Estupefacciones del Capitolio Federal
Luis Barragán
Faltando una sede estable, el parlamento venezolano llegó a sesionar en casas – incluso – particulares. Los caraqueños asistieron a dos etapas importantes, como fue la propia construcción del Capitolio Federal en el siglo XIX, y la transformación de sus entornos en la centuria siguiente.
Dos etapas que son las del asombro del caraqueño, pues, comparada con el presente, era – en una y otra centuria – una urbe pequeña, aunque paradójicamente grande porque la Venezuela de entonces tenía más pueblos y caseríos que ciudades propiamente dichas. Las casas sólidas y suntuosas, las menos, contrastaban con la mayoría de aquellas que, apenas, sobrevivieron a terremotos como el devastador de 1812 o el de 1900. De modo que, hasta por la amplitud de los nuevos inmuebles, la osadía de cubrir tantos metros cuadrados, sorprendía a los habitantes de la capital, como a sus visitantes, acostumbrados a los riachuelos: los del agua que fluía por doquier, en tímidas cascadas de un valle inclinado, como por la estrechez de sus múltiples calles.
Una etapa
Cuando el Presidente Antonio Guzmán Blanco acometió la empresa de transformar urbanísticamente a Caracas, una de las obras de mayor significación institucional y arquitectónica fue el Capitolio Federal que, por cierto, además de sus hemiciclos, salones y hermosa jardinería, era un complejo de oficinas donde el mismísimo Estado concentraba sus más diversos despachos. Por ello, hoy, causará cierta fascinación que haya entradas y despachos señalados para las consabidas tres ramas clásicas del Poder Público: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. La sola concentración, en un mismo lugar, de los órganos que ahora requieren de oficinas e instalaciones propias y de mayores dimensiones, nos da una idea de la modestia del país hacia el siglo XIX.
La edificación del Capitolio Federal comenzó por 1872, inaugurada parcialmente a principios del año siguiente, hasta culminar en 1877, bajo la responsabilidad del arquitecto Luciano Urdaneta, quien lo concibió y diseñó, auxiliado por los ingenieros Manuel María Urbaneja, Juan Hurtado Manrique y Roberto García. Reemplazó al Convento de las Reverendas Madres de la Inmaculada Concepción que, ya lo sabemos, ejemplificó las difíciles relaciones del Presidente Guzmán Blanco con la Iglesia Católica.
Estupefacto, el caraqueño informado no digería muy bien el costo total de la obra en un país depauperado y endeudado que, por supuesto, levantó la protesta de una oposición de difícil supervivencia, a través de sus periódicos, manifiestos y panfletos. Una inversión que superó los 200 mil bolívares de aquella época, destinada a darle sede a los gobernantes, parlamentarios y jueces de levita y pumpá, no despertaba en demasía el entusiasmo.
Además de suscitar la indignación del clero, provocando el malestar de los más creyentes de la comunidad de católicos, quizá previendo algún castigo divino, la construcción e inauguración, revela otra estupefacción. Un edificio enorme que le daba protagonismo y anchura a la calle ubicada entre las esquinas de La Bolsa y San Francisco, donde Guzmán Blanco erigió una de sus más célebres estatuas ecuestres, constituyó la inevitable atracción, orgullo y animación de los residentes del casco central, y de los visitantes de las parroquias foráneas, del interior del país y del extranjero. El estilo neoclásico del resistente complejo construido en tiempo récord, contrastaba con la humildad de la ciudad, por añadidura, explicada por sus haciendas aledañas. La prensa de la época, por lo menos, la todavía accesible, reporta también la curiosidad y admiración que despertó la obra.
La otra etapa
Afortunadamente conservada, pues, otros gobernantes pudieron decidir la sustitución total o parcial de la obra, habida cuenta de las dictaduras que sufrimos y, ya en el siglo XX, por la generosidad de los ingresos petroleros que, en nombre de la modernización. pulverizó casas de un inmenso valor histórico, el Capitolio Federal adquiere una estelaridad sin precedentes, cónsona con lo que, expertos historiadores y politólogos, entienden como el fenómeno de la masificación de los hechos políticos en Venezuela. Ya la política no es asunto de una logia de caballeros, sino – con la aparición de los partidos – responde a los intereses y manifestaciones populares que serán encausados o reprimidos, pero que no retrocederán jamás a lo que decidan las muy estrechas élites. Sin embargo, a los fines del presente texto, no interesa tanto el dato político que, muy bien trata, una obra de consulta obligatoria: “El Capitolio de Caracas”, de Manuel Alfredo Rodríguez (1974).
A finales de los cuarenta del siglo XX, honrando planes y proyectos que también datan del decenio anterior, la estupefacción caraqueña será la de una rápida transformación de los alrededores de la sede ya exclusiva del Poder Legislativo. Comienzan las demoliciones de los inmuebles emblemáticos de la ciudad, como el otrora lujoso Hotel Majestic y la pulverización de la que fue casa de Francisco de Miranda, en las cercanías.
En menos de una generación, resulta empeñecido el ya viejo inmueble, y los caraqueños dirigen su mirada, entrado los cincuenta, a las portentosas torres de El Silencio, las del complejo llamado Centro Simón Bolívar, mientras que el Capitolio Federal exhibe el asedio del tránsito automotor en sus costados. Tardará algunas décadas más la “bulevarización” de sus alrededores, y mientras tanto hay un triple tejido de sus vecindades: el de los peatones que trabajan o realizan sus inaplazables diligencias, acudiendo a los teatros y salas de cine que están en la calle oeste que da hacia la esquina de Padre Sierra, o deben acudir al cuartel de policía que está en la calle este que da hacia la esquina de Las Monjas; el de los automóviles, acaso los supervivientes coches a caballo que venden frutas o efímeros y cambiantes buhoneros que ofrecen sus mercancías, aparcados cómodamente, quizá con placas oficiales para desafiar a los agentes policiales; y, no olvidemos, el tendido eléctrico que trenzaba los postes tupidamente por doquier en la renaciente metrópoli, dejando atrás el cableado que servía a los tranvías.
Obviamente, los nuevos edificios cercanos y la ampliación de las que hoy conocemos como las avenidas Universidad y Urdaneta, ilustran la facilidad del acceso hacia el Capitolio Federal en las postrimerías de la década de los cincuenta. Sin embargo, quedaría pasmado o patidifuso el caraqueño del siglo XIX que visitó la obra de Luciano Urdaneta, tan rústico y limpio su entorno, pues el grueso de la población ahora ya no se mueve como antes en el casco histórico, entre otros motivos, porque hay una mayor desconcentración de las dependencias gubernamentales y tribunalicias hacia el este de Caracas, donde realizar sus diligencias, por no mencionar las casas de comercio, los consultorios médicos o los lugares de esparcimiento y recreación.
Dos etapas para la sede del Capitolio Federal que ha resistido distintos sismos de considerable gravedad, incluyendo los de naturaleza política. La obra de Guzmán Blanco hace de testigo silencioso de un historial, ventanas adentro y ventanas afuera, que es el de la ciudad que le dio acogida, como sorpresa final, respetando milagrosamente el inmueble.
Fotografía: Originalmente aportada por Carlos Calachica al grupo Caracas en Retrospectiva / Facebook, la imagen fue tomada en un viaje realizado a Venezuela en el año 1948, por uno de los grandes fotógrafos Holandeses del siglo XX llamado Willem Van De Poll (Amsterdam, 13 de Abril de 1895 + 10 de Diciembre de 1970),
Fuente: http://mariafsigillo.blogspot.com/2013/02/el-capitolio-federal.html
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