sábado, 14 de marzo de 2020

UNA RELACIÓN ESTABLE

De los males políticos
Rafael del Águila


Race de Cain ton supplice Aura-t-il jamais une fin?
Ch. Baudelaire: Abel et Caìn


La ubicuidad y el absurdo del mal

El mal es ubicuo. El mal prolifera y lo hace sin sentido y sin orden. El mal es objeto de una expectación inusitada. Es noticia. La noticia. O bien, quizás, lo son sus personificaciones, sus apariciones recurrentes. Todo el mundo lo retrata, lo expone, lo busca, lo rastrea. Hay una urgencia por verlo, por oír sus razones, por conocerlo. Acaso, en el fondo, lo veneramos sin saberlo. Vemos su mano feroz en las catástrofes, las guerras, la tortura, la crueldad, las epidemias, las hambrunas. En el asesinato, el terrorismo, las mafias o las tiranías. Las Torres Gemelas caen infinitas veces ante nuestros ojos atónitos. Ya son símbolo del mal en la era global como las bombas «inteligentes» o las guerras étnicas. O como las palabras que los que morirían poco después dejaron en los contestadores de sus seres queridos. O como el mal que viene, para curar el mal o para empeorarlo...1

Es el caso que, debido a esta proliferación del mal en la realidad, la imagen y el concepto, en los medios visuales o escritos, hay quien ha dado en pensar que en nuestro nuevo planeta mediático hemos perdido definitivamente nuestra sensibilidad al mal, que estamos encallecidos por su exceso. Yo, la verdad, lo dudo. Pero es cierto que el listón de lo que nos impresiona está cada vez más alto. En el siglo XVIII Voltaire o Kant (y muchos otros, por cierto) se mostraban anonadados por el terremoto que en 1755 destruyó la mitad de la ciudad de Lisboa. El temblor de tierra hizo temblar nada menos que a la Ilustración misma, a su optimismo, a sus teodiceas, a su convicción de poder domar el mal, a sus creencias sobre la providencia benigna y el progreso. ¡Feliz siglo aquel en el que ese escándalo lo produjo un terremoto! Tal cosa se devora en nuestro mundo global en menos de un fin de semana y sus ecos son acallados por algún horror subsiguiente. Hoy necesitamos más que eso para hacernos siquiera volver la vista. Necesitamos, quizá, que el mal, la muerte de inocentes, sean causados por nosotros. Que sean, como en Nueva York, inesperados, brutales, absurdos, estremecedores y, al tiempo, que muestren la contingencia de nuestras vidas, la falta de firmeza de aquellos ámbitos y poderes en los que confiamos para nuestra protección. Que señalen el sinsentido, la ausencia de teodicea y de «antropodicea». Que nos obliguen a ser en esto, epicúreos, y creer con esta escuela que únicamente tenemos ante nosotros tres alternativas: o bien dios (la razón, el progreso) no existe, o bien es un canalla, o bien es un pobre hombre. Esto agota nuestras posibilidades.

Pero hay más. Porque el mal se nos multiplica, es importante advertirlo, cuando se conecta con la política, con sus acciones y con sus omisiones, con su capacidad para cuidarnos, pero también para destruirnos.

Combatir el mal con el bien. Combatir el mal con el mal. Actuar por convicciones o por consecuencias. El coste de la seguridad, de la libertad, el precio de vivir juntos, la imposibilidad de estar separados. Y la política en el centro de todas esas tensiones. De estas cosas hablaremos. Dedicaremos un instante de reflexión, no a la crisis que está en marcha, sino a sus cimientos. Porque además de las catástrofes reales, la cantidad, la calidad y la variedad de los libros recientes dedicados al mal y que lo exploran desde las perspectivas más alejadas, resulta sorprendente (véase bibliografía al final del artículo). Ante un tema como éste, inabarcable y con conexiones múltiples, conviene restringirse y yo lo haré: me limitaré a dar un breve paseo, en el que espero su compañía, por la relación entre el mal y la convivencia desde la perspectiva de la teoría política.

Las raíces del mal: el problema de la fundación política

En el principio de esta increíble y triste historia hay un nombre: Caín. Por supuesto el mal en nuestra cultura no tiene a Caín como primera personificación. Ni siquiera el vínculo del mal con la política o el poder o el orden le tienen a él como pionero. Podemos remontarnos, quizá, al affaire Lucifer, que al fin y al cabo es un ángel caído que se rebela contra el poder de dios y contra su orden cósmico y que aspira a sustituirle. Si hay que creer a Tomás de Aquino, que sabía sin duda de estas cosas, lo que convierte al diablo en diablo es «apetecer la igualdad con Dios perversamente» y alcanzar «su felicidad por sí mismo». En realidad, en esta lucha por el poder en el principio de los tiempos, el diablo apeteció la perfección pero «sin gracia de Dios», apeteció no existir «por debajo de Dios», apeteció presidir a la multitud de los ángeles sin respetar el orden de Dios, etc. En una palabra, el mal nace como autoafirmación, como rebelión política... y fracasa.

