jueves, 2 de abril de 2020

LAS PREGUNTAS DE LA VIDA

AL HILO DE LOS DÍAS TRIBUNA 
Un cataclismo previsto
Las principales instituciones mundiales denunciaron hace meses que un brote de enfermedad a gran escala era una perspectiva tan alarmante como realista y alertaron de que ningún Gobierno estaba preparado
Juan Luis Cebríán
En septiembre del año pasado, un informe de Naciones Unidas y el Banco Mundial avisaba del serio peligro de una pandemia que, además de cercenar vidas humanas, destruiría las economías y provocaría un caos social. Llamaba a prepararse para lo peor: una epidemia planetaria de una gripe especialmente letal transmitida por vía respiratoria. Señalaba que un germen patógeno de esas características podía tanto originarse de forma natural como ser diseñado y creado en un laboratorio, a fin de producir un arma biológica. Y hacía un llamamiento a los Estados e instituciones internacionales para que tomaran medidas a fin de conjurar lo que ya se describía como una acechanza cierta. La presidenta del grupo que firmaba el informe, Gro Harlem Brundtland, antigua primera ministra de Noruega y exdirectora de la Organización Mundial de la Salud, denunció que un brote de enfermedad a gran escala era una perspectiva tan alarmante como absolutamente realista y podía encaminarnos hacia el equivalente en el siglo XXI de la “gripe española” de 1918, que mató a cerca de 50 millones de personas. Denunció además que ningún Gobierno estaba preparado para ello, ni había implementado el Reglamento Sanitario Internacional al respecto, aunque todos lo habían aceptado. “No sorprende” —dijo— “que el mundo esté tan mal provisto ante una pandemia de avance rápido transmitida por el aire”.
Los llantos de cocodrilo de tantos gobernantes, en el sentido de que nadie podía haber imaginado una cosa así, no tienen por lo mismo ningún sentido. No solo hubo quienes lo imaginaron: lo previeron, y advirtieron seriamente al respecto. Ha habido sin ninguna duda una negligencia por parte de los diversos ministros de Sanidad y sus jefes, y en Francia tres médicos han presentado ya una querella contra el Gobierno por ese motivo. La consecuencia es que la mayoría de las naciones occidentales están hoy desbordadas en sus capacidades para luchar contra la epidemia. Se ha reaccionado tarde y mal. Faltan camas hospitalarias, falta personal médico, faltan respiradores, y falta también transparencia en la información oficial. En nuestro caso los periodistas tienen incluso que soportar que sus preguntas al poder sean filtradas por el secretario de Comunicación de La Moncloa.
El 24 de febrero la OMS declaró oficialmente la probabilidad de que nos encontráramos ante una pandemia. Pese a ello y a conocer la magnitud de la amenaza, ya hecha realidad con toda crudeza en varios países, apenas se tomaron medidas en la mayoría de los potenciales escenarios de propagación del virus. En nuestro caso se alentó la asistencia a gigantescas manifestaciones, se sugirió durante días la oportunidad de mantener masivas fiestas populares, no se arbitró financiación urgente para la investigación, se minimizó la amenaza por parte de las autoridades, e incluso el funcionario todavía hoy al frente de las recomendaciones científicas osó decir entre sonrisas que no había un riesgo poblacional.
No es momento de abrir un debate sobre el tema, pero es lícito suponer que además de las responsabilidades políticas los ciudadanos, que ofrecen a diario un ejemplo formidable de solidaridad en medio del sufrimiento generalizado, tendrán derecho a demandar reparación legal si hay negligencia culpable. Cunden a este respecto las dudas sobre la constitucionalidad en el ejercicio del estado de alarma. Se han suspendido en la práctica, aunque el decreto no lo establezca así, dos derechos fundamentales, el de libre circulación y el de reunión. No se discute el contenido de las medidas, del todo necesarias, sino la decisión de no declarar el estado de excepción que sí cubriría sin duda alguna dichos extremos, como también la movilización del Ejército. La impresión dominante es que el Gobierno es prisionero en sus decisiones de los pactos con sus socios de Podemos y los independentistas catalanes y vascos. En una palabra, la conveniencia política prima, incluso en ocasiones tan graves como esta, sobre la protección de la ciudadanía.
