Culto de masas
Luis Barragán
La implacable maquinaria propagandística y publicitaria del régimen, generosamente financiada, ideó y perfeccionó una poderosa movilización mística que, ahora, enflaquece por la torpeza de los sacerdotes que dicen oficiarla en mero resguardo de la deidad: Chávez Frías, ausente, luce insustituible. Maduro y Cabello procuran captar las pasiones de una Iglesia que todavía tiene dueño, desatando la ira hacia quienes poco o nada tienen que ver con sus procesiones
Sentimos que el culto a la personalidad, políticamente viable, no se explica sin la propia presencia física y providencial del beneficiario, pues, indelegable, por más obispos que se deseen presidiendo los altares del inevitable conflicto doméstico, lo único que cabe es la resurrección. Y ésta, hasta nuevo aviso, resulta incompatible con la reencarnación.
Digamos, una deidad sucede a otra. El secretísimo XX Congreso del PCUS, así lo reconoció, abriendo una pugna sangrienta en la intimidad de la casa, porque ninguno de los pretendientes gozaba de la legitimidad y majestad suficientes para gobernar en nombre del espectro de Stalin, sacratísima representación de la revolución, por lo que debían – inaugurando otra era – gobernar en su propio nombre, tal como ocurrió con los herederos de Mao, Ho Chi Ming y Kim Il Sung, aunque en el caso norcoreano la relación de consaguinidad los relevó de toda acrobacia teológica, al igual que ocurrirá en Cuba de permanecer la dictadura.
Entendemos, el culto a la personalidad ha de ser de masas, hallando y agigantando un mito, generando la clerecía correspondiente y el terror necesario para evidenciar sus victorias frente al mal que siempre acecha. Requisitos cumplimentados por una intensa propaganda y la liquidación física de los adversarios, aunque la más reciente contemporaneidad convierte el esfuerzo publicitario en una vasta operación de guerra psicológica, y – evitando la condena internacional – procura la pulverización moral y civil de los que convierte en reos de delitos ordinarios.
El problema está en los clérigos sorprendidos que confunden el inevitable papel de mandaderos con la dignidad obispal alcanzada, pues, ausente la deidad, deben interpretarla adecuadamente, temiendo un fiero regreso, o atreverse al efectivo reemplazo de quien supusieron inmortal. Circunstancia ésta que comporta grandes riesgos, no tanto por la reaparición en la que preventivamente invierten sus mejores y visibles preces, sino por la pelea misma que toda la casta sacerdotal escenifica, aún en la prudente confidencialidad de un congreso, convertida la supervivencia en una apuesta adicional.
Claro está, los presbíteros serán los únicos que celebrarán la vuelta, callando el resto de la arquidiócesis ante una estafa escatológica, como esgrimirá el más avisado y despierto. A la postre, comprenderán que el culto de masas necesita de tamaño combustible simbólico, porque no se trata de la sencilla adhesión a proyecto de salvación, sino del complejo acceso al salvador que, por si fuese poco, concede identidad y, fuera de ella, están esperando los precipicios de la maldad.
Comprendidas las distancias, cuán inocente era la devoción de la que hacía gala Victorino Márquez Bustillos, Presidente Provisional de la República, porque se contentaba con iluminar su casa de habitación para halagar a Juan Vicente Gómez, el titular. En uno de sus libros, Manuel Caballero olvidó el perfeccionamiento decembrino del que hizo gala en las artes decorativas, asombrado por una pequeña muestra carnestolenda, en 1916: posiblemente, el provisorio estuvo convencido que no tenía ocasión ante Juancho, José Vicente o Alí Gómez, aunque muy luego quedaría anonadado frente a Eleazar López Contreras, con el que no pudo Eustoquio Gómez.
La de hoy, no es mera lealtad, porque el culto de masas acarrea consecuencias. Y, frecuentemente, vale muchísimo rezar por el impredecible curso de la historia.
Fotografía: El Nuevo Diario, Caracas, 20/12/1916.
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