Y no mejor destino corre la segunda rebelión, la del hombre, la de Adán y Eva, pese a que ésta se realiza no sólo en nombre de una autoafirmación luciferina, sino en nombre de la sed de saber. En efecto, ustedes ya lo sospechan, por comer del árbol del conocimiento Adán y Eva son expulsados del paraíso y devienen vergonzosos mortales. Bien podría decirse que nuestros padres, al rebelarse contra el suyo, introducen la muerte como precio del conocimiento.

Pero es Caín el ejemplo políticamente más interesante. Todos conocemos su historia. Caín mata a su hermano. Lo hace porque parece haber perdido la competición con él por el amor de Dios. Lo hace por celos, envidia, desesperación. Lo hace y sabe (de una manera quizá nueva) que está mal hacerlo. La soberbia de Lucifer, la curiosidad de Adán son de índole distinta a esta envidia desesperada al hermano. Dios le pregunta y él se evade. Dios, que quizá no supo amar por igual a sus hijos, inquiere lo que ya sabe. Y cuando todos esperamos la ira divina, cuando todo nos hace pensar en la justicia del talión o en el «justo castigo» al culpable, Dios nos sorprende y tras imponerle una leve condena («vagabundo errante serás en la tierra», etc.) dice: «quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces» (Gen. 4, 12/15).

Hay muchas maneras de interpretar esa inesperada misericordia. La más interesante consiste en suponer que Dios quiere poner fin a una posible cadena de violencias. Que considera que la venganza podría dar origen a una cadena de muerte en el mundo. El paralelo con la tragedia griega es llamativo. En la Orestiada de Esquilo Agamenón sacrifica a su hija Ifigenia para poner a los dioses del lado de la expedición griega a Troya; ese sacrificio político le cuesta la vida a la vuelta de la guerra a manos de su esposa Clitemnestra y de su amante; Orestes, su hijo, se venga de los asesinos; la sangre de la madre clama contra Orestes, la venganza es ahora de las Furias... y así continúa la cadena imparable de violencia y muerte hasta que Atenea intercede ante el Aerópago y consigue instaurar un espacio de relativo olvido, de restitución y de perdón que fuera habitable por los hombres. La divinidad frena la cadena de violencias y venganzas, y la queja de la tragedia, «el corazón del mal en la medida en que éste habla» (Sichére), puede cerrarse con esperanza en el futuro.

Quizá al dios judeocristiano le acometió un pensamiento similar al de Atenea y decidió frenar la violencia en el inicio. Sea como sea, resulta extremadamente llamativo este paralelismo entre Atenas y Jerusalén. El caso es que Caín se alejó y se convirtió en fundador de ciudades. Fundador de ciudades, adviértanlo, fundador del refugio de la humanidad, fundador de nuestras patrias, de nuestros órdenes políticos, de nuestra convivencia meramente humana. La política se convierte, de este modo, en sustitutiva de la religión (Nicoletti). La política es, pues, hija de Caín, hija de ese orgullo cainita que promueve refugio y salvación ciudadanos, al margen de aquel dios que únicamente se nos hace asequible en el desierto y para el que es la soledad, no la civilización, el lugar en el que decide mostrarse.

Y no sólo eso. Si hay que creer a algunos intérpretes (Taboni), la ciudad, los sedentarios urbanos, favorecen la mezcla de sangre y de culturas. Mientras los nómadas ganaderos –Abel– pueden garantizar al grupo una cierta homogeneidad racial y cultural, los agricultores sedentarios fundadores de espacios urbanos de convivencia –Caín–, rompen con los mandamientos divinos de pureza y construyen espacios mestizos gobernados políticamente. El mismo contraste lo encontramos no mucho después entre Babel, la políglota, y Jerusalén, la santa. Idéntico pecado de civilidad comete la mujer de Lot, convertida en estatua de sal por no ser capaz de vencer su nostalgia urbana. De hecho, la Biblia, abunda en descalificaciones para la ciudad: «la gran Babilonia, la madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra» (Apocalipsis, 17,5). Ciertamente, el libro conoce bien que el origen de la ciudad y de la política es el crimen y también el orgullo, pero tampoco se le oculta que sus muros y sus leyes dan seguridad a los hombres y eso les llena de satisfacción mundana.