La Unión Europea debería haber adoptado medidas homogéneas para el conjunto de sus miembros
En descargo de nuestras autoridades puede apelarse por desgracia a parecidos errores cometidos en la Unión Europea, cuyo fracaso institucional, si no despierta a tiempo de la parálisis, amenaza con ser definitivo. La falta de coordinación entre los Gobiernos, la variedad de las decisiones adoptadas, la incapacidad para dar una respuesta global a un problema global, es ultrajante para la ciudadanía. La Comisión, el Consejo y el Parlamento europeos deberían haber adoptado medidas homogéneas para el conjunto de sus miembros. Europa ya venía fracasando en las políticas sobre emigración o refugiados, y solo se ha mostrado firme y coherente en la exigencia de austeridad que garantice los equilibrios presupuestarios. Dicha austeridad, aplicada con criterios cortoplacistas, está en la base de la escasa inversión en los sistemas de salud, cuyas carencias nos conducen ahora al mayor desequilibrio económico y fiscal imaginable. A medida que se cierran las fronteras y se expulsa a los extranjeros, crece el nacionalismo de viejo cuño, incapaz como es de dar respuesta a problemas planetarios, y en el que se engendran desde hace siglos sangrientos conflictos.
Pero el desorden no es solo europeo. No se han reunido el G20 y el G7, los supuestos amos del mundo; los llamamientos del secretario general de la ONU a proteger a los países más desfavorecidos e inermes ante la amenaza letal no son escuchados; y al presidente de Estados Unidos no se le cae de la boca la acusación a China de ser la responsable de esta catástrofe porque el primer ataque del virus tuvo lugar en Wuhan. Uno de los principales deberes pendientes, cuando la situación se haya estabilizado, será tratar de analizar el verdadero foco del patógeno, y establecer si tiene su origen natural o fue un invento humano. Al fin y al cabo, también la pandemia de 1918 recibió el apelativo de “gripe española” cuando en realidad la transmitieron soldados norteamericanos que habían desembarcado en un puerto francés.
Dure dos semanas o dos meses (más probablemente esto último) la batalla ciudadana contra el virus, lo que se avecina tras la victoria, cuyo precio habrá que contabilizar en vidas humanas antes que en datos económicos, es una convulsión del orden social de magnitudes todavía difíciles de concebir. El poder planetario se va a distribuir de forma distinta de como lo hemos conocido en los últimos 70 años. El nuevo contrato social ya ha comenzado a edificarse además gracias al empleo masivo de la digitalización durante el confinamiento de millones de ciudadanos en todo el orbe. En el nuevo escenario, China no será ya el actor invitado, sino el principal protagonista. La eficacia de sus respuestas en las dos últimas crisis globales, la financiera de 2008 y la pandemia de 2020, le va a permitir liderar el nuevo orden mundial, cuyo principal polo de atención se sitúa ya en Asia. No por casualidad países como Corea del Sur, Singapur y Japón sobresalen en el podio de los triunfadores frente al coronavirus. Este nuevo orden mundial ha de plantear interrogantes severos sobre el futuro de la democracia y el desarrollo del capitalismo. También sobre el significado y ejercicio de los derechos humanos, tan proclamados como pisoteados en todo el orbe. Por mucho que griten los populistas es la hora de los filósofos. Uno de los más respetados en el ámbito del Derecho, el profesor Luigi Ferrajoli, llamaba precisamente desde Roma, apenas días antes de que la ciudad se cerrara al mundo, a levantar un constitucionalismo planetario, “una conciencia general de nuestro común destino que, por ello mismo, requiere también de un sistema común de garantías de nuestros derechos y de nuestra pacífica y solidaria coexistencia”. Palabras que me hubiera gustado escucharan los españoles días atrás en alguno de los mensajes a la nación, tan bienintencionados como poco inspiradores.

