EL PAÍS, Madrid, 15 de agosto de 2017
TRIBUNA
Maduro, entre Castro y Pinochet
Bernard-Henri Levy
Venezuela era uno de los países más prósperos de Latinoamérica.
Se encontraba, según las cifras de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), entre las mayores reservas petrolíferas del mundo.
Aunque nunca haya sido, ni mucho menos, un ejemplo de democracia, sí se estaba dotando de instituciones sólidas.
Llega la elección del excomandante de paracaidistas Chávez.
Luego la nominación, seguida de una elección fraudulenta, de Maduro, su triste y sangriento clon.
Y el sueño se convierte en pesadilla; una mezcla de incompetencia y estupidez, la sumisión del país a una “burguesía” bolivariana, codiciosa y a sueldo una de Cuba desangrada y que ya no cree en su propio modelo, lo echa todo por tierra; y un nuevo liberador de pacotilla, agotando la bomba de dinero de la empresa petrolera nacional para nutrir su clientelismo y alimentar los fondos opacos gestionados sin supervisión por los sátrapas de su régimen, mete al país en el pelotón de cola de los países que se dirigen a la pobreza masiva (a título indicativo, una inflación equivalente a la de Zimbaue o a la de la Alemania de la década de 1920).
Recordamos a Cándido, a la vuelta de su país de Cucaña, en el que el oro —el petróleo amarillo— ya fluía a raudales.
Recordamos, en Luis Sepúlveda, Alejo Carpentier y otros, el mito de El Dorado, que nunca acabó bien.
Un El Dorado desinflado que se paga allí a un alto precio.
Y el saqueo del país se duplica con el desencadenamiento de violencia que la sitúa al borde de la guerra civil.
120 muertos en unas semanas.
Las figuras destacadas de la oposición han sido perseguidas, cesadas en sus cargos, secuestradas, encarceladas.
Torturas en comisarías.
Y para empeorar las cosas, la farsa electoral que acaba de permitir a una asamblea deconstituyente acaparar todos los poderes y desmantelar, si quiere, el frágil equilibrio institucional del país.
Ante este desastre, deseo plantear dos preguntas.
Una pregunta franco-francesa, para empezar: ¿Hasta cuándo Mélenchon, líder de la Francia Insumisa, seguirá encontrando virtudes en este régimen asesino?
¿Cuántos muertos necesitará para llamar a las cosas por su nombre y reconocer en los policías de Maduro a los gemelos de los que, en otra época, sembraron el terror en Chile y Argentina?
¿Y a qué espera para pronunciar las palabras que son el privilegio de un hombre libre de sus alianzas y de su palabra: sí, me he equivocado; no, este régimen brutal no es una “fuente de inspiración”; y esta historia de la “alianza bolivariana”, inscrita en el artículo 62 de mi programa y que debía acercarme a los herederos de los caudillos (Castro, Chávez…) cuya muerte tanto lloré, era una idea verdaderamente mala?
De momento, nada.
Como los españoles de Podemos o los griegos de Syriza, como Jeremy Corbyn en Reino Unido, los melenchonistas creen que sus héroes con las manos teñidas de sangre tienen la excusa de la lucha contra el “imperialismo”.
Y, cuando despiertan, es para invertir los papeles y, como hizo un siniestro portavoz del partido, Djordje Kuzmanovic, comparar a los pacíficos manifestantes que luchan por la democracia y el derecho con los golpistas de Pinochet en el Chile de la década de 1970; o, como Alexis Corbière, para denunciar la “desinformación” y, añadiendo el oprobio a la cobardía, insultar la memoria de los muertos (jóvenes de los “barrios ricos” que solo han recibido su merecido), alimentar el conflicto racial (“a menudo la gente de color está en los barrios bajos”), y criminalizar a la oposición, expuesta los salvajes ataques de las milicias paramilitares del Gobierno “"a menudo la gente se quema”).
¿Estos “insumisos” son insumisos o rehenes?
De cualquier modo, esas palabras no son dignas de un partido que aspira a encarnar la oposición en Francia.
Y después, la segunda pregunta se dirige a la comunidad internacional, a la que afecta por dos razones.
En lo que se refiere a la “responsabilidad de proteger”, como establece la Carta de Naciones Unidas, y que exige aquí palabras duras: una condena firme por parte de un Consejo de Seguridad valiente; gestos de apoyo simbólicos como la recepción en París, Madrid o Washington de los últimos representantes de la oposición que aún tienen libertad de movimientos; una demostración de solidaridad de la representación nacional francesa, española, estadounidense u otra, con el Parlamento venezolano que el golpe de Estado constituyente de Maduro amenaza con disolver; y después, naturalmente, sanciones económicas y financieras que vayan más allá de las tímidas fanfarronadas de Donald Trump.
Y además, lo que ha pasado en Caracas nos afecta —de esto no estamos tan enterados— en el campo de la lucha contra el terrorismo y contra las redes de blanqueo de capitales que lo financian: ¿qué sentido tiene la alianza, “bolivariana” como tiene que ser, entre el difunto Chávez y Mahmud Ahmadineyad, expresidente de la República de Irán? ¿Qué ha sido de los miembros de las FARC colombianas que, según me confesó uno de sus jefes, Iván Ríos, poco antes de morir, en 2007, fueron enviados “en misión” al país del “socialismo del siglo XXI”? ¿Y qué crédito debemos conceder a algunos líderes de la oposición antichavista que gritan, de momento en el desierto, que no se conocen todos los lazos de Maduro con Corea del Norte, la Siria de Bachar el Asad en Siria o cierto activista de Hezbolá desterrado o en tránsito?
No son más que preguntas.
Pero preguntas que hay que plantearse.
Un régimen desesperado es capaz de cualquier vileza, y la situación en Venezuela merece comisiones de investigación, un Tribunal Russell, un mayor interés por parte de la prensa occidental; todo menos el silencio incómodo que, de momento, acoge a este pronunciamiento prolongado.
Ilustración: Enrique Flores.
Traducción de News Clips.
Fuente:
https://elpais.com/elpais/2017/08/14/opinion/1502729579_535130.html
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