Algo hemos avanzado: ya sabemos que en el origen de la política hay un crimen. Agustín de Hipona lo escribió: si el primer fundador de la ciudad terrestre –Caín– fue un fratricida, no debe extrañar que este ejemplo encontrara un eco en la fundación de Roma, en la que Rómulo asesina a su hermano Remo. Cicerón también se escandalizó de este crimen; no es cómodo convivir con el mal en el origen de la República. Roma quedaba manchada por un «pecado». Pero quizá sea Maquiavelo quien, como es habitual, nos habla más claramente: quien lee la Biblia «sensatamente», nos dice, verá que Moisés «se vio obligado» a matar «infinitos hombres» para fundar un orden político basado en la ley de Dios. Y cuando vamos al capítulo y versículo citados por el florentino (Éxodo, 32, 27-29) encontramos la descripción sin complejos de una masacre ordenada por el profeta y cometida, contra «miles» de los propios hijos y hermanos de los asesinos, en nombre de Yahvé. Parece que, a veces, fundar el poder en una moral cuesta extremadamente caro. Parece que si el acto de fundación política exige al tiempo el acto de crear las leyes de la convivencia, estos actos no nos «salen gratis». Quizá Arendt tenga razón y cualquier fraternidad ciudadana de la que los hombres seamos capaces, se compre al precio del fratricidio y el crimen. Quizá la razón asista a Benjamín y todo documento de la civilización sea al tiempo documento de la barbarie.

Permítanme, en todo caso, que antes de seguir adelante señale la extraordinaria cercanía de todos estos mitos respecto de ciertas metáforas que desde la antropología o el psicoanálisis, han abordado no hace mucho este tema. Tomemos el caso del antropólogo René Girard. El pensamiento occidental, nos dice, sitúa el origen de la vida en común en un contrato o en la razón o en el interés bien entendido, etc., por eso es incapaz de descubrir lo que hay en realidad en su base y que, según él, es una simple e inquietante verdad: «no hay vida, en el plano de la comunidad, que no hable de muerte». De hecho, la institución del chivo expiatorio, de la víctima sacrificial, es lo que hace posible la vida en sociedad. La violencia contra esta víctima es fundadora de vida social y reemplaza el círculo sin fin de la violencia privada por el círculo del ritual que repite incansable la conmemoración del acto de origen, pero ofrece seguridad y orden renovados. Es Sigmund Freud el primero que afirma que la práctica ritual tiene su origen en aquel homicidio fundante. La violencia contra la víctima rehace la unidad perdida por la violencia recíproca y estos ritos que sustituyen la violencia inicial existen prácticamente en todas las culturas. Cabe decir, pues, que el rito sirve como vacuna. Y no sólo el rito. Quizá otros usos sociales cumplen funciones análogas (por ejemplo, la catarsis que entre los espectadores producía la obra trágica). En definitiva, la comprensión racional del origen de nuestra vida en común es, precisamente, la que nos obliga a considerar seriamente el papel de la violencia como fundadora del orden, la paz y la convivencia, las leyes y quizá incluso nuestras concepciones de la justicia.

El poder, la política y el mal: una relación estable

La naturaleza humana perversa y el poder pacificador de la política y el Estado

Seamos claros, nos piden Pablo de Tarso, Agustín de Hipona o Lutero: si los hombres fuesen auténticamente cristianos, esto es, buenos, los príncipes y los gobiernos no serían necesarios, pero dado que son malos y si no existiera la espada y la ley «se devorarían unos a otros», el poder político es ineludible. En un principio no parece haber mucha diferencia entre esta formulación y las del odiado Maquiavelo, el denostado Hobbes o los inmorales partidarios de la razón de Estado.

Es cierto, como ha sugerido entre otros Sfez, que lo específicamente original y quizá escandaloso de Maquiavelo consiste en un pensamiento sobre el mal al que se le cercena su fundamento teológico. A partir de él la reflexión sobre el mal político se divorcia de antiguos acompañantes (dios o el orden cósmico) y queda enfrentado al mundo de lo contingente, a nuestras decisiones meramente humanas. En el horizonte maquiaveliano, el mal no puede ser erradicado, la presuposición de la malignidad humana es ineludible y lo único que podemos hacer es cultivar una virtù que permita una audaz política del mal menor. Queda, naturalmente, para escándalo de los siglos posteriores, el problema moral de si una política del mal menor, en estas condiciones de ubicuidad e irreductibilidad del mal y sin sanción teológica que «nos cubra», no supone un abandono, no supone, en realidad, querer el mal.

