HISTORIA
Edgardo Mondolfi Gudat y la agonía de escribir historia
Creció en las faldas del Ávila, en un hogar donde se cultivaban la ciencia y la literatura. Edgardo Mondolfi Gudat estudió Letras en la UCV, se hizo una carrera diplomática bajo la tutela de Simón Alberto Consalvi y se doctoró en Historia en la UCAB. Desde noviembre de 2011 es individuo de número de la Academia Nacional de la Historia. Es autor de libros como “El lado oscuro de una epopeya” y “La insurrección anhelada”, en el cual ayuda a entender cómo el chavismo estimula y se apropia de la “nostalgia” por la lucha armada de los años sesenta
Jesús Piñero
Edgardo Mondolfi Gudat no siente que es un lord inglés, aunque así lo llamen quienes lo conocen. El periodista Alexis Correia también lo calificó de esa manera en una entrevista publicada en la revista Clímax en 2016. Pero él no le encuentra sentido a tal calificativo, no es Diógenes Escalante, el hombre del consenso que la demencia política devoró en 1945 y que, según el testimonio del mismo historiador, decían que pensaba y sentía en inglés. “Creo que se trató siempre de una inmensa injusticia hacia Escalante porque, dígase lo que se quiera, fue un hombre denso en cosas venezolanas”.
Mondolfi no se ve así, tiene la certeza de creer que piensa, habla y siente en venezolano, a pesar de que sus intereses académicos estén entrelazados con el mundo anglosajón. Insiste: “ese solo hecho no es motivo de extranjería”.
El 1 de enero de 1964, dos meses y diez días antes de que Raúl Leoni asumiera la Presidencia de la República, pero también cuando empezaba el año en el que Estados Unidos ingresaría directamente a la Guerra de Vietnam y se cumplieran 400 años del natalicio de William Shakespeare, Edgardo nació en Caracas. Fechas icónicas que, de acuerdo a sus propias palabras, “revelan algo de mis pasiones personales: mi interés por la Guerra Fría y por la literatura inglesa”.
Edgardo Mondolfi
El apelativo y esas pasiones podrían ser de origen sanguíneo, al menos de parte materna. Ruth Gudat Gavens conoció a Edgardo Mondolfi Otero en la Universidad de Cornell y en medio de la Política de Buena Vecindad, impulsada por Franklin Delano Roosevelt, se enamoraron. Mondolfi (padre) cursaba una beca y se formaba como zoólogo, especialista en mamíferos y anatomía comparada. Su madre, por otro lado, estudiaba Literatura y Artes Liberales.
“De esa estirpe somos cuatro hermanos: Paul y María Eugenia, ambos médicos; Alessandra, quien se dedicó al periodismo, y yo”.
Su reconocimiento ha traspasado el claustro, pues el 5 de julio de 2018 fue el orador de orden para la sesión solemne de la Independencia, realizada desde la Asamblea Nacional, controlada por la oposición democrática
Era la víspera a la Segunda Guerra Mundial, una tormenta incontenible, aunque en Venezuela ese tifón parecía haberse ido en 1935. Bajo un incandescente sol democrático, pero todavía rodeado con algunos nubarrones políticos que presagiaban más diluvios, Eleazar López Contreras tomaba las riendas.
—La casa, que siempre quedó a las faldas del Ávila, me hizo piemontés. Tanto así que mi infancia y juventud se resumieron, en buena medida, en largas excursiones por el Ávila. A lo cual habría que agregar tanto los animales con los cuales convivíamos en casa de manera permanente (desde araguatos hasta pecarís) como las docenas de frascos llenos de formol en los que mi padre solía guardar sus muestras de estudio. Eso explica, supongo, mi devoción e interés por la naturaleza. Por otra parte, ambos –Edgardo y Ruth– eran buenos y disciplinados lectores: papá, de temas relacionados con su quehacer científico; mamá, de literatura. Mamá, además, era diestra con la cámara fotográfica y ayudó a documentar las expediciones de recolección de especies que papá solía hacer por los llanos y el Amazonas con el patrocinio de fundaciones científicas, desde La Salle hasta el Smithsonian.
