De un histórico maniqueísmo militarista
Luis Barragán
Pronto cumpliremos sesenta años del fraude electoral del 30 de noviembre y el ascenso dizque provisional de Marcos Pérez Jiménez al poder el 2 de diciembre, convertida la asamblea constituyente en una herramienta de su talento estratégico. Seguramente, la actual y también díscola oposición olvidará o subestimará ambas fechas, dejando que el periodismo del régimen, haciéndose eco de su particular historiografía, las versione.
Igual preocupación genera el sobreviviente imaginario social que le concede al perezjimenato excesivas virtudes, distorsionada una realidad que tiene por principal ventaja el denso polvo del tiempo que la cubre dejando – apenas - resquicios. Procurando satanizar a las fuerzas y corrientes democráticas que lo adversaron, al parecer, única rentabilidad del recuerdo, ahora existe una suerte de conato juvenil que lo aplaude con la acostumbrada exaltación de las obras públicas, por lo que nos permitimos un par de observaciones.
Por una parte, en ciertas redes sociales, desde hace más de un año, hay jóvenes que defienden la lejana dictadura con un desenfado irritante e irresponsable. No hay ocasión desperdiciada para el fácil halago de una gestión que contraponen a la posteridad, por lo que – a propósito de unas fotografías de la vieja Caracas – deliberadamente polemizamos con dos muchachos defensores de una gobierno que evidentemente no vivieron, tabulando sus respuestas, meses atrás.
Contentos con orbitar sendos videos y fotografías alabanciosas de Pérez Jiménez y su obra, los jóvenes se identificaron como cursantes regulares de la Universidad Central de Venezuela, aunque no respondieron a circunstancia alguna de la dictadura, revelando un total desconocimiento de la bibliografía alusiva que, rápidamente, condenan sin haberla leído. No tardaron en asociarla con el “chavismo”, y – consecuentes con sus avatares patrióticos – se dijeron firmes enemigos – incluso – de la oposición complaciente: palabras más, palabras menos, porque cuentan con un terrible déficit verbal.
Ya en los predios de la política de estos días, reconociéndose como promotores del tachirense en la universidad, alegaron que no tienen armas para enfrentarse al oficialismo que la acecha constantemente, por lo que nos apresuramos a citarle el gesto de protesta y enfrentamiento de quien los ha cuestionado, informándonos de la existencia del grupúsculo promotor, y que hacía lo que ellos – simplemente – se negaban: luchar. Raro ademán gandhiano, descalificaron al “profesorcito”, bastándoles el ardid propagandístico de un compromiso meramente digital, cómodo y ligero que hace del denuesto una insigne herramienta parecida a la que hoy emplea la dirección del Estado para nuestra consternación e indignación, quedando como una – si se quiere – muestra de laboratorio en nuestras modestas notas.
Por otra parte, prendidos a una añoranza ya ajena que no, ejercicio de la memoria histórica, solemos escuchar las ejemplificantes, inmensas e intensas remodelaciones urbanas que acometió Pérez Jiménez, principal o – acaso – exclusivamente en Caracas, por lo menos, a juzgar por el monto de las inversiones y el privilegio que expusieron aquellos constructores, ingenieros y arquitectos – es necesario reconocerlo – de una espléndida trayectoria que halló oportunidades. Se dirá, las modificaciones afrancesadas de Guzmán Blanco conmovieron a una ciudad que todavía exhibía las ruinas de sus terremotos precedentes, pero – casi a una alta escala de Richter – el hijo de Michelena arrasó con inmuebles y otros espacios de antigua data, pues, a favor de la transformación del medio físico, según la prédica del positivismo que lo inspiró, poco le importó – precisamente – una herencia histórica que, por convicción, detestaba.
La ciudad capital, tupido emporio de calles y casas, muchas de ellas de incontrovertible mérito y significación histórica, avenidizó sus riachuelos empedrados, levantando grandes complejos públicos y residenciales en lo que, creemos, fue una constante jugada de selección del afán comercial de los prohombres del régimen, valga señalar, propulsores de una específica versión de la doctrina de seguridad nacional de la época. Hay una larga bibliografía al respecto, especializada como los consabidos títulos de Ocarina Castillo D’Imperio, Manuel González Abreu y Freddy Rincón Noriega, o – si se prefiere – de una rica connotación política como los de José Rodríguez Iturbe, Oscar Battaglini, Rodolfo José Cárdenas y Domingo Alberto Rangel, los cuales esa suerte de neoperejimenismo anacrónico no logra desvirtuar por la pereza infinita en la que fondea la llamada antipolítica.
Para la intranquilidad de sus defensores, hubo estudios presuntamente muy serios para demoler la urbanización de El Silencio, a objeto de reemplazarla por bloques o superbloques que, si bien ayudaban a desranchificar la urbe, no menos cierto es que había otros lugares más adecuados para evitar la pulverización del todavía reciente y ampliamente reconocido legado de Carlos Raúl Villanueva. No obstante, valoramos la opinión del archivólogo César López, quien personalmente nos alegó en torno a la inviabilidad de una propuesta que hubiese – esta vez – pulverizado a un arquitecto también insignia o emblema del perezjimenato, lo cual obliga – más adelante – a la búsqueda de los archivos del otrora Banco Obrero, cuyo director, Alberto Díaz González, hizo el anuncio (El Nacional, Caracas, 05/10/57).
Sesenta años después, luce indispensable recordar las consecuencias de aquél prolongado e interesadísimo proceso constituyente que dijo culminar con la plebiscitación de 1957, actualizando el imaginario social. Impuesto el debate histórico, siendo otras las vicisitudes políticas de un siglo XXI al que aún no llegamos, tememos al descomunal maniqueísmo de cuño militarista que todavía nos embarga.
Fuente: http://www.analitica.com/va/sociedad/articulos/8413899.asp
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