En Hobbes todo queda nítidamente expresado en el famoso texto: «mientras los hombres viven sin ser controlados por un poder común que los mantenga atemorizados a todos, están en esa condición de guerra, guerra de cada hombre contra cada hombre». Es decir, que el poder político colectivo atemoriza a los hombres (keep them all in awe) y gracias a ese «temor reverencial», gracias al miedo, se constituye un cuerpo político capaz de frenar mediante dominio y violencia (es decir, mediante el mal) la guerra y la anarquía continuas. La inclinación malvada de los hombres hace de nuevo necesaria la alianza del poder con el mal mismo para producir resultados adecuados: convivencia y paz. A lo que aquí se señala, como luego lo hará en contexto diferente Freud, es al coste de la vida en común.

No es de extrañar que en esta época dominada por la idea del poder pacificador del Estado, surgiera una disciplina, precisamente la de la razón de Estado, cuyo objetivo era justificar las maldades evidentes que resultaba necesario realizar para conservar ese bien ligado a la paz y la convivencia entre los hombres. La idea de que el fin (creación, conservación, fortalecimiento del Estado) justifica los medios (transgresores de la moralidad) pone en circulación un dispositivo estratégico que inunda muy rápidamente el mundo político y se muestra extremadamente útil para la estabilidad del sistema de dominio prevaleciente. Pero del mismo modo, esta idea, que indudablemente contiene algo de verdadero (todos creemos que ciertos fines justifican ciertos medios bajo ciertas circunstancias), introduce en el pensamiento político un estremecimiento: la sospecha de que, efectivamente, el mal se halla ligado de algún modo oscuro y desazonante a nuestra forma de vida en común2.

El mal necesario y limitado: liberalismo y poder político

El liberalismo aspira a abrir la «caja negra» del poder político. El poder es un mal, desde luego... y un mal necesario, claro está... pero, por eso mismo, si hemos de utilizarlo también debemos controlarlo y limitarlo. Tan necesario como el poder es su limitación si queremos que este dispositivo cumpla las funciones que le han sido asignadas. Así, la seguridad que el poder político produce frente a la anarquía, debe extenderse a las actuaciones del poder mismo: ¿qué barrera existe contra la violencia y la opresión del poder o del gobierno? Ciertamente el poder, el gobierno y las leyes que de él emanan existen para evitar que los malvados hombres se dañen unos a otros y para asegurar paz y convivencia. Pero no es posible construir un poder político ilimitado y absoluto, que pueda ejercer dominio y maldad sobre los individuos sin control alguno, y esperar que cumpla correctamente aquellas funciones. Esto sería (la ironía es de Locke) como tomar medidas contra los zorros, pero creerlas innecesarias con los leones. Como dijo Montesquieu, si todos los hombres son bestias, los príncipes son bestias sin ataduras. Y por otra parte, si ya hemos aprendido que la sociedad es «obra de nuestras necesidades y el gobierno de nuestra perversidad», si el poder político, en realidad, es el ropaje que adopta la «pérdida de nuestra inocencia», como afirma Paine, no podemos ser ya tan ingenuos como para no limitarlo eficazmente. De este modo, se vincula la limitación del poder y, por tanto, la restricción del mal, con un cierto conjunto de leyes. Leyes que lejos de ser obstáculos para nosotros, son producto de nuestro consentimiento y de la actividad de nuestros representantes y constituyen la garantía de la paz, la justicia y la convivencia en libertad. En realidad, esas leyes hacen efectivos los derechos naturales que poseemos en tanto que individuos, y gracias a ellas disfrutamos de ámbitos en los que nadie interfiere el disfrute de nuestra libertad. Sólo hay libertad en la ley que limita al poder, sólo hay poder limitado allí donde el poder detiene al poder. El mal, pues, nos es necesario, por eso hemos de domarlo (y esgrimir frente a él nuestros derechos), someterlo (al consentimiento de los obedientes), hacerlo sensible a nuestros intereses (mediante la representación), despedazarlo (dividir sus poderes), regularlo (someterlo al imperio de la ley).