De modo que en casa respiré ciencias naturales y respiré literatura, aunque me vi forzado a inclinarme finalmente hacia el mundo de las Humanidades por mi más que pobre y lamentable desempeño con las matemáticas, la física y la química.
Al final, cuando opté por cursar una carrera universitaria lo hice por Derecho, suponiendo que era lo más serio y solvente que podía estudiar. Pero en el fondo no me sentía inclinado a ser abogado. Así que, un poco por entender que debía cumplir con ciertos estereotipos y un poco por hacer lo que de veras quería hacer, resolví combinar a un tiempo el Derecho en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) con Letras en la Universidad Central de Venezuela (UCV).
Al final abandoné el Derecho, luego de completar el segundo año. Me arrepienta –o no– de semejante decisión, lo cierto es que a esa edad me parecía más fascinante leer la poesía de John Donne que el Código de Comercio. Fue, en todo caso, una decisión difícil y llena de riesgos. Tal vez por el peso que aun tiene aquello que dijo Juan Vicente González a mediados del siglo XIX: “En Venezuela, quien escribe para comer, ni come ni escribe”.
—Es egresado de tres carreras y universidades distintas: UCV, American University y la UCAB, ¿qué significó formarse en ellas y cómo acopla esas tres formaciones?
—En la UCV, como te he dicho, cursé Letras. Y los profesores que allí tuve me han definido mucho como lo que soy: hablo de Alejandro Oliveros, María Fernanda Palacios, pero también de Rafael Cadenas y Adriano González León, aun cuando con estos últimos dos tuve menos contacto en lo personal. Al terminar Letras, y luego de otra serie de vacilaciones acerca de qué hacer con mi vida, opté por enrolarme en una Maestría en Estudios Internacionales, en la American University, en Washington DC. Fue una decisión acertada: fue una forma bastante feliz de remendar la pata coja del Derecho y de familiarizarme con la metodología anglosajona, la cual, por cierto, me ha sido de enorme utilidad hasta ahora.
Muchos años después hice el Doctorado en Historia. Fue una vuelta a la UCAB, lo cual también me sirvió de algún modo para saldar un capítulo inconcluso. La decisión de hacer el doctorado en la UCAB y no en la UCV tuvo que ver con mi buen amigo, Rafael Arráiz Lucca, quien me animó a cursar allí por el tipo de programa de posgrado que se ofrecía a través del Instituto de Investigaciones Históricas “Herman González Oropeza”. Fue una decisión que le debo a Rafael, de manera irreductible, hasta el día de hoy. Allí tuve otro elenco estelar de profesores: María Elena González Deluca, Elías Pino Iturrieta, Domingo Irwin, José Luis Da Silva.
—¿Por qué la Historia y no la literatura o las relaciones internacionales?
—Creo que nunca he hecho una cosa en desmedro de la otra. A ver si me explico: cuando estudié Letras lo hice muy enfocado en la historia de la literatura; cuando cursé la Maestría en Estudios Internacionales, lo hice con el pie puesto en la historia diplomática. En ese sentido, mi trayectoria tal vez luzca heterogénea pero no necesariamente incoherente. Cabría preguntarme a mí mismo: ¿por qué, a nivel de pregrado, no cursé Historia en lugar de Letras? No sabría decirte. Tal vez fuera porque a la hora de proponerme echar por la borda la carrera de Derecho, Historia me lucía aun más incierta que la carrera de Letras, lo cual es mucho decir. En el fondo, no lo sé. Pero sí tuve siempre el empeño por ver las cosas desde el domicilio de la historia. Y a eso contribuyó mi doctorado en la UCAB: a terminar de construir la casa.
—Usted tiene una prosa bastante agradable, escribe muy bien, ¿cómo diferencia lo literario y lo histórico?
—Te agradezco el comentario, aunque, para mí, escribir es una agonía desde que comienzo hasta que termino. En mi caso es algo parecido a lo que William Faulkner llamaba “la agonía y el sudor”. Me desvela la necesidad de dar con la palabra precisa; me irrita el adjetivo que sobra; le tengo horror a los gerundios; me horroriza la posibilidad de verme entrampado en medio de una frase oscura. Ahora, con respecto a lo segundo, no veo que imperen fronteras entre el estilo que me caracteriza y el tema que me propongo abordar, siempre que –tratándose del género histórico– lo haga con el rigor investigativo que reclama la disciplina. Por supuesto, cuando escribo ensayos de corte literario, el enfoque y las exigencias son otros.
