domingo, 10 de febrero de 2013

PESCADORES DE HOMBRES

DOMINGO 5º DEL TIEMPO ORDINARIO /C
Lc 5, 1-11
La fuerza del Evangelio Error nefasto. Reconocer el pecado
José Antonio Pagola

LA FUERZA DEL EVANGELIO

El episodio de una pesca sorprendente e inesperada en el lago de Galilea ha sido redactado por el evangelista Lucas para  infundir aliento a la Iglesia cuando experimenta que todos sus esfuerzos por comunicar su mensaje fracasan. Lo que se nos dice es muy claro: hemos de poner nuestra esperanza en la fuerza y el atractivo del Evangelio.
El relato comienza con una escena insólita. Jesús está de pie a orillas del lago, y "la gente se va agolpando a su alrededor para oír la Palabra de Dios". No vienen movidos por la curiosidad. No se acercan para ver prodigios. Solo quieren escuchar de Jesús la Palabra de Dios.
No es sábado. No están congregados en la cercana sinagoga de Cafarnaún para oír las lecturas que se leen al pueblo a lo largo del año. No han subido a Jerusalén a escuchar a los sacerdotes del Templo. Lo que les atrae tanto es el Evangelio del Profeta Jesús, rechazado por los vecinos de Nazaret.
También la escena de la pesca es insólita. Cuando de noche, en el tiempo más favorable para pescar, Pedro y sus compañeros trabajan por su cuenta, no obtienen resultado alguno. Cuando, ya de día, echan las redes confiando solo en la Palabra de Jesús que orienta su trabajo, se produce una pesca abundante, en contra de todas sus expectativas.
En el trasfondo de los datos que hacen cada vez más patente la crisis del cristianismo entre nosotros, hay un hecho innegable: la Iglesia está perdiendo de modo imparable el poder de atracción y la credibilidad que tenía hace solo unos años.
Los cristianos venimos experimentando que nuestra capacidad para transmitir la fe a las nuevas generaciones es cada vez menor. No han faltado esfuerzos e iniciativas. Pero, al parecer, no se trata solo ni primordialmente de inventar nuevas estrategias.
Ha llegado el momento de recordar que en el Evangelio de Jesús hay una fuerza de atracción que no hay en nosotros.
Esta es la pregunta más decisiva: ¿Seguimos "haciendo cosas" desde un Iglesia que va perdiendo atractivo y credibilidad, o ponemos todas nuestras energías en recuperar el Evangelio como la única fuerza capaz de engendrar fe en los hombres y
mujeres de hoy?
¿No hemos de poner el Evangelio en el primer plano de todo? Lo más importante en estos momentos críticos no son las doctrinas elaboradas a lo largo de los siglos, sino la vida y la persona de Jesús. Lo decisivo no es que la gente venga a tomar parte en nuestras cosas sino que puedan entrar en contacto con él. La fe cristiana solo se despierta cuando las personas escubren el fuego de Jesús.
Señor, soy pecador.