El remedio en el mal: el poder democrático y sus riesgos

Pero hay quien cree que esta descripción, no importa cuán elegante parezca, es producto de un gigantesco malentendido. Si el mal es la opresión, el dominio, la crueldad y la arbitrariedad, la libertad no es, como pretende el relato liberal, ausencia de constricciones, protección frente al abuso y disfrute de ámbitos de no interferencia. La libertad, si es algo, es autonomía, es capacidad para darse a sí mismo las normas y las reglas de conducta que uno apetezca, es no-dependencia. Si el mal es la opresión, la libertad que nos ofrecen los liberales no es sino un nuevo tipo de sujeción que corrompe el mundo. La clave, nos dirá Rousseau, es la obediencia no a la ley, sino a la propia voluntad, o sea, que si uno obedece a la ley ésta debe ser «propia». La clave no es, pues, la ley, sino aquellos que la hacen, el poder legislativo, porque sólo la obediencia a la ley que uno se ha prescrito es libertad. Únicamente este tipo de ley es capaz de obrar los «prodigios» necesarios para huir del mal y del dominio e internarse en la política de la libertad: que todos sirvan al bien común y al interés general, libres bajo su aparente sujeción. Y así, en esta versión republicano-democrática del tema nos encontramos con que el remedio (a la dominación) puede que esté en el mal (el poder). Y, en efecto, como señala el hermoso libro de Jean Starobinski, para Rousseau si el veneno y el mal progresan con la civilización, con las «funestas luces» y las «vanas ciencias», es del mal mismo del que podemos extraer un remedio terapéutico: la soberanía del pueblo y la voluntad general, el rechazo del principio representativo, la virtud republicana, el bien común, etc., esos son los paliativos para frenar la corrupción generalizada, el mal, la dependencia y el dominio. Así pues, desde esta perspectiva el poder no es «malo en sí mismo». Sólo lo será aquel que se considera ilegítimo, opresor, generador de ciudadanos pasivos, dependientes, insolidarios..., pero si logramos reorientar la flecha del poder, si conseguimos extraer de él libertad cívica y voluntad general del pueblo soberano, entonces es el poder mismo el que se convierte en un remedio contra los males políticos.

La potencia de la justificación democrática y participativa del poder político es muy alta. Tanto que ha desencajado la expresión a más de uno... y no sin razones, al parecer. En realidad, el germen de la tiranía, y en ese sentido también del mal, está en la falta de límites, en la falta de cortapisas al poder y a su ejercicio. Esto es lo que afirmarán, entre otros, Tocqueville y también Constant. La tiranía de la mayoría es, desde luego, tiranía y de las más peligrosas: genera dependencia, servidumbre, homogeneización, mediocridad y, en casos extremos, persecución y despotismo. En efecto, «los mismos hombres que un día derriban un trono y pisotean la autoridad de los reyes, se pliegan todos los días sin resistencia a los menores deseos de un funcionario» y tal comportamiento se debe, precisamente, a que del otro lado de la cadena del dominio no ven a un hombre empuñando el extremo, sino a la encarnación del pueblo mismo. Nada hay, pues, más peligroso que ese remedio en el mal que puede desencadenar una tiranía reforzada de legitimidad.

Y no digamos nada si lo que tenemos ante nosotros no es una democracia participativa sino la cristalización institucional de una democracia representativa apoyada en la legitimidad democrática. Si hay que creer a Foucault, el simulacro de poder popular se desplaza en ese contexto hacia un sistema de vigilancia y control, de dominación y de disciplinas. Una suerte de tiranía «panóptica» en la cual nadie empuña el extremo de la cadena de dominio, precisamente porque no se trata de una cadena, sino de una red. Una tiranía sin rostro. Una estructura reticular por la que circula control y homogeneización. Una vigilancia cotidiana y ubicua que inunda los más pequeños intersticios de la vida diaria, de nuestras mentes y de nuestros cuerpos. Un poder «malévolo», pero sin voluntad que lo dirija. Un múltiple y polimorfo sistema de controles que cristaliza las desigualdades y las asimetrías, genera homogeneidad, multiplica los comportamientos obedientes y elimina espacios para la diferencia. Una pesadilla de dominio encarnada en una retícula que se encarga al tiempo de la vigilancia y del castigo. Un dispositivo que encarna el mal, por mucho que intente ligarse en su legitimidad con el «pueblo», la «mayoría» o la «normalidad».

Las huidas de la política: primacía del derecho, de la utopía, de la historia o del mercado

Hay dramatismo en la descripción postmoderna como posiblemente lo haya en la más clásica crítica liberal a la tiranía de la mayoría. Y también hay, desde antiguo, variadas soluciones que aspiran a garantizarnos que no caeremos en tales abismos. Soluciones que han de pasar, al parecer, por la huida de las imperfecciones de la política en general, y de la política democrática en particular, hacia reinos más apacibles. Sólo cabe aquí nombrarlas.

