EL PAÍS, Madrid, 10 de Febrero de 2013
EL NACIONAL - Domingo 17 de Febrero de 2013 Siete Días/6
Ganar batallas, perder la guerra
La ocupación de los territorios palestinos, la política de extender los asentamientos y la pura fuerza militar han fracasado y preludian, a la corta o a la larga, un desastre para Israel
MARIO VARGAS LLOSA
Cada vez que me gana el pesimismo sobre Israel y pienso que la derechización de su sociedad y sus gobiernos son irreversibles y seguirán empujando el país hacia una catástrofe que abrasará todo el Medio Oriente y acaso el mundo entero, algo ocurre que me devuelve la esperanza. Esta vez han sido una conferencia de David Grossman, en el Hay Festival de Cartagena, y el estreno, en Nueva York, en el cinema del Lincoln Plaza un sótano que por su programación, su público y hasta por su olor me recuerda los queridos cinemas de arte parisinos de la rue Champollion del documental The Gatekeepers (Los guardianes), de Dror Moreh.
Ambos testimonios prueban que todavía hay un margen de lucidez y sensatez en la opinión pública de Israel que no se deja arrollar por la marea extremista que encabezan los colonos, los partidos religiosos y Benjamin Netanyahu.
David Grossman no es sólo un excelente novelista y ensayista; también una figura pública que defiende la negociación entre Israel y Palestina, la cree todavía posible y está convencido de que en el futuro ambos Estados pueden no sólo coexistir, sino colaborar en pos del progreso y la paz del Medio Oriente. Habla despacio, con suavidad, y sus argumentos son rigurosos, sustentados en convicciones profundamente democráticas. Fue uno de los seguidores más activos del movimiento Paz Ahora, y ni siquiera su tragedia familiar recientemente padecida la pérdida de un hijo militar, en la última guerra en la frontera del Líbano ha alterado su vocación y su militancia pacifistas. Sus primeros libros incluían muchas entrevistas y relatos de sus conversaciones con los palestinos que a mí me sirvieron de brújula para entender en toda su complejidad las tensiones que recorren a la sociedad israelí desde el nacimiento de Israel. Su conmovedora intervención, durante el Hay Festival, en Cartagena, fue escuchada con unción religiosa por los centenares de personas que abarrotaban el teatro.
El documental del cineasta israelí Dror Moreh es fascinante y no me extraña que haya sido seleccionado entre los candidatos al Oscar en su género. Consiste en entrevistas a los seis ex directores del Shin Bet, el servicio de inteligencia de Israel, es decir, los guardianes de su seguridad interna y externa, quienes, desde la fundación del país, en 1948, han combatido el terrorismo dentro y fuera del territorio israelí, decapitado múltiples conspiraciones de sus enemigos, liquidado a buen número de ellos en atentados espectaculares, y sometido a la población árabe de los territorios ocupados a un escrutinio sistemático y a menudo implacable.
Parece inconcebible que estas seis personas, tan íntimamente compenetradas con los secretos militares más delicados del Estado israelí, hablen con la franqueza y la falta de miramientos con que lo hacen ante las cámaras de Dror Moreh.
Una prueba relevante de que la libertad de opinión y de crítica existe en Israel. (El director de la película ha explicado que, al pasar ésta por la seguridad del Estado, ya que aludía a cuestiones militares, sólo recibió dos ínfimas sugerencias, a las que accedió).
El Shin Bet ha sido muy eficaz impidiendo atentados contra los gobernantes israelíes tramados por terroristas islámicos, pero no pudo atajar el asesinato del primer ministro Yitzhak Rabin, el gestor de los Acuerdos de Paz de Oslo, por un fanático israelí. Eso sí, consiguió evitar el complot de un grupo terrorista de judíos ultrarreligiosos que se proponía dinamitar la Explanada de las Mezquitas o Monte del Templo, lo que sin duda hubiera provocado en todo el mundo musulmán una reacción de incalculables consecuencias.
"Para combatir el terror hay que olvidarse de la moral", dice Avraham Shalom, quien debió renunciar al Shin Bet en 1986 por haber ordenado asesinar a dos palestinos que secuestraron un autobús. Anciano y enfermo, Shalom es uno de los más fríos y destemplados de los seis entrevistados a la hora de describir al Israel de nuestros días. "Nos hemos vuelto crueles", afirma. Y, también, que se ha perdido el idealismo y el optimismo que caracterizaba a los antiguos sionistas.