—Tuvo mucha cercanía con Simón Alberto Consalvi. ¿Qué significó su influencia?
-La influencia de don Simón Alberto en mí fue absoluta, rotunda y decisiva. Nos hallamos siempre en medio de desvelos compartidos. La propia trayectoria de Consalvi fue una brújula para mí: él traía a sus espaldas el periodismo y la diplomacia y, con el mismo empeño con el que podía escribir sobre algún tema contemporáneo usando para ello su instrumental de buen periodista y diplomático, lo podía hacer sobre Santos Michelena, Pedro Manuel Arcaya o Juan Vicente Gómez, utilizando una acerada pupila para la historia.
—También trabajó en las embajadas venezolanas en Washington y Buenos Aires, ¿estuvo vinculado a la política de la Venezuela a finales del siglo XX?
-Llegué al ejercicio diplomático un poco por suerte, tal vez también por un poco de talento. Fue justamente Consalvi quien me avistó en Washington mientras yo cursaba la Maestría en Estudios Internacionales. No era fácil caerle en gracia a don Simón ni estar a la altura de sus exigencias, pero creo que cumplí ambos cometidos. Se generó una vacante en la Agregaduría Cultural y pensó, como embajador, que podía iniciarme por ese camino en lo que él veía como mi interés por la carrera diplomática. Ya de regreso a Caracas me animó a que siguiera en el Ministerio de Relaciones Exteriores (MRE) y que revalidara mis títulos como profesional de carrera. Así me fui quedando en el MRE. Fue la etapa “burocrática” de mi vida y, hasta el día de hoy, no me arrepiento de ello. Pero también le debo a don Simón algo absolutamente inestimable cuando avistó el horror de lo que se nos venía encima a partir de la revolución bolivariana. Me dijo: “La vida no comienza ni termina en la Cancillería”. Fue entonces cuando recogí mis aperos y terminé, a partir de entonces y por largos años, refugiado en la docencia. Irme de la Cancillería no significó ninguna orfandad, pese a los gratos recuerdos y las amistades que aun perviven. Esos años en que me vi prestado a la docencia universitaria me permitieron, a la vez, seguir formando parte de las aventuras editoriales de don Simón, quien fue siempre un surtidor infatigable de proyectos, bien en la Academia Nacional de la Historia, o a través del diario El Nacional.
—Hay historiadores que escriben de forma compleja y otros que lo hacen más bien para un público abierto, ¿qué podría decirme de eso y de los bestsellers de la historiografía?
—Escribir, según el estilo con que se escriba, es asunto de cada quien. El lector es quien, a fin de cuentas, determina las preferencias y se pronuncia al respecto. La calidad de best seller lo determina otro, no uno mismo.
—También hay muchos historiadores que consideran que la literatura no es una fuente, ¿qué se debe tomar en cuenta cuando trabajamos una fuente literaria para la historia?
—Creo que indirectamente he contestado diciendo que la literatura y la historia son géneros distintos. Estoy muy claro con respecto a que una cosa es mi vehículo escritural y otra si estoy haciendo literatura o haciendo historia. Ahora bien, lo que sí te puedo asegurar es que utilizo con mucha frecuencia el testimonio de escritores y novelistas a la hora de atender alguna coyuntura con pupila de historiador. Te pongo varios ejemplos: me interesa saber qué dijeron desde la prensa, y en calidad de polemistas, autores al estilo de Enrique Bernardo Núñez o Guillermo Meneses con respecto a los gobiernos de Eleazar López Contreras o de Isaías Medina Angarita. Ambos actuaron en calidad de testigos confiables de una época. Lo mismo podría decir acerca de lo que opinara otro poeta y novelista como Antonio Arráiz acerca del gobierno presidido por Rómulo Betancourt a partir del 18 de octubre, o lo que a bien tuvo decir Juan Liscano en los años sesenta en relación al tema de la lucha armada y el gobierno de Raúl Leoni. Como polemistas, articulistas o simples opinantes, muchos de nuestros escritores han sido una cantera inagotable a la hora de seguirle la pista a nuestros desórdenes y avatares.