Podemos, con Kant y el liberalismo, suponer que la razón es capaz de fundamentar con absoluta certeza la moral y el derecho, de modo que los tribunales puedan frenar el ejercicio empírico de la soberanía popular sometiéndole a límites infranqueables cuando esto se requiera. Así, la paloma de la moral y el derecho «domarán» a la serpiente de la política, el bien ligado a la razón universal someterá al mal ligado a la voluntad popular cuando ésta se convierte en errática.

Podemos, con los anarquistas, ir un paso más allá. Aquí los matices parecen haber desaparecido: el gobierno es esencialmente inmoral, producto de la agresión, agresivo él mismo y engendrado por el mal. El estado no es más que un despotismo que impide el desarrollo de los individuos y su libertad, es la encarnación del mal y existe una incompatibilidad absoluta entre el poder y la libertad. Y en ese rechazo a lo político no hay nada de «remedio en el mal»: el mal contamina lo que toca y no puede utilizarse el estado para liberarnos del estado. Lo que reemplazará a esa actividad corrupta que es la política es la utopía de la cooperación armoniosa entre seres individuales esencialmente buenos, inclinados a la solidaridad, amantes de la igualdad y de la ayuda mutua, etc. Cuando la represión del poder y el mal se retiran queda la esencia humana intocada, la transparencia de la bondad armoniosa.

Y esto es justo lo que la otra tradición emancipadora socialista y comunista jamás creyó. Para ella el estado no era un mal, sino más bien un instrumento del mal, es decir, un aparato político en manos de los explotadores. Al menos por ahora, toda sociedad había de ser dirigida, esto era ineludible. Lo crucial es cómo lo hagamos y hacia dónde nos dirijamos. Y gracias a la ciencia de la historia y de la sociedad, gracias a nuestras certezas científicas sabemos con seguridad cuáles serían las etapas, los problemas, los protagonistas, las tensiones principales que atraviesan al dominio y la explotación presentes y que apuntan, indefectiblemente, hacia un futuro reconciliado y armónico de superación del mal. Para disciplinar a los renuentes se requiere, no la fe en la armoniosa autoorganización, sino (en las versiones comunistas) de la dictadura del proletariado que daría a luz una sociedad sin clases, una sociedad sin mal ni dominio, una sociedad en la que paulatinamente se cumpliría la profecía de Engels, el estado se extinguiría y el gobierno de las personas se vería reemplazado por la mera administración de las cosas. Aquí el mal (la dictadura) daría a luz el bien absoluto (la sociedad reconciliada y armónica) gracias a la huida del ámbito de la política y a la lectura de ésta en términos «científicos». Se trata, como es patente, de la idea de remedio en el mal llevada a su extremo por una élite que ha sustituido la contingencia de la política por la seguridad de una ciencia social de la emancipación del dominio.

Tenemos, por fin, otro tipo de huida: la huida hacia el mercado. El espíritu que informa esta huida de la política fue bien resumido nada menos que por el tercer presidente de los Estados Unidos, Jefferson: «El mejor gobierno es el que gobierna menos». Ese espíritu de «cuanto menos gobierno mejor» se apoya en la presunción de que el poder constriñe y es, por lo tanto un mal, y que hasta los poderes «benévolos», como los que surgen de los estados sociales y democráticos de derecho, son en realidad malévolos al reducir el ámbito de actuación de la sociedad civil, convertir a los ciudadanos en apáticos y dependientes, y disminuir las capacidades del mercado económico para crear oportunidades, riqueza, justicia distributiva y bienestar. La propuesta, pues, es huir de la política institucional y del Estado y reemplazarlos por la benéfica anarquía productiva del mercado libre. Aun cuando existen expresiones aún más drásticas, la idea de un «estado mínimo» (Nozick) es la que mejor se corresponde con las propuestas neoliberales o libertarias: es decir, un estado limitado al mínimo necesario e indispensable para proteger los derechos individuales y asegurar la libertad y el funcionamiento del mercado. A veces el folclore neoliberal ha llegado a proponer no sólo el «adelgazamiento» del estado (mediante desregulación, retirada de determinados ámbitos de actuación o reducción drástica del gasto público, por ejemplo), sino incluso la privatización de funciones esenciales tales como la administración de justicia, el sistema penitenciario, la defensa nacional o la policía. Parece que el mal se evaporaría de ciertas funciones estatales tan pronto como la política cediera su lugar al sano egoísmo del negocio. Por lo demás, como sugiere Hayeck, la democracia como mecanismo de legitimación cumpliría contemporáneamente una mala función política: sería la causa de un crecimiento acelerado del poder y de la maquinaria admistrativo-burocrática y de la consecuente disminución de las oportunidades ciudadanas para ser libres. En realidad, la única función real contra el mal que la democracia tendría sería constituirse como sistema de impedimentos y barreras que sirviera para expulsar a los malos gobernantes, no para seleccionar a los buenos. Si funcionara adecuadamente, la democracia podría garantizar la paz, la convivencia y la justicia, aun cuando no es nada seguro que pueda proteger contra el abuso si continúa con la deriva bienestarista y no asume la libertad que la no-política, el mercado, es capaz de conseguir para nosotros.