Los gobiernos de ahora, según él, evitan tomar decisiones de largo aliento. "Ya no hay estrategia, sólo tácticas".
Por su parte, Ami Ayalon, que dirigió el Shin Bet entre 1996 y 2000, lamenta que sus compatriotas no quieran ver ni oír lo que ocurre a su alrededor. "Cuando las cosas se ponen feas dice, lo más fácil es cerrar los oídos y los ojos".
La frase que más me impresionó en todo el documental la dice él mismo: "Ganamos todas las batallas, pero perdemos la guerra". Yo creo que no hay mejor definición de lo que puede ser el futuro de Israel si sus gobiernos no enmiendan la política de intransigencia y de fuerza que ha sido la suya desde el fracaso de las negociaciones con los palestinos de Camp David y Taba.
Contrariamente a lo que se esperaría de estos hombres duros, que han tomado decisiones dificilísimas, a veces sangrientas y feroces, en defensa de su país, ninguno de ellos defiende las posiciones de esa línea fanática y sectaria que encarna el movimiento de los colonos, empeñados en rehacer el Israel bíblico, o el partido del ex ministro de Relaciones Exteriores de Netanyahu, Avigdor Lieberman.
Aunque con matices, los seis, de manera muy explícita, consideran que la ocupación de los territorios palestinos, la política de extender los asentamientos y la pura fuerza militar han fracasado y preludian, a la corta o a la larga, un desastre para Israel. Y que, por ello, este país necesita un gobierno con genuino liderazgo, capaz de retirarse de los territorios ocupados, como Ariel Sharon retiró las colonias de la Franja de Gaza en 2005. Los seis son partidarios de reabrir las negociaciones con los palestinos.
Avraham Shalom, preguntado por Dror Moreh si ese diálogo debería incluir a Hamás, responde: "También". Y apostilla, aunque sin ironía: "Trabajar en el Shin Bet nos vuelve un poco izquierdistas, ya lo ve".
Escuché al director de The Gatekeepers la noche del estreno de su película en Nueva York y las cosas sensatas y valientes que decía se parecían como dos gotas de agua a las que le había oído, unos días antes, en Cartagena, a David Grossman. "¿Qué se puede hacer para que esa opinión pública que no quiere ver ni oír lo que ocurre, se vea obligada a hacerlo?", le preguntó una espectadora. La respuesta de Dror Moreh fue: "El presidente Obama debe actuar".
Su razonamiento es simple y exacto. Estados Unidos es el único país en el planeta que tiene todavía influencia sobre Israel. No sólo por la importante ayuda económica y militar que le presta, sino porque, enfrentándose a veces al mundo entero, sigue apoyándolo en los organismos internacionales, vetando en el Consejo de Seguridad todas las resoluciones que lo afectan, y porque en la sociedad estadounidense las políticas más extremistas del Gobierno israelí cuentan con poderosos partidarios. Conscientes del desprestigio internacional que sus gobiernos le han ganado, de las amonestaciones y condenas frecuentes que recibe de las Naciones Unidas y de organizaciones de derechos humanos debido a la expansión de los asentamientos y su reticencia a abrir negociaciones serias con el Gobierno palestino, Israel se ha ido aislando cada vez más de la comunidad internacional y encerrándose en la paranoia "El mundo nos odia, el antisemitismo triunfa por doquier" y en un numantismo peligroso. Sólo Estados Unidos puede convencer a Netanyahu de que reabra las negociaciones y acelere la constitución de un Estado palestino y de acuerdos que garanticen la seguridad y el futuro de Israel. David Grossman y Dror Moreh lo creen así y con constancia y valentía, en sus campos respectivos, obran para que ello se haga realidad.
Ojalá ellos y los israelíes que piensan todavía como ellos consigan su designio de diálogo y de paz. Yo tengo algunas dudas porque también en Estados Unidos hay muchísima gente que, cuando se trata de Israel, prefiere taparse las orejas y los ojos en vez de encarar la realidad.
EL PAÍS, Madrid, 10 de Enero de 2013
EL NACIONAL - Domingo 20 de Enero de 2013 Siete Días/6
Apogeo y decadencia de Occidente
Niall Ferguson sostiene que la promoción del pañuelo y el velo islámicos no es una moda más, sino forma parte de una agenda cuyo objetivo último es limitar los derechos de la mujer
MARIO VARGAS LLOSA
En su ambicioso libro Civilización: Occidente y el resto, Niall Ferguson expone las razones por las que, a su juicio, la cultura occidental aventajó a todas las otras y durante quinientos años tuvo un papel hegemónico en el mundo y contagió a las demás con parte de sus usos, métodos de producir riqueza, instituciones y costumbres. Y, también, por qué ha ido luego perdiendo brío y liderazgo de manera paulatina al punto de que no se puede descartar que en un futuro previsible sea desplazada por la pujante Asia de nuestros días encabezada por China.