Fuente:
Fotografía: Noel Celis (AFP). Una mujer protegida por una mascarilla conduce una moto en Wuhan (China)  https://elpais.com/cultura/2020/03/31/babelia/1585676259_109937.html

TRIBUNA
El regreso del conocimiento
Nos habíamos acostumbrado a vivir en la niebla de la opinión; pero hoy, por primera vez desde que tenemos memoria, prevalecen las voces de personas que saben y de profesionales cualificados y con coraje
Antonio Múñoz Molina

Por primera vez desde que tenemos memoria las voces que prevalecen en la vida pública española son las de personas que saben; por primera vez asistimos a la abierta celebración del conocimiento y de la experiencia, y al protagonismo merecido y hasta ahora inédito de esos profesionales de campos diversos cuya mezcla de máxima cualificación y de coraje civil sostiene siempre el mecanismo complicado de la entera vida social. En los programas de televisión donde hasta hace nada reinaban en exclusiva charlistas especializados en opinar sobre cualquier cosa en cualquier momento, ahora aparecen médicos de familia, epidemiólogos, funcionarios públicos que se enfrentan a diario a una enfermedad que lo ha trastocado todo y que en cualquier momento puede atacarlos a ellos mismos. Cada tarde, a las ocho, sobre las calles vacías, estalla como una tormenta súbita un aplauso dirigido no a demagogos embusteros sino a los trabajadores de la sanidad, que hasta ayer mismo cumplían su tarea acosados por los continuos recortes, la falta de medios, el desdén a veces agresivo de usuarios caprichosos o quejicas. Ahora, salvo en los reductos consabidos, no escuchamos eslóganes, ni consignas de campaña diseñadas por publicistas, ni banalidades acuñadas por esa especie de gurús o aprendices de brujo que diseñan estrategias de “comunicación” y a los que aquí también, qué remedio, ya se llama spin doctors: engañabobos, embaucadores, vendedores de humo.
La realidad nos ha forzado a situarnos en el terreno hasta ahora muy descuidado de los hechos: los hechos que se pueden y se deben comprobar y confirmar, para no confundirlos con delirios o mentiras; los fenómenos que pueden ser medidos cuantitativamente, con el máximo grado de precisión posible. Nos habíamos acostumbrado a vivir en la niebla de la opinión, de la diatriba sobre palabras, del descrédito de lo concreto y comprobable, incluso del abierto desdén hacia el conocimiento. El espacio público y compartido de lo real había desaparecido en un torbellino de burbujas privadas, dentro de las cuales cada uno, con la ayuda de una pantalla de móvil, elaboraba su propia realidad a medida, su propio universo cuyo protagonista y cuyo centro era él mismo, ella misma.
Yo iba por la calle y me fijaba en que casi todo el mundo a mi alrededor se las arreglaba para vivir dentro de su espacio privado, exactamente igual que si estuviera en el salón de su casa, en su dormitorio, hasta en su cuarto de baño: la diadema de los cascos gigantes para no oír el mundo exterior y estar alimentado a cada momento por un hilo sonoro ajustado a sus preferencias; la mirada no en la gente con la que te cruzas, sino en la pantalla a la que miras; la voz que habla en el mismo tono que en una habitación cerrada, tan descuidada de los otros que era habitual asistir involuntariamente a conversaciones íntimas embarazosas, a peleas, a estallidos de lágrimas.
