?
La mujer no dice nada. Está acostumbrada a ser despreciada, sobre todo, en los ambientes fariseos. Directamente se dirige hacia Jesús, se echa a sus pies y rompe a llorar. No sabe cómo agradecerle su acogida: cubre sus pies de besos, los unge con un perfume que trae consigo y se los seca con su cabellera.
La reacción del fariseo no se hace esperar. No puede disimular su desprecio: “Si este fuera profeta, sabría quién es esta mujer y lo que es: una pecadora”. El no es tan ingenuo como Jesús. Sabe muy bien que esta mujer es una prostituta, indigna de tocar a Jesús. Habría que apartarla de él.
Pero Jesús no la expulsa ni la rechaza. Al contrario, la acoge con respeto y ternura. Descubre en sus gestos un amor limpio y una fe agradecida. Delante de todos, habla con ella para defender su dignidad y revelarle cómo la ama Dios: “Tus pecados están perdonados”. Luego, mientras los invitados se escandalizan, la reafirma en su fe y le desea una vida nueva: “Tu fe te ha salvado. Vete en paz”. Dios estará siempre con ella.
Hace unos meses, me llamaron a tomar parte en un Encuentro Pastoral muy particular. Estaba entre nosotros un grupo de prostitutas. Pude hablar despacio con ellas. Nunca las podré olvidar. A lo largo de tres días pudimos escuchar su impotencia, sus miedos, su soledad... Por vez primera comprendí por qué Jesús las quería tanto. Entendí también sus palabras a los dirigentes religiosos: “Os aseguro que los publicanos y las prostitutas entrarán antes que vosotros en el reino de los cielos”.
Estas mujeres engañadas y esclavizadas, sometidas a toda clase de abusos, aterrorizadas para mantenerlas aisladas, muchas sin apenas protección ni seguridad alguna, son las víctimas invisibles de un mundo cruel e inhumano, silenciado en buena parte por la sociedad y olvidado prácticamente por la Iglesia.
Los seguidores de Jesús no podemos vivir de espaldas al sufrimiento de estas mujeres. Nuestras Iglesias diocesanas no pueden abandonarlas a su triste destino. Hemos de levantar la voz para despertar la conciencia de la sociedad. Hemos de apoyar mucho más a quienes luchan por sus derechos y su dignidad. Jesús que las amó tanto sería también hoy el primero en defenderlas
".
EL AMOR NO ES CIEGO
Probablemente, nadie ha planteado con tanta clarividencia como E. Biser el cambio de expectativa que se ha producido en la persona moderna de cara a la religión. Lo que hoy se espera de la fe no es la revelación de «misterios sobrenaturales», ni siquiera -directamente al menos- la salvación que lo arranque del pecado.
Lo que el ser humano de hoy busca en el misterio de Dios es «apoyo, morada y seguridad» para entenderse y vivirse a sí mismo con paz.
Los que se interesan de nuevo por Dios lo hacen desde su necesidad de buscar una salida a su desgarro interior, su soledad y, sobre todo, su pérdida de identidad. Observa el profesor de Munich que la cultura moderna está generando un «vacío interno» que lleva a no pocos a preguntar por Dios. Lo que buscan en él es «suelo firme» para vivir; lo que anhelan es conocer una confianza básica» donde poder sustentarse.
Este nuevo contexto está originando una forma diferente de plantearse la cuestión de Dios. Las nuevas generaciones no se interesan por «las pruebas de la existencia de Dios». Está desapareciendo «la necesidad de probar», que tanto ha obsesionado en años pasados. Lo que, desde su inseguridad y desgarro interior buscan hoy no pocos, es que Dios se les comunique y puedan rastrear, de alguna forma, su presencia amistosa.
Y es aquí donde, de nuevo, cobra toda su importancia y centralidad el «amor a Dios». Se suele decir que el amor es ciego, pero la verdad es que el amor ayuda a percibir en la persona amada lo que se escapa a una mirada indiferente. Así sucede con Dios. Quien se coloca ante él en una actitud de amor confiado comienza a percibirlo de forma diferente. De ahí la importancia del mandato de Jesús, que puede parecer «pura abstracción», pero que es capaz de transformar la historia interior de la persona: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.»
Este amor a Dios es lo primero. Dios habita allí donde se le deja entrar, y la puerta por la que entra en la vida del ser humano es siempre el amor. Por otra parte, éste es el camino para que el hombre moderno, «audaz y desvalido, prepotente y decadente», descubra que es «hijo de Dios» y encuentre ahí su «centro de identificación» (E. Biser).
Estoy convencido de que todo el que mira a Dios, no con mirada indiferente sino con amor confiado, por muy perdido que se sienta o muy indigno que se vea, puede decir desde el fondo de su corazón aquellas palabras de Anselmo de Canterbury:
«¡Qué lejos estoy de ti y qué cerca estás de mí!
¡Cómo escapas a mi mirada y qué presente estoy yo en la tuya!»
Es significativa la escena de Jesús en casa de Simón el fariseo. Este hombre no es capaz de descubrir el misterio encerrado en Jesús. La mujer, sin embargo, pecadora pero con una gran capacidad de amor, intuye que Jesús es su salvador y se acerca a él confiada. Jesús capta lo esencial: esta mujer «tiene mucho amor»; por eso escucha las palabras decisivas: «Tus pecados están perdonados.»
http://creereenti.blogspot.com/2013/06/jose-antonio-pagola-evangelio-16-junio.html
http://www.musicaliturgica.com/0000009a2106d5d04.php
Motivo gráfico: Dino Valis.
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