El mal político extremo: los totalitarismos 3

El siglo XX, al decir de muchos el peor y más cruel siglo de nuestra historia conocida, nos ha dado abundantes pruebas de la conexión entre el mal y la política. Los totalitarismos son un ejemplo privilegiado de maldad política o, mejor aún, de los males que un cierto tipo de política es capaz de desencadenar. También son el mejor ejemplo de aquella aguda observación de Simone Weil: «El mal imaginario es romántico, variado, el mal real triste, monótono, desértico, tedioso». Si la tiranía, el dominio, la crueldad o el crimen han representado hasta ahora el mal político, los fenómenos totalitarios, nuevos y sin precedentes, como sugiere Arendt, han elevado el listón hasta un punto que resulta difícil imaginar.

¿Cómo debemos comprender estos fenómenos extremos? ¿Mal radical o mal banal?, ¿mal que pervierte las raíces del pensar, que contamina la reflexión con máximas malvadas?, ¿mal banal basado en la ausencia de pensamiento, en la incapacidad para pensar o juzgar?, ¿mal que es consecuencia de un poder desligado de las «garantías» políticas y reflexivas de la modernidad?, ¿mal que es producto de esa misma modernidad leída en clave técnica? Tenemos respuestas para todos los gustos. Mal radical para las lecturas que se acercan al fenómeno desde Kant, y que sugieren que el horror es debido a la profundidad de la maldad de las máximas morales de aquellos que lo producen. Mal banal, para el «escandaloso» análisis de Arendt, que sugiere que es la superficialidad, la falta de profundidad, precisamente, la pasividad y la rutinización de la obediencia, lo que permite el surgimiento del mal absoluto. Los crímenes de la gente normal, de los «amigos», de los conocidos, de la «gente de orden», aparentemente incapaz de todo comportamiento extremo, pero por ello mismo fácil presa de las nuevas autoridades y las nuevas cosmovisiones, los nuevos valores y las nuevas fuentes de poder. Quizá, el holocausto es indesligable de la racionalidad tecnológica, de la burocratización del pensar y el actuar, de las jerarquías sociales que permiten eludir el juicio por uno mismo remitiéndose a lo que determinen las autoridades establecidas, etc. De hecho, como sugiere Bauman, el holocausto es ininteligible sin una idea muy moderna en su base: la imagen del mundo como un jardín que hemos de modificar y manipular hasta «domarlo» y ajustarlo a las exigencias ideológicas de modo que sea de manera absoluta «lo que debe ser». Este tipo de cosmovisión genera al tiempo una cirugía extrema y una indiferencia moral ante el sufrimiento, así como tiende a considerar a los que no se ajustan a su molde como «personas superfluas» (Arendt). De este modo, el horror y el mal no surgirían de la negación de la modernidad, sino de la profundización en algunos de sus rasgos básicos. Tampoco podría comprenderse esa alianza del poder brutal con el mal desmedido como una especial característica psicológica arraigada en algún tipo de «carácter» (ya individual, ya nacional), sino como vinculada a ciertas condiciones sociales y políticas, y a la hegemonía de ciertos valores y comportamientos.

De por qué los grandes ideales son peligrosos

El mal, entendido como límite, radical y banal, sugiere una conexión estremecedora entre la normalidad, la falta de pensamiento, la burocratización y rutinización política, por un lado, y el mesianismo, la implacabilidad, la falta de escrúpulos y vacilaciones para imponer un alto ideal, por otro. El mal, pues, no surge simplemente de la ausencia de ideales y de la mera instrumentalidad. Tampoco del fanatismo sin más. Sino de la estrategia brutal puesta al servicio de una gran idea que la fundamenta, le da densidad y atractivo, cuerpo y sangre, en un mundo previamente convertido en árido. El pensamiento implacable es el que funda ese mal extremo, ese límite en el que el mal no es nunca sólo un estallido de violencia y crueldad, nunca sólo la explosión, sino el mal estancado, hipócrita y desierto del día siguiente bajo el signo de la «normalidad». Esto quiere decir, entre otras cosas, que el mal extremo no aparece sólo en los medios, sino en la manera en que medios y fines se engarzan y multiplican sus efectos de mutuo apoyo, dotándose de eficiencia y fundamento. Un gran orden nuevo, la nación auténtica, la emancipación humana, son fines que, como la salvación de nuestras almas para los inquisidores o los instigadores de las guerras de religión o los terroristas islámicos, parecen justificar casi cualquier acto o sacrificio «necesarios» para alcanzarlos. Y cuanto más alto el fin (eliminar toda injusticia, el fin definitivo del terrorismo, la perfección política) y más «nítidos» los medios (violencia revolucionaria, terrorismo, guerra), tanto más sube nuestro nivel de tolerabilidad moral con las transgresiones, esto es, más somos capaces de «justificar».

