martes, 31 de marzo de 2020

¿AÚN NO TENEMOS FE?

Urbi et Orbi
Corina Yoris-Villasana

La Plaza de San Pedro, vacía; atardecer lluvioso, una escalinata blanca por donde asciende la figura del Sumo Pontífice, con su habitual atuendo blanco, y los claroscuros encuadran el escenario donde se lleva a cabo la oración extraordinaria con bendición Urbi et Orbi del Papa Francisco.

Su vestidura no es litúrgica, sino clerical. Consiste en una sotana blanca con 33 botones aludiendo a los años de Jesús cuando muere crucificado; usa un fajín blanco; una muceta blanca, prenda con capucha que proviene de la costumbre de los agricultores en la Edad Media para protegerse del mal tiempo. Es una simbólica manera de recordarle a los prelados que son labradores de la viña del Señor y que deben cumplir su función con humildad. (Mt 9, 37-38: Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies. Y Lc 10, 2: Y les decía: La mies a la verdad es mucha, mas los obreros pocos; por tanto, rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies); no puede faltar el solideo sobre la cabeza, que significa su dedicación a Dios. Toda la indumentaria es blanca.

El color blanco es de un extraordinario simbolismo en la Iglesia Católica, pues representa a Dios. Simboliza la alegría, pureza, tiempo de júbilo y la paz. No es caprichosa la escogencia de los blancos en toda la ceremonia. Sería inadecuado dejar de recordar que, desde sus inicios, el cristianismo se valió de símbolos para reconocerse y pasar inadvertidos ante las persecuciones de las que fueron objeto;  la vida en las catacumbas y la disciplina del secreto, que en parte creció a partir de ellas, hicieron necesario un velo para las creencias cristianas bajo tipos y figuras.

Y la lluvia, ligera, suave, trae a la mente que es el agua, precisamente, uno de los mayores y significativos símbolos cristianos. Se hizo presente, se hizo notar, el agua caía, de forma tenue, mientras el Papa subía al atrio. El agua, elemento indispensable para la vida del ser humano, está preñado de simbolismo. Dice la Enciclopedia Católica: “Al principio del mundo, el Espíritu de Dios la acarició con su soplo como elemento de fecundidad; eran aguas repletas de vida vegetal y animal. Y Jesús la santificó con su contacto en las corrientes del río Jordán. El agua con el crisma forma parte de la materia del Bautismo. En los ritos judíos se usa para las abluciones y lustraciones. La Biblia está llena de fuentes, de pozos; y con el agua del diluvio quiso Dios limpiar la maldad de la tierra. Y Jesús de su costado abierto hizo brotar “sangre y agua”. Y su agua calma siempre la sed”.

Con andar lento va Francisco ascendiendo escalón por escalón, pero ya al final acepta la mano del responsable de la liturgia vaticana, Monseñor Guido Marini, quien le ayuda a subir los últimos peldaños. Así inicia la histórica ceremonia.

SS Francisco lee el Evangelio, Marcos 4,35-41, texto donde se narra cómo ante la tormenta que amenazaba con hacer zozobrar la barca, los discípulos de Jesús, lo despertaron y le dijeron: «Maestro, ¿no te importa que naufraguemos? Se levantó, increpó al viento y ordenó al lago: «¡Calla, enmudece!» El viento cesó y sobrevino una gran calma. Y les dijo: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?» Llenos de miedo se decían unos a otros: «¿Quién es éste, que hasta el viento y el lago le obedecen?»

A partir de allí, el Papa pronuncia su histórica homilía diciendo: “«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos”, también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino solo juntos”.

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