ERROR NEFASTO

Está muy extendida la idea de que la culpa es algo introducido por la religión. Muchos piensan que si Dios no existiera, desaparecería totalmente el sentimiento de culpa, pues no habría mandamientos y cada uno podría hacer lo que quisiera.
Nada más lejos de la realidad. La culpa no es algo inventado por los creyentes, sino una experiencia universal que vive todo hombre, como lo ha recordado con insistencia la filosofía moderna. Creyentes y ateos, todos nos enfrentamos a esta realidad dramática: nos sentimos llamados a hacer el bien pero, una y otra vez, hacemos el mal.
Lo propio del creyente es que vive la experiencia de la culpa ante Dios. Pero, ¿ante qué Dios? Si el creyente se siente culpable ante la mirada de un Dios resentido e implacable, nada hay en el mundo más culpabilizador y destructor. Si, por el contrario, experimenta a Dios como alguien que nos acompaña con amor, siempre dispuesto a la comprensión y la ayuda, es difícil pensar en algo más luminoso, sanante y liberador.
Pero, ¿cuál es la actitud real de Dios ante nuestro pecado? No es tan fácil responder a esta pregunta. En el Antiguo Testamento se da un largo proceso que, a veces, los creyentes no llegan a captar. «Todavía queda mucho camino hasta que comprendamos o adivinemos que la cólera de Dios es solamente la tristeza de su amor».
Pero resulta todavía más deplorable que bastantes cristianos no lleguen nunca a captar con gozo al Dios de perdón y de gracia revelado en Jesucristo. ¿Cómo ha podido irse formando, después de Jesucristo, esa imagen de un Dios resentido y culpabilizador? ¿Cómo no trabajar con todas las fuerzas para liberar a la gente de tal equívoco?
No pocas personas piensan que el pecado es un mal que se le hace a Dios, el cual «impone» los mandamientos porque le conviene a él; por eso castiga al pecador. No terminamos de comprender que el único interés de Dios es evitar el mal del hombre. Y que el pecado es un mal para el hombre, y no para Dios. Lo explicaba hace mucho santo Tomás de Aquino: «Dios es ofendido por nosotros sólo porque obramos contra nuestro propio bien. »
Quien, desde la culpa, sólo mira a Dios como juez resentido y castigador, no ha entendido nada de ese Padre cuyo único interés somos nosotros y nuestro bien. En ese Dios en el que no hay absolutamente nada de egoísmo ni resentimiento, sólo cabe ofrecimiento de perdón y de ayuda para ser más humanos. Somos nosotros los que nos juzgamos y castigamos rechazando su amor.
La escena que nos describe Lucas es profundamente significativa. Simón Pedro se arroja a los pies de Jesús, abrumado por sus sentimientos de culpa e indignidad: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.»
La reacción de Jesús, encarnación de un Dios de amor y perdón, es conmovedora: «No temas. Desde ahora, serás pescador de hombres.»

RECONOCER EL PECADO

El relato de "la pesca milagrosa" en el lago de Galilea fue muy popular entre los primeros cristianos. Varios evangelistas recogen el episodio, pero sólo Lucas culmina la narración con una escena conmovedora que tiene por protagonista a Simón Pedro, discípulo creyente y pecador al mismo tiempo.
Pedro es un hombre de fe, seducido por Jesús. Sus palabras tienen para él más fuerza que su propia experiencia. Pedro sabe que nadie se pone a pescar al mediodía en el lago, sobre todo si no ha capturado nada por la noche. Pero se lo ha dicho Jesús y Pedro confía totalmente en él: «Apoyado en tu palabra, echaré las redes».
Pedro es, al mismo tiempo, un hombre de corazón sincero. Sorprendido por la enorme pesca obtenida, «se arroja a los pies de Jesús» y con una espontaneidad admirable le dice: «Apártate de mí, que soy pecador». Pedro reconoce ante todo su pecado y su absoluta indignidad para convivir de cerca con Jesús.
Jesús no se asusta de tener junto a sí a un discípulo pecador. Al contrario, si se siente pecador, Pedro podrá comprender mejor su mensaje de perdón para todos y su acogida a pecadores e indeseables. «No temas. Desde ahora, serás pescador de hombres». Jesús le quita el miedo a ser un discípulo pecador y lo asocia a su misión de reunir y convocar a hombres y mujeres de toda condición a entrar en el proyecto salvador de Dios.
¿Por qué la Iglesia se resiste tanto a reconocer sus pecados y confesar su necesidad de conversión? La Iglesia es de Jesucristo, pero ella no es Jesucristo. A nadie puede extrañar que en ella haya pecado. La Iglesia es "santa" porque vive animada por el Espíritu Santo de Jesús, pero es "pecadora" porque no pocas veces se resiste a ese Espíritu y se aleja del evangelio. El pecado está en los creyentes y en las instituciones; en la jerarquía y en el pueblo de Dios; en los pastores y en las comunidades cristianas. Todos necesitamos conversión.
Es muy grave habituarnos a ocultar la verdad pues nos impide comprometernos en una dinámica de conversión y renovación. Por otra parte, ¿no es más evangélica una Iglesia frágil y vulnerable que tiene el coraje de reconocer su pecado, que una institución empeñada inútilmente en ocultar al mundo sus miserias? ¿No son más creíbles nuestras comunidades cuando colaboran con Cristo en la tarea evangelizadora, reconociendo humildemente sus pecados y comprometiéndose a una vida cada vez más evangélica? ¿No tenemos mucho que aprender también hoy del gran apóstol Pedro reconociendo su pecado a los pies Jesús?

Ilustración: Piet Mondrian

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