Nos ha hecho falta una calamidad para descubrir de golpe el valor de los saberes sólidos y precisos
“Usted tiene todo el derecho del mundo a sus propias opiniones, pero no a sus propios hechos”, escribió el gran senador demócrata y activista cívico Patrick Moynihan. Lo dijo antes de que un portavoz de Donald Trump acuñara el término “hechos alternativos”, y de que la penuria económica de los medios de comunicación los llevara a alimentarse de opiniones más que de hechos, ya que siempre será mucho más caro, más trabajoso y hasta más arriesgado investigar un hecho que emitir una opinión. Se suma a esto una difusa hostilidad colectiva, que los medios alientan, hacia todo lo que parezca demasiado serio, pesado, poco lúdico. El entrevistador no disimula su impaciencia ante el invitado que suena premioso en cuanto se esfuerza en una explicación. Lo interrumpe: “Dame un titular”. Investigar con rigor y explicar con claridad requiere conocimiento y experiencia, que es el conocimiento más profundo que solo se obtiene con el tiempo y la práctica: son las cualidades necesarias para ejercer una tarea pública comprometida, desde asistir a un enfermo en una sala de urgencias a mantenerla limpia, o conducir una ambulancia, o montar de la noche a la mañana un hospital de campaña.
Pero entre nosotros la experiencia había perdido cualquier valor y todo su prestigio, y el conocimiento provocaba recelo y hasta burla. Cuando todo ha de parecer ostentosamente joven y asociado a la última novedad tecnológica, la experiencia no sirve para nada, y hasta se convierte en una desventaja para quien la posee; cuando alguien cree que puede vivir instalado en la burbuja de su narcisismo privado o de ese otro narcisismo colectivo que son las fantasías identitarias, el conocimiento es una sustancia maleable que adquiere la forma que uno desee darle, igual que su presencia personal queda moldeada por los filtros virtuales oportunos. Y la política deja de ser el debate sobre las formas posibles y siempre limitadas de mejorar el mundo en beneficio de la mayoría para convertirse en un teatro perpetuo, en un espectáculo de realidad virtual, no sometido al pragmatismo ni a la cordura, una fantasmagoría que se fortalece gracias a la ignorancia y que encubre con eficacia la cruda ambición de poder, el abuso de los fuertes sobre los débiles, la propagación de la injusticia, el despilfarro, el robo de dinero público.
En España, la guerra de la derecha contra el conocimiento es inmemorial y también es muy moderna: combina el oscurantismo arcaico con la protección de intereses venales perfectamente contemporáneos, que son los mismos que impulsan en Estados Unidos la guerra abierta del Partido Republicano contra el conocimiento científico, financiada por las grandes compañías petrolíferas. La derecha prefiere ocultar los hechos que perjudiquen sus intereses y sus privilegios. La izquierda desconfía de los que parezcan no adecuarse a sus ideales, o a los intereses de los aprovechados que se disfrazan con ellos. La izquierda cultural se afilió hace ya muchos años a un relativismo posmoderno que encuentra sospechosa de autoritarismo y elitismo cualquier forma de conocimiento objetivo. Ni la izquierda ni la derecha tienen el menor reparo en sustituir el conocimiento histórico por fábulas patrióticas o leyendas retrospectivas de victimismo y emancipación.
Curiosamente, en España, la izquierda y la derecha se han puesto siempre de acuerdo en echar a un lado o arrinconar a las personas dotadas de conocimiento y experiencia en el ámbito público, y someterlas al control de pseudoexpertos y enchufados. Maestros y profesores de instituto llevan décadas sometidos al flagelo de psicopedagogos y de comisarios políticos; los médicos y los enfermeros en la sanidad pública se han visto sometidos al capricho y a la inexperiencia de presuntos expertos en gestión o en recursos humanos cuyo único talento es el de medrar en la maraña de los cargos políticos.
Nos ha hecho falta una calamidad como la que ahora estamos sufriendo para descubrir de golpe el valor, la urgencia, la importancia suprema del conocimiento sólido y preciso, para esforzarnos en separar los hechos de los bulos y de la fantasmagoría y distinguir con nitidez inmediata las voces de las personas que saben de verdad, las que merecen nuestra admiración y nuestra gratitud por su heroísmo de servidores públicos. Ahora nos da algo de vergüenza habernos acostumbrado o resignado durante tanto tiempo al descrédito del saber, a la celebración de la impostura y la ignorancia.