El enfoque que propongo, ya lo habrán advertido, es un tanto descreído en la potencia de los fines. Pero me parece, que todas las políticas que han prometido y prometen asegurarnos de manera lógica, perfecta, científica y/o evidente, contra el mal lo han desencadenado con más fuerza. Las pequeñas políticas imperfectas, contingentes, inseguras, experimentales, falibles, prudentes y audaces, pueden hacer una mejor labor. Por eso creo, con Todorov entre otros, que para luchar contra el mal, no es necesario creerse una encarnación del bien.

Bibliografía sobre el mal
Las raíces
– Taboni, P. F.: La città de Caino e lacittà di Prometeo, Quatroventi, Urbino.
– Escalante, F.: La mirada de Dios, Paidós, México.
– Sichère, B.: Historias del mal, v. c. A. L. Bixio, Gedisa, Barcelona.
– Girard, R.: La violencia y lo sagrado, v. c. J. Jordá, Anagrama, Barcelona.
Algunos clásicos y textos escogidos
– Agustín de Hipona: La ciudad deDios, v. c. S. Santamarta & R. Fuente, BAC, Madrid.
– Tomás de Aquino: Cuestiones disputadas sobre el mal, v. c. E. Téllez, EUNSA, Pamplona.
– Villar, A. (ed): Voltaire-Rousseau: entorno al mal y la desdicha, Alianza, Madrid.
– Kant, I.: La religión dentro de los límites de la mera razón, v. c. F. Martínez Marzoa, Alianza, Madrid.
– Crignonn, C. (ed): Le mal: Texteschoisis, Flammarion, París.
– Larrimore, M. (ed): The Problem ofEvil: A Reader, Blackwell, Oxford.
El mal y la política
– Nicoletti, N.: Il male e la politica, Murceliana, Brescia.
– Barbier, M.: Le mal politique, L'Harmattan, París.
– Sfez, G.: Machiavel: la politique dumoindre mal, PUF, París.
– Starobinski, J.: El remedio en el mal, v. c. J.L. Arántegui, La Balsa de la Medusa, Madrid.
– Arendt, H.: Eichman en Jerusalem, v. c. C. Ribalta, Lumen, Barcelona.
– Weil, S.: La gravedad y la gracia, v. c. C. Ortega, Trotta, Madrid.
– Bauman, Z.: Modernidad y Holocausto, v. c. A. Mendoza, Sequitur, Madrid.
– Mate, R. (ed): La filosofía después del holocausto, número monográfico de Isegoria, nº 23, diciembre 2000.
– Gatti, R. (ed): Il male politico, Città Nuova, Roma.
– Todorov, T.: Memoire du mal, tentation du bien, Robert Laffont, París.

01/11/2001
1. Escrito el 28 de septiembre del 2001. ↩
2. Bastante más información sobre esos extremos en R. del Águila: La senda del mal. Política y razón de Estado, Taurus, Madrid, 2000. ↩
3. Me centraré en el totalitarismo nazi. Sobre el comunismo ver R. del Águila y F. Vallespín: «El Leviatán Rojo», Revista de libros, 17 de mayo de 1998. ↩

Fuente:
https://www.revistadelibros.com/articulos/el-mal-y-la-politica
Fotografía:Ulli Michel / Reuters. "En esta emblemática foto, tomada el 28 de Julio de 1994, una mujer desplazada de Ruanda se derrumba con su bebé sobre la espalda a un lado de una carretera, camino del campo de refugiados de Kibumba, antiguo Zaire, hoy República democrática del Congo. Huía del genocidio en el que miembros de la etnia tutsi fueron asesinatos de forma sistemática por radicales de la etnia hutu": https://www.semana.com/mundo/galeria/las-imagenes-mas-emblematicas-de-las-guerras-desde-vietnam-hasta-la-actualidad/635580

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