sábado, 23 de junio de 2018

PICA-DURA


Cigarrillos para no fumar

Siul Nagarrab

“ … Sólo el humo del tabaco
simula algunas sombras en su frente”
Antonio Machado
(“Del pasado efímero”)

El cigarro, puro o habano, nos remite a un tabaco de extraordinaria calidad en su cultivo y manufacturación - artesanal o industrial -  que, además de afectar la salud, reporta una placentera aspiración o inhalación que también perfuma el ambiente y, con un buen licor, invoca algún inolvidable instante gastronómico. Socialmente, la costosa afición está asociada al poder antes económico que político, aunque éste definitivamente masificó el estereotipo gracias a las mandíbulas de Winston Churchill, Fidel Castro o, entre nosotros, Lorenzo Fernández con la larga campaña electoral que culminó en diciembre de 1973. No obstante, la mayor y mejor identidad popular se la concede un oficio: la del brujo lector del tabaco y despojador de los malos espíritus que impregna de humo barato a su esperanzado cliente.

Valga la curiosidad, con el cigarro pasó algo semejante a las mejores sinfonías, suites, sonatas o poemas sinfónicos, al crecer exponencialmente la industria discográfica. Caros y de un consumo prolongado y tedioso, según el gusto, prosperaron versiones cada vez más reducidas y baratas, ágiles y portátiles y del pausado consumo de un Partagás o un Grown Ashton Virgin Sun, por citar al azar dos marcas, pasamos al cigarrillo, un diminutivo inadvertido, tal como nos ahorramos los cuarenta y tantos minutos o más de una  pieza de varios movimientos de Beethoven o Shostakovich, gracias al allegro o scherzo que inspira y convierte una canción de tres o cinco minutos en todo un hito demoledoramente popular.

La vieja prensa venezolana, sobre todo de finales del siglo XIX y principios del XX, antes de que pusieran orden en las aduanas, nos trae infinidades de marcas de cigarrillos que, muy luego, por el tratamiento del filtro y sus innovadores componentes, diseños de presentación e ingeniosa publicidad, hicieron que cinco de ellas controlasen el mercado e, incluso, resistieran la importación y la competencia de otros productos de envoltura exótica, con la primera bonanza petrolera que nos obsequiaron los países árabes con su embargo. Y, así como hubo una generación adedadora de un cigarrillo Bandera Roja o Negro Primero, igualmente la hubo de un Fortuna, Lido o Belmont que, ahora, conoce de otros cilindros más infames de los comerciantes de la supervivencia que los ofrecen en las calles y a las puertas de los bares que no permiten echarse un palo y fumar a la vez en sus interioridades.

Por cierto, valga la digresión, algún día se sabrá de los orígenes de la antipolítica por una conspiración del cigarrillo y del licor. Luego que el entonces presidente Herrera Campíns prohibiera su promoción, los anunciantes de radio y televisión – voluntariamente o no – agotaron sus mejores esfuerzos por pasarle la factura a la democracia de entonces, víctimas después de los facturadores que creyeron manipular.

Un amigo, al hurgar entre las cosas de su finado padre, recientemente descubrió - en el maletero - numerosas y viejas cajas de cigarrillos, obsequiándonos una muestra importante. No tienen siquiera la consabida advertencia sobre el mal que ocasiona su consumo y, con la pátina correspondiente, se alzan como el testimonio de una época remota en la que encender y empuñar un cigarrillo antes las cámaras, podía visarnos en una sociedad falocéntrica; empero, suponemos que el contenido está destruido por los componentes químicos del cigarrillo, la tinta de la marca sobre un papel tan delicado, el pegamento del envoltorio, la picadura hecha aserrín, o el microscópico insecto que los tiene por una obscura y amplísima residencia palaciega.

Deseándola como una crónica de los nuevos hábitos, cedemos a la tentación, pues, por una parte, el cigarrillo todavía llega hasta el rincón más apartado que está vedado al Estado Nacional. Y, con la catástrofe humanitaria, tenemos la convicción de un repunte de las compras – digamos – terapéuticas para afrontar  las angustias de un presente que parece interminable.

Y es que, por otra, con el peso de los impuestos, vender cigarrillos no fue el jugoso negocio que se suponía para los expendedores al detal, si no lo vinculaban a alguna jornada etílica, amatoria, digestiva y, valga la paradoja, deportiva por lo que respecta al cómodo espectador de la alejada tribuna. Es tan cara la cajetilla actual que, desde hace dos o tres años, con o sin el alquiler de un móvil celular, lo ofrecen detallado con un significativo margen de ganancia que nunca los industriales previeron para la cadena básica de comercialización.

Son muchos los que, forzosamente, lo abandonan porque la debacle económica tocó el fondo del único vicio que ostentaban, quizá a la espera de otros que digan romper con el tedio. Y, pocos, los que, en señal de arrepentimiento y prueba hercúlea de resistencia, relegan las cajetillas a una repisa de la casa que jamás entenderían los protagonistas de la jocosa película “Thank You for Smoking” de Jason Reitman (2005), ya que – simplemente – tampoco lo harían con  ese oxímoron de nuestros tormentos: la quiebra de un país petrolero.

Así como hay coleccionistas de botellas de cerveza, cajas de fósforos, jabones de hotel,  llaveros o cualesquiera otras cosas que recuerden nuestros ya remotos esplendores, añadida la nostalgia celebracional del día de la secretaria, surgirán los de una cajetilla que tiene, por innegable valor agregado, un testimonio heroico: por demandada que fuese, no fue vendida; por vicioso que luciera el dueño, no se la fumó, pues, nadie debe saber que se conservó en una suerte de bóveda residencial, por olvido.

Fotografías: LB (CCS, 06/2018).
24/06/2018:
http://www.opinionynoticias.com/opinionnacional/32938-nagarrab-s 

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