Fuente:
https://elpais.com/elpais/2020/03/24/opinion/1585071202_661178.html
Fotografía: Milan Sabic (Pixsell). Un camionero de Ancona, Italia, durante un chequeo después de llegar al puerto de ferry croata en Split  https://www.verkehrsrundschau.de/nachrichten/coronavirus-ticker-scheuer-will-guetertransportpakt-deutlich-weniger-chinazuege-im-duisport-2548316.html


TRIBUNA 
La hora de la filosofía
Las preguntas que despierta el coronavirus son innumerables. El pensamiento tiene el deber de formularlas para la que la ciencia las pueda investigar
Juan Arnau Navarro
En un artículo reciente publicado en EL PAÍS, Juan Luis Cebrián reclama que, tras los estragos de la pandemia (y por mucho que protesten los populistas), será “la hora de los filósofos”. A continuación citaba a un profesor italiano que llamaba a erigir un “constitucionalismo planetario”, una conciencia general de nuestro destino común y un sistema que garantice nuestros derechos como especie. La llamada a la uniformidad, a cerrar filas, clásica ante las grandes amenazas, no se ha hecho esperar. El cine y la literatura la avanzaron. Ante el ataque de los extraterrestres, los enemigos históricos se transforman en aliados. Aunque, paradójicamente, la amenaza del virus ha hecho que los países cierren fronteras y expulsen a los extranjeros. Cualquier excusa es buena para el nacionalismo.
En otra línea, que corre en paralelo a la anterior, Muñoz Molina celebraba la llegada de la hora de los expertos, del reconocimiento “del conocimiento sólido y preciso” y de que, en medio del barullo de la opinión, se escuchara la voz de profesionales cualificados, como si ese conocimiento fuera uno y uniforme, como si hubiera una lectura científica unificada de lo que está ocurriendo. Ambas propuestas tienden a la generalización de las conductas y las reacciones, a cierta “uniformización” del pensamiento, como decía Hannah Arendt. Una amenaza única, una reacción única. Este modo de pensar, útil en las ciencias que recurren con frecuencia a abstracciones y generalizaciones, es el caballo de batalla contra el que ha luchado la antropología y el pluralismo epistemológico.
En una tercera línea, afín a las anteriores, Byung-Chul Han, filósofo surcoreano afincado en Berlín, explica por qué los países asiáticos están gestionando mejor la crisis. La herencia confuciana de Japón, Corea, China y Hong Kong, hace que la ciudadanía tienda a respetar más la autoridad y sea más obediente que en Europa. Para Han esa reacción eficaz se debe además a la tecnología, la multitud de cámaras que registran lo que sucede en las calles y el uso del big data. La propuesta del surcoreano es la menos filosófica de todas y se muestra tan inane como la de Yuval Noah Harari. De nuevo es una agente externo, en este caso tecnológico, el que nos sacará las castañas del fuego. La interpretación de Zizek de que el virus asestará el golpe definitivo al capitalismo parece una broma. El virus no hará la revolución, pero debería al menos restringir radicalmente la lógica capitalista de la aceleración productiva.
Los sueños van por delante. El culto a lo viral se ha convertido en una macabra realidad. El COVID-19 no sólo está poniendo a prueba el capitalismo moderno (suicida, parcheado, invertido, deficiente, huyendo continuamente hacia adelante), también está cuestionando nuestra forma de vida y valores. Cuando el terrible terremoto que asoló Lisboa en 1755, con los cadáveres todavía frescos, Rousseau lamentaba el espíritu de colmena que lleva a los hombres a vivir hacinados en ciudades, en altos apartamentos lejos de suelo. Hoy se podría plantear algo parecido. ¿Son excesivos los niveles de tráfico aéreo? ¿No habría que poner freno al turismo depredador que ya no contempla el arte o el paisaje, sino el modo efectivo de hacer una instantánea para subirla a las redes? ¿Es lícito que dejemos a los ancianos arrumbados en residencias? ¿Es necesario prolongar la vida hasta límites inhumanos? Nuestro planeta ya ha dado muestras de no soportar la lógica acelerada del mercado global. Sabemos que no todas las familias pueden tener el número de automóviles que tiene las familias alemanas, pero hacemos como si no lo supiéramos.