Seis son, según el profesor de Harvard, las razones que instauraron aquel predominio: la competencia que atizó la fragmentación de Europa en tantos países independientes; la revolución científica, pues todos los grandes logros en matemáticas, astronomía, física, química y biología a partir del siglo XVII fueron europeos; el imperio de la ley y el gobierno representativo basado en el derecho de propiedad surgido en el mundo anglosajón; la medicina moderna y su prodigioso avance en Europa y Estados Unidos; la sociedad de consumo y la irresistible demanda de bienes que aceleró de manera vertiginosa el desarrollo industrial, y, sobre todo, la ética del trabajo que, tal como lo describió Max Weber, dio al capitalismo en el ámbito protestante unas normas severas, estables y eficientes que combinaban el tesón, la disciplina y la austeridad con el ahorro, la práctica religiosa y el ejercicio de la libertad.
El libro es erudito y a la vez ameno, aunque no excesivamente imparcial, pues privilegia los aportes anglosajones y, por ejemplo, ningunea los franceses, y acaso sobrevalora los efectos positivos de la Reforma protestante sobre los católicos y los laicos en el progreso económico y cívico del Occidente. Pero tiene muchos aspectos originales, como su tesis según la cual la difusión de la forma de vestir occidental por todo el mundo fue inseparable de la expansión de un modo de vida y de unos valores y modas que han ido homogenizando al planeta y propulsando la globalización. Por eso, con argumentos muy convincentes Niall Ferguson sostiene que la promoción del pañuelo y el velo islámicos no es una moda más, sino forma parte de una agenda cuyo objetivo último es limitar los derechos de la mujer y conquistar una cabecera de playa para la instauración de la sharia.
Así ocurrió en Irán tras la Revolución de 1979 cuando los ayatolás emprendieron la campaña indumentaria contra lo que llamaban la "occidentoxicación" y así comienza a ocurrir ahora en Turquía, aunque de manera más lenta y solapada.
Ferguson defiende la civilización occidental sin complejos ni reticencias pero es muy consciente del legado siniestro que también constituye parte de ella la Inquisición, el nazismo, el fascismo, el comunismo y el antisemitismo, por ejemplo, pero algunas de sus convicciones son difíciles de compartir.
Entre ellas la de que el imperialismo y el colonialismo, haciendo las sumas y las restas, y sin atenuar para nada las matanzas, saqueos, atropellos y destrucción de pueblos primitivos que causaron, fueron más positivos que negativos, pues hicieron retroceder la superstición, prácticas y creencias bárbaras e impulsaron procesos de modernización. Tal vez esto valga para algunas regiones específicas y ciertos tipos de colonización, como los que experimentó la India, pero difícilmente sería válido en el caso de otros países, digamos del Congo, cuya anarquía y disgregación crónicas derivan en gran parte de la ferocidad de la explotación y del genocidio de sus comunidades que impuso el colonialismo belga.
El libro dedica muchas páginas a describir la fascinante transformación de la China colectivista y maoísta del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural de Mao Tse-tung a la que impulsó Deng Xiaoping, la de un capitalismo a marchas forzadas que abre mercados, estimula las inversiones extranjeras y la competencia industrial, permite el crecimiento de un sector económico no público y de la propiedad privada, pero conserva el autoritarismo político. Al igual que la Inglaterra de la Revolución industrial que estudió Max Weber, el profesor Ferguson destaca el poco conocido papel que ha desempeñado también en China, a la vez que su economía se disparaba y batía todos los récords históricos de progreso estadístico, el desarrollo del cristianismo, en especial el de las iglesias protestantes. Las cifras que muestra en el caso concreto de la ciudad de Wenzhou, provincia de Zhejiang, la más emprendedora de China, son impresionantes. Hace 30 años había una treintena de iglesias protestantes y ahora hay 1.339 aprobadas por el Gobierno (y muchas otras no reconocidas). Llamada "la Jerusalén china", en Wenzhou buen número de empresarios emergentes asumen abiertamente su condición de cristianos reformados y la asocian estrechamente a su trabajo. La entrevista que celebra Ferguson con uno de estos prósperos "jefes cristianos" de Wenzhou, llamado Hanping Zhang, uno de los mayores fabricantes de bolígrafos y estilográficas del mundo, es sumamente instructiva.