Insurrecciones, felonías y militares
Pese a que, en 1992, la Guerra Fría –el principal interés de Mondolfi– había terminado y por ende todo el escenario que esto supuso para Latinoamérica, las historias sobre revoluciones y felonías en la política venezolana parecieran ser cuentos de tiempos circulares y del eterno retorno. Ante las llamadas telefónicas de la noche y madrugada del 4 de febrero de ese año, y las ráfagas de tiros al fondo, Edgardo Mondolfi se asomó por la ventana de su vivienda en la Alta Florida para verificar la información que le habían suministrado: unos paracaidistas se sublevaban contra el Estado, pero el cielo despejado no daba señales de algo inusual.
“Me sentí algo así como los habitantes de la campiña de Normandía, en junio del 44, cuando se enteraron de que la 82 División Aerotransportada estaba cayendo en racimos para coger por sorpresa a los alemanes”.
Los militares felones no habían tomado el cielo como vehículo para su estocada contra la democracia: llegaron en autobuses a pretender tomar el control de la ciudad. En Miraflores y sus adyacencias las detonaciones despertaron a muchos: “No se trataba de los simples tiros solitarios a los que uno estaba habituado desde hacía mucho tiempo en la Cota Mil, y que formaban parte de nuestro propio paisaje del western, pero eso de unos paracaidistas pintarrajeados y vestidos de camuflaje, prestos al combate nocturno pero sentados en perfecta fila de un autobús, se me terminó antojando como el primer capítulo de toda la falsa épica que vino después”. El ciclo empezaba de nuevo.
—Escribió sobre la guerrilla en Venezuela, ¿lo que hoy vive Venezuela es producto de aquellos años? ¿Fueron esos actores responsables indirectos de todo esto?
—Te respondo a partir de lo que dejé más o menos apuntado en mi último libro La insurrección anhelada, al referirme a ese punto: en los últimos veinte años, y como parte del esfuerzo por construir su propia épica, la lucha insurgente de los años sesenta ha venido a ser una de las tantas nostalgias que alimenta a la revolución bolivariana, al punto de hacer que la evocación de la guerrilla opere como uno de los nervios centrales de la narrativa gubernamental. De hecho, el imaginario oficialista ha pretendido conferirle un rango muy significativo a la violencia armada de esa década, llegando a atribuirle inclusive una serie de conexiones bastante caprichosas con la rebelión militar de 1992.
No cuesta mucho ver que todo el imaginario reivindicador que ha pretendido construirse sobre la base de homenajes, símbolos, imágenes o textos escolares ha tendido no sólo a propiciar un entendimiento radicalmente distinto de esa coyuntura violenta, sino a valorar lo más sombríamente posible las decisiones de carácter político y militar que fueron tomadas tanto por el gobierno de Betancourt como por el de Leoni para repeler la amenaza que significaba la lucha armada para el proyecto democrático y, especialmente, lo que significaba en medio de todo ello la persistente injerencia cubana. A la hora de pretender generar esa visión, mucho de lo que se jactan de repetir los voceros del gobierno tiende a bordear, en ciertos casos, el territorio de lo simplemente ingenuo pero, en otros, se deslizan por el terreno de lo peligroso e irresponsable. Tan irresponsable que, al final, los cubanos no terminaron entrando por una ventana, como pretendieron hacerlo en los años sesenta, sino que les permitimos entrar, con todas las deferencias y miramientos del caso, por la puerta principal.
—Entre todos los libros que ha publicado, ¿cuál fue el que más disfrutó escribir?
—Yo diría tal vez que El lado oscuro de una epopeya. Allí me ocupé de la agonía y desventuras de los voluntarios británicos que terminaron alistándose del lado de los criollos insurgentes a partir de 1817. Y te explico por qué: en primer lugar, porque el grueso del material lo recabé de fondos documentales existentes en Inglaterra. Eso me permitió la irrepetible oportunidad de examinar los contenidos del Archivo Nacional en Kew Gardens o los periódicos de la época (tanto los más conocidos como The Times, como los absolutamente desconocidos, al estilo del diario antiinsurgente The Courier) que se conservan en la Biblioteca del Museo Británico o en la Biblioteca Bodleian de la Universidad de Oxford.