"La mejor recomendación es dejar de pensar en el virus y seguir trabajando. El miedo baja las defensas y el atracón de informativos da cuerda a la enfermedad"
Probablemente nunca lleguemos a conocer cuál fue el origen del patógeno, si tuvo un origen natural, si escapó accidentalmente de un laboratorio, si lo difundió una mano negra ansiosa de acelerar la selección natural o si es consecuencia de la excesiva exposición de los seres vivos a campos electromagnéticos (Wuhan es uno de los centros de la tecnología 5G). Pero hay un aspecto de la pandemia que sí es posible asumir. A todos nos han dicho en alguna ocasión en tono admonitorio: “confundes la causa con la circunstancia”. Eso es precisamente lo que hicieron, de modo consciente, algunos pensadores budistas. Difuminar el concepto de causa en el de circunstancia, algo que hace de continuo la física-matemática. En general, las ecuaciones no distinguen entre causa y efecto. Mantienen un sano escepticismo sobre quién golpeó y quién recibió el golpe. Matemáticamente, la gallina y el huevo son intercambiables y la flecha del tiempo desaparece. La circunstancia difumina el protagonismo de la causa. Cuando las causas se multiplican, pasamos a hablar de circunstancias. Algunos filósofos budistas llegaron al extremo de afirmar que nada es causa de nada, que sólo hay circunstancia. El problema estaría entonces en nuestra circunstancia actual a nivel global, dado que el virus participa de esa globalidad tan buscada.
En este punto no está de más recordar que, sin un sentimiento de pertenencia al orden natural, la ciencia desvaría. Hace ya mucho tiempo que la naturaleza ha dejado de ser la madre bienhechora que nos acoge en su seno para convertirse en enemiga. “Torturar a la naturaleza hasta que escupa sus secretos”, decía Bacon. Ese sentimiento hostil del hombre hacia la naturaleza es antiguo y no sólo ha creado un delirio ontológico, afianzando la soledad de nuestra especie, sino que ha desatado la indiferencia hacia el planeta. La ciencia del futuro tendrá que tener en cuenta esta circunstancia. A nivel personal, creo que la mejor recomendación es dejar de pensar en el virus y seguir trabajando. El miedo baja las defensas y en este sentido el atracón de informativos no es inocuo y da cuerda a la enfermedad. La cultura mental en este punto es decisiva. La vida y la muerte pueden decidirse en el ámbito de la imaginación.
(*) David Hume decía que la filosofía era la costumbre de alimentar un humor inquisitivo que nunca quedará satisfecho. Se me ocurren muchas preguntas y me gustaría dejar constancia de algunas. ¿Por qué este virus tiene un comportamiento poliédrico? En la ecuación del virus, el comportamiento de éste no depende exclusivamente de sí mismo, sino que las condiciones de contorno. Sabemos que un virus es una entidad fronteriza entre la vida y lo inerte. En cierto sentido es la presencia de la muerte en la vida. No tiene capacidad de reproducirse como la vida y, para hacerlo, entra en la célula como en una madre de alquiler y replica su ADN gracias a la maquinaria de la propia célula. Para atravesar la membrana celular requiere de cierta afinidad química. Al parecer el virus afecta a los mayores y respeta a los niños. ¿Detecta el cansancio celular? ¿Qué podemos aprender de esta circunstancia? Las preguntas son innumerables. La filosofía tiene el deber de ofrecerlas para la que la ciencia las investigue.

Fuente:
Fotografía: Emmanuele Contini (Imago). Una persona sin hogar, recorre  sola Alexanderplatz en Berlín, en medio de la crisis del corona virus   https://www.deutschlandfunkkultur.de/obdachlose-in-der-coronakrise-die-pandemie-trifft-die.976.de.html?dram:article_id=473162

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