Aunque no lo dice explícitamente, todo el contenido de Civilización: Occidente y el resto deja entrever la idea de que el formidable progreso económico de China irá abriendo el camino a la democracia política, pues, sin la diversidad, la libre investigación científica y técnica y la permanente renovación de cuadros y equipos que ella estimula, su crecimiento se estancaría y, como ha ocurrido con todos los grandes imperios no occidentales del pasado Ferguson ofrece una apasionante síntesis de esa constante histórica, se desplomaría. Si eso ocurre, el liderazgo que la civilización occidental ha tenido por cinco siglos habrá terminado y en lo sucesivo serán China y un puñado de países asiáticos los que asumirán el papel de naves insignias de la marcha del mundo del futuro.
Las críticas de Niall Ferguson al mundo occidental de nuestros días son muy válidas. El capitalismo se ha corrompido por la codicia desenfrenada de los banqueros y las élites económicas, cuya voracidad, como demuestra la crisis financiera actual, los ha llevado incluso a operaciones suicidas, que atentaban contra los fundamentos mismos del sistema. Y el hedonismo, hoy día valor incontestado, ha pasado a ser la única religión respetada y practicada, pues las otras, sobre todo el cristianismo, tanto en su variante católica como protestante, se encoge en toda Europa como una piel de zapa y cada vez ejerce menos influencia en la vida pública de sus naciones. Por eso la corrupción cunde como un azogue y se infiltra en todas sus instituciones. El apoliticismo, la frivolidad, el cinismo, reinan por doquier en un mundo en el que la vida espiritual y los valores éticos conciernen sólo a minorías insignificantes.
Todo esto tal vez sea cierto, pero en el libro de Niall Ferguson hay una ausencia que, me parece, contrarrestaría mucho su elegante pesimismo. Me refiero al espíritu crítico, que, en mi opinión, es el rasgo distintivo principal de la cultura occidental, la única que, a lo largo de su historia, ha tenido en su seno acaso tantos detractores e impugnadores como valedores, y entre aquellos, a buen número de sus pensadores y artistas más lúcidos y creativos. Gracias a esta capacidad de despellejarse a sí misma de manera continua e implacable, la cultura occidental ha sido capaz de renovarse sin tregua, de corregirse a sí misma cada vez que los errores y taras crecidos en su seno amenazaban con hundirla.
A diferencia de los persas, los otomanos, los chinos, que, como muestra Ferguson, pese a haber alcanzado altísimas cuotas de progreso y poderío, entraron en decadencia irremediable por su ensimismamiento e impermeabilidad a la crítica, Occidente mejor dicho, los espacios de libertad que su cultura permitía tuvo siempre en sus filósofos, en sus poetas, en sus científicos y, desde luego, en sus políticos a feroces impugnadores de sus leyes y de sus instituciones, de sus creencias y de sus modas. Y esta contradicción permanente, en vez de debilitarla, ha sido el arma secreta que le permitía ganar batallas que parecían ya perdidas.
¿Ha desaparecido el espíritu crítico en la frívola y desbaratada cultura occidental de nuestros días? Yo terminé de leer el libro de Niall Ferguson el mismo día que fui al cine, aquí en New York, a ver la película Zero Dark Thirty, de Kathryn Bigelow, extraordinaria obra maestra que narra con minuciosa precisión y gran talento artístico la búsqueda, localización y ejecución de Osama bin Laden por la CIA. Todo está allí: las torturas terribles a los terroristas para arrancarles una confesión; las intrigas, las estupideces y la pequeñez mental de muchos funcionarios del Gobierno; y también, claro, la valentía y el idealismo con que otros, pese a los obstáculos burocráticos, llevaron a cabo esa tarea. Al terminar este film genial y atrozmente autocrítico, los centenares de neoyorquinos que repletaban la sala se pusieron de pie y aplaudieron a rabiar; a mi lado, había algunos espectadores que lloraban. Allí mismo pensé que Niall Ferguson se equivocaba, que la cultura occidental tiene todavía fuelle para mucho rato.