En segundo lugar, porque muchos de los testimonios, tremendamente desoladores y descarnados que aportaron esos reclutas, revela que su estancia en Venezuela terminó convirtiéndose, desde el punto de vista personal, en su propio “corazón de las tinieblas”. Emerger de esa experiencia del horror –hecha de penurias cotidianas, de falta de buenos aprestos militares, de carencias materiales de todo tipo, de enfermedades tropicales, de borracheras incontrolables, de enfrentamientos violentos entre criollos e ingleses que en algunos casos llegaron al homicidio, de barreras idiomáticas infranqueables entre ambos mundos, de conatos de deserción, o de intentos de saqueo por parte de esos reclutas– me permitió cerrarle las puertas de una vez por todas a esa estampa hecha de casacas rojas que, con tanto despliegue de inocencia y tontería, nos obsequió la pintura venezolana del siglo XIX.
—Ahora, hablando de historiografía, ¿qué opina del Centro Nacional de Historia?
—Atiendo con particular curiosidad las cosas que han salido de ese vecindario relacionadas con el tema de la insurgencia. Me interesa la posibilidad de contrastar visiones y asomarme al tipo de fuentes con que se trabaja desde allí el tema de la guerrilla. Por más que se le puedan advertir costuras frágiles al intento por dotar a esa clase de entendimientos de una intencionalidad política evidente, confieso que me he tropezado allí con cosas particularmente interesantes. Eso no lo puedo negar. Sería injusto y mezquino hacerlo.
—¿Con cuál época compararía la situación actual de Venezuela?
—Ninguna época es comparable a otra. Pero, al menos para decirlo con cierta ligereza, me recuerda a la estampida de 1814, sin Boves, naturalmente, y con otro tipo de muerte, desde luego. Y, desde luego también, con el añadido de la dolarización salvaje.
Edgardo Mondolfi Gudat en la Academia
El jueves 24 de noviembre de 2011, Edgardo Mondolfi fue incorporado a la Academia Nacional de la Historia, institución que para él “siempre ha tenido una significación extraordinaria porque es una casa con la cual me he relacionado desde mucho antes de imaginar siquiera que alguna vez formaría parte de sus filas”.
El discurso de incorporación de Edgardo Mondolfi estuvo dedicado al intercambio entre José María Blanco White y Fray Servando Teresa de Mier, en medio de los avatares de la independencia. “Eso me brindó la oportunidad de combinar dos cosas: mi interés por la calidad de la polémica librada entre dos grandes escritores y meterle el diente a la confusa y contradictoria dinámica de una época. Ese discurso fue para mí una navegación absolutamente feliz como escritor y como historiador; o, al menos, para el pretendido escritor o historiador que soy o en el cual, a fin de cuentas, me he convertido”.
Su reconocimiento ha traspasado el claustro, pues el 5 de julio de 2018 fue el orador de orden para la sesión solemne de la Independencia, realizada desde la Asamblea Nacional, controlada por la oposición democrática.
Fotografías:
LB (2012): "La tomamos en la Hemeroteca de la Academia Nacional de la Historia, Caracas, 06/12/12. LLegó junto a Edgardo Mondolfi. No lo quisimos molestar. En el centro, Simón Alberto Consalvi. Seguimos concentrados en nuestro material hemerográfico y, de pronto, creemos que no pasaron ni 20 minutos, se levantó, se despidió y se marcho junto a Mondolfi" https://www.facebook.com/Hereditatis/photos/a.168848793267582/168848839934244/?type=3&theater
Fotografía: Daniel Hernández https://elestimulo.com/climax/edgardo-mondolfi-gudat-y-la-agonia-de-escribir-historia/?fbclid=IwAR08nP4Gex1QvILQuKfy63roycXuWXhHYIVDXEDtCGu1W1IX04xTpZb55Gw
Brevísima nota LB: Magnífico contexto para la fotografía de Daniel Hernández.
No hay comentarios:
Publicar un comentario