Un uniforme oculta un célebre oxímoron
Rodolfo Izaguirre
La ropa, el vestido, el traje que llevamos puesto, los collares, aros, zarcillos y pulseras son prendas manifiestamente visibles y exteriores y, no obstante, son símbolos de una presencia espiritual. Ofrecen la visión de un ser interior. Puede entonces atinar aquel que dice: ¡Dime cómo vistes y te diré quién eres! El alma se descubre en la manera de vestir y de lucir la ropa que se lleva. El color y calidad de las telas, los pliegues y la caída de la falda corta o larga; la línea del pantalón; la combinación de durezas, suavidades, sedas y algodones y la capacidad para reconciliar el gusto con el placer que tuvo el diseñador al esbozar las líneas del traje complacen a la vida.
Pero ese símbolo se desvanece o simplemente desaparece o se degrada cuando el uniforme desconecta la personalidad de quien lo lleva. Contrariamente, los adornos o alamares, los hilos de oro y un pecho profusamente condecorado revelan en el uniforme de gala altivez y soberbia.
El uniforme disciplina, iguala, establece conformidad, semejanza; hace que perdamos talante y personalidad. Mao Tse-tung obligó a millones de chinos a vestir el mismo traje que lleva su nombre. Niveló, borró, eliminó al ser individual para inventar un ser colectivo sumiso y obediente. Pero en el diseño, el astuto Mao se cuidó de establecer diferentes tonalidades de color de acuerdo con las jerarquías políticas. El traje readquirió un poder simbólico absolutamente negativo.
Los militares son la evidencia máxima del oxímoron cada vez que se escucha la expresión «inteligencia militar». Una contradicción de términos que los documentaristas cinematográficos Hainowsky y Scheuman, de la extinta República Democrática Alemana, fijaron para siempre en los documentales que realizaron en Chile durante el golpe militar y la caída de Salvador Allende. Uno de estos cortos se refería al hecho de que, sobre los billetes de banco, los chilenos escribían frases ofensivas contra Pinochet y los miembros de la Junta Militar. Los cineastas entrevistaron al general que ocupaba un alto cargo en el Banco de Chile. Trajeado con un impoluto uniforme y con severidad prusiana el hombre, molesto, mostraba a las cámaras uno de los billetes en el que se podía leer: «¡Pinochet, asesino!» y otras verdades. «¿Cuántos cómo este se han recogido?», preguntaron los cineastas con fingida inocencia. «¡Muchos!», respondió el general. «¡Vea!». Y mostró a las cámaras montones de billetes ofreciendo así una valiosa información sobre el número y carácter de los opositores al régimen autoritario y criminal.
La secuencia más impactante de aquellos documentales es la que da inicio a la entrevista con el general Augusto Pinochet. Este, vestido de gran gala con sus inevitables y siniestros anteojos oscuros, cae fácilmente en la trampa de la cámara “sin película”, tendida por los cineastas alemanes: “¡No, general, no estamos filmando todavía!”, un tiempo que aprovechó el edecán para quitar de los hombros del caudillo invisibles motas de polvo y para que el propio Pinochet, preocupado ostensiblemente por la línea del pantalón del uniforme, pulcro y blanquísimo con lujosos arreos militares lo revisara con extremada y concentrada atención, pero la obsesión del general por alisar una y otra vez la línea del pantalón ponía al descubierto un ceremonial neurótico de evidente color fascista que navegaba dentro de él. Era, nuevamente, el traje como símbolo, esta vez, de una presencia detestable que vive dentro del ser.
Cuando finalmente Hainowsky y Scheuman dieron luz verde, el general se irguió en su asiento y para asombro del mundo entero comenzó su discurso diciendo: “¡No puede decirse que lo hayamos hecho todo! ¡El comunismo es como un fantasma!”, lo que aprovecharon los cineastas para hacer corte directo, mostrar las primeras líneas del Manifiesto Comunista e insertar un doloroso documental sobre la explotación del salitre chileno como introducción a la visita que hicieron al campo de concentración de Pisagua.
Allí fueron los alemanes. Nunca dijeron que se trataba de la RDA, pero bastó con el simple hecho de que fueran alemanes para obtener la orden de vuelo, sellada y firmada por el propio Pinochet, pero no la autorización para entrar a Pisagua. Plastificaron sus credenciales adosando la orden firmada por el general y las mostraron al alcalde del campo de concentración. Al ver tan solo el sello y la firma del general en jefe, el alcalde los dejó pasar. Las entrevistas con los prisioneros son una demostración suprema de sagacidad e inteligencia.
Temiendo un nuevo engaño de los militares y sin saber cuáles eran las intenciones que se movían detrás de las cámaras, ni la nacionalidad o identidad de los cineastas, los prisioneros designaron a los más comprometidos, a los que se sabían condenados a muerte, para que declararan. Bajo la constante vigilancia de los carceleros, surgían las preguntas y llegaban las respuestas: ¿Cuál es su profesión? “Soy médico y estaba en el Palacio de La Moneda”. ¿Usted ejerce acá? “Sí”. ¿Qué población atiende?” y el médico daba una cifra: el número de reclusos. Y así, a medida que se desarrollaba la entrevista se iban produciendo las informaciones precisas que los cineastas buscaban y los guardias no detectaban. “¿Cuál es la enfermedad más recurrente?”, preguntaban los alemanes mientras la cámara encuadraba a uno de los presos sentado en el suelo, con las piernas abrazadas y la mirada ausente: “¡La melancolía!”.
Cuando se proyectaron estos y otros documentales en la Cinemateca venezolana, la Embajada de la RDA ofreció un cocktail a Heinowski porque Scheuman no vino a Caracas y todos los que estábamos allí vimos cómo un ángel agitó sus alas y revoloteó sobre los asistentes cuando uno de los invitados se acercó al cineasta alemán diciendo: “¡Usted me entrevistó en Pisagua! ¡Yo era el médico de La Moneda!”.
¡Fue un momento de gloria!
19/04/2020:
https://www.elnacional.com/opinion/un-uniforme-oculta-un-celebre-oximoron/
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