EL PAÍS, Madrid, 27 de Enero de 2013
EL NACIONAL - Domingo 03 de Febrero de 2013 Siete Días/8
Alumbramiento en agosto
En los grandes centros de la civilización occidental, como la propia sociedad estadounidense, la religión sirve todavía de refugio a fanáticos e intolerantes
MARIO VARGAS LLOSA
Sólo hay un placer más grande que leer una obra maestra y es releerla. William Faulkner escribió Light in August en seis meses, entre agosto de 1931 y febrero de 1932 y sólo hizo unas pocas enmiendas al corregir las pruebas, algo que maravilla dada la complejidad de la estructura y la perfección de la prosa con que está escrita la novela, sin un solo desfallecimiento de principio a fin. Se tradujo al español como Luz de agosto pero, ahora que acabo de leerla de nuevo, luego de dos o tres décadas, tiendo a dar la razón a quienes piensan que acaso hubiera sido más justo llamarla en nuestro idioma "Alumbramiento en agosto".
Porque el nacimiento del niño de Lena Grove y el borrachín, vago y canallita Lucas Burch, que ocurre en el corazón del verano sureño y que trae al mundo con sus manos el reverendo Hightower, es un hecho central del que arrancan o con el que coinciden hechos capitales de la historia, una de las más deslumbrantes y violentas de la saga de Yoknapatawpha County.
El mundo al que viene a habitar esta desamparada criatura, pese a estar como en los márgenes de la civilización, una tierra pobre, antigua, aislada y salvaje, se parece mucho al de nuestros días, porque está devastado como el de hoy por el fanatismo religioso, los prejuicios raciales, el despotismo y una falta de solidaridad que hace vivir a los seres humanos en el miedo y la soledad y los empuja a menudo a la locura.
No son la política ni la codicia lo que más envenena la vida de las gentes en la sociedad donde el mulato Joe Christmas padece la maldad de los otros e inflige la suya a los demás, sobre todo a las mujeres, sino la religión. Es verdad que Christmas no muere asesinado y castrado por un pastor sino por el ultranacionalista y patriota Percy Grimm, convencido de que "la raza blanca es superior a todas las otras y la de América superior a todas las otras razas blancas", pero igual hubiera podido asesinarlo y castrarlo su propio abuelo, el viejo Doc Hines, que iba a predicar a las iglesias de la gente de color sus convicciones racistas y, en vez de ser linchado por ellas, fue respetado y alimentado por los negros asustadizos y reverentes que lo escuchaban y le creían. La esclavitud ha sido abolida en el condado, pero no la mentalidad que la sostenía y que sigue vigente, en las costumbres, en el lenguaje cotidiano, en el desprecio y la marginación de los blancos sobre todo de las blancas que socializan con los negros como si fueran seres humanos, y los linchamientos a quienes osan transgredir las invisibles pero estrictas fronteras raciales que regulan la vida.
El padre adoptivo de Joe Christmas, que lo rescata del orfanato donde lo abandonó el abuelo, el fanático Mr. McEachern, le hace aprender el catecismo a latigazos y quiere, además, inculcarle que Dios creó a la mujer esa Jezabel para tentar al hombre, hacerlo pecar y condenarse al infierno, una idea generalizada entre los pobladores de Jefferson, la capital del condado, de la que participa incluso uno de los personajes menos repelentes del lugar, el reverendo Hightower, quien trata por todos los medios de impedir que el buenazo de Byron Bunch se case con la madre soltera (en otras palabras, pecadora) Lena Grove. El horror a las mujeres del extraordinario Hightower, que, antes de ser expulsado de la parroquia presbiteriana que regentaba, solía mezclar en sus sermones las alegorías bíblicas con una carga de caballería en la que participó su abuelo durante la guerra civil, se acentuó con su matrimonio: estuvo casado con una mujer que escapaba los fines de semana a Menfis para prostituirse y terminó suicidándose.
Al igual que la religión, el sexo es en el mundo puritano de Faulkner algo que atrae y espanta al mismo tiempo, una manera de desfogarse de ciertos humores destructivos que turban la conciencia, de ejercer el dominio y la fuerza contra el más débil, de abandonarse al instinto con la brutalidad ciega de los animales en celo. Nadie goza haciendo el amor, nadie siente el sexo como una manera de enriquecer la relación con su pareja y vivir así una experiencia que exalta el cuerpo y el espíritu. Por el contrario, al igual que Joe Christmas, que hace pagar en la cama a las mujeres que se acuestan con él las humillaciones y vejaciones que ha recibido y el rencor que tiene empozado en el alma, el ayuntamiento sexual es en este mundo de fornicantes reprimidos y tortuosos una manera de vengarse, de hacer sufrir al otro, de inmolarse en la vergüenza y en la culpa. Cuando Percy Grimm lleva a cabo la mutilación del mulato, simbólicamente se automutila, que es lo que, en el fondo sucio de sus corazones, quisieran hacer todos esos puritanos de Yoknapatawpha horrorizados de tener urgencias sexuales y convencidos de que por ellas arderán por la eternidad.
¿Por qué nos hechiza de esta manera un mundo en el que hay tanta gente malvada y estúpida que usa la religión para justificar sus inclinaciones perversas y sus taras y prejuicios? Es verdad que, entre esa muchedumbre de pobres diablos despreciables, aparecen también algunas personas sanas y bien intencionadas, como Byron Bunch o la propia Lena Grove, pero incluso ellas parecen ser buenas gentes más por cándidas o tontas que por generosidad, convicción y principios.
La fugaz aparición del cultivado Gavin Stevens, héroe de tantas aventuras y desventuras de la saga faulkneriana, reconcilia al lector por un momento con esa fauna de seres tan horribles.
¿Por qué el hechizo, pues? Porque el genio de Faulkner, como el de Dostoievski, a quien tanto se parece en sus obsesiones y en la creación de personajes desorbitados, ha sido capaz de construir una historia, en la que se muestra sobre todo la dimensión más siniestra y vil de la condición humana, con tanta astucia, sabiduría y elegancia que, en ella, esta valencia estética, su belleza verbal, la sutileza con que se silencian ciertos datos para infundirles ambigüedad y misterio, la sabia reconstitución del tiempo, el escudriñamiento acerado de los laberintos psicológicos que mueven las conductas, redimen y justifican el horror de lo que se cuenta. Y generan la tensión, el alelamiento, las intensas emociones y el trance psíquico que experimenta el lector. Esas son las magias y milagros de la gran literatura. De ese baño de mugre salimos conmovidos, turbados, sensibilizados y mejor instruidos sobre lo que somos y hacemos. Ahora bien, ¿de veras somos así, esas basuras ambulantes? ¿Es la vida esa cosa tan terrible? No exactamente. Esa es sólo una parte de la verdad humana, que ha servido de materia prima al que cuenta para fantasear una mitología sesgada y soberbia de la vida. Hay otra, felizmente, que no aparece en esa radiografía parcial y mítica concebida con tanto maquiavelismo y destreza por el gran novelista norteamericano.
La literatura no documenta la realidad, la transforma y adultera para completarla añadiéndole aquello que, en la vida vivida, sólo se experimenta gracias al sueño, los deseos y a la fantasía.
Pero el pesimismo de Faulkner nunca se aleja demasiado de lo real. El sur profundo no es hoy lo que era cuando él lo vivió. Hoy mismo, Barack Obama, un presidente negro, juramenta por segunda vez en Washington en el día en que todo Estados Unidos recuerda a Martin Luther King como un héroe nacional indiscutido. Los prejuicios raciales, aunque no hayan desaparecido, tienden a declinar, y, al igual que la discriminación de la mujer, se enmascaran y disimulan porque hay una moral y una legalidad que los rechazan. En este sentido, la sociedad norteamericana ha avanzado más rápido que otras, que progresan a paso de tortuga, o retroceden.
Pero el mundo de nuestros días sigue siendo faulkneriano en lo que concierne a la religión.
En los grandes centros de la civilización occidental, como la propia sociedad estadounidense, la religión sirve todavía de refugio a fanáticos e intolerantes que quisieran detener la historia y hacerla regresar al oscurantismo aboliendo a Darwin y reemplazando la teoría de la evolución por el "diseño inteligente divino", y no se diga en otras regiones del mundo, como Israel o los países musulmanes, donde, en nombre de un Dios justiciero e implacable, como el que truena a través de las bocas de los pastores en las iglesias de Jefferson, se justifican los despojos territoriales, la discriminación de la mujer y de las minorías sexuales y hasta los asesinatos y torturas de los adversarios. En The New York Times de hace pocos días leí la historia, en Afganistán, de una jovencita de 16 años que, por rehusar casarse con el viejo que la negoció con su padre, luce la cara desfigurada a cuchillazos por su hermano mayor, que de esta manera lavó el honor de la familia. La nota añade que en los últimos meses varias decenas de jóvenes afganas han sido asesinadas o mutiladas por sus propios padres o hermanos por razones parecidas.
Ochenta años después de publicada Light in August, buena parte del mundo se empeña todavía en parecerse a la pequeña sociedad apocalíptica de verdugos, víctimas y desquiciados mentales que Faulkner fantaseó en esta formidable novela.
Ilustraciones: Fernando Vicente (EP) y Ugo (EN).
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