EL UNIVERSAL, Caracas, 20 de febrero de 2017
Representación política
Álvaro Montenegro Fortique
El asunto de la representación política ha sido el centro de numerosos debates desde los tiempos de la antigua Grecia, cuando Platón, Aristóteles y otros filósofos trataron el tema con mucha agudeza. San Agustín con su Ciudad de Dios, permitió apuntalar la visión platónica de la representación política, y hacer entender a la baja Edad Media que los reyes eran la representación de Dios en la Tierra. Esa explicación sirvió para legitimar el sistema político de Europa por mucho tiempo. Casi mil años después Santo Tomás de Aquino, con una mirada mucho más terrenal y siguiendo principios aristotélicos, permitió con sus reflexiones que pensadores posteriores como Marsilio de Padua, Pico Della Mirandola, Nicolás Maquiavelo y otros del Renacimiento, se plantearan nuevas preguntas sobre el derecho natural y las formas de gobierno, la representación política, soberanía, el poder legislativo, las mayorías, y las formas de representación.
Mucho después, en la Inglaterra de Thomas Hobbes y luego en la Francia de la Revolución, el debate sobre la representación política, nación, república y soberanía se avivó en una forma exponencial. La idea de una “democracia pura” se batía contra la democracia representativa. Pensadores tan profundos como Saint-Just, Rousseau, Guizot, Constant y otros, aportaban sus ideas a un forcejeo intelectual entre cómo definir al sujeto, ciudadano, o al individuo como representante de sí mismo. Si todos somos iguales a los ojos de Dios, ¿cómo hay un rey con más privilegios que todos los demás? ¿Cómo conciliar la libertad individual de decidir sobre la cosa pública, con la idea de delegación por medio de unos representantes ante una asamblea?
Uno de los pensadores de esa época que más aportó a esta polémica sobre representación política fue el abate Enmanuel-Joseph Sieyés, considerado como un actor político clave de su tiempo, cuya influencia se siente todavía hoy en día en los estudios de ciencias políticas. En sus Ensayos sobre los privilegios y ¿Qué es el tercer Estado?, este autor se deslinda del Ancien Régime y nos lanza definitivamente a navegar sobre la modernidad política, delineando claramente una idea de sujeto, división del trabajo, Nación, poder constituyente, representación política y poder constituido. Sieyés parte de la definición del ciudadano, para llegar al concepto de Nación, que lo es todo. Además agrega que “todo es representación dentro del Estado social”. El autor era un firme defensor del gobierno por procuración, pero a la vez estaba claro en los límites que debía tener ese poder delegado.
El debate continúa en nuestros días, y pensadores como el filósofo postmarxista Antonio Negri, bajo una clara influencia de Spinoza, ha planteado explicaciones novedosas a la representación política. En sus obras Anomalía Salvaje, El Poder Constituyente, Multitud, Imperio, y Commonwealth, Negri nos pasea por términos como la Biopolítica, el Biopoder, el Estado-Nación, democracia, república, multitud y muchos otros que proponen miradas y lenguajes innovadores, para tratar de explicar algunas relaciones políticas globalizadas.
En un muy interesante curso del doctorado en Ciencias Políticas de la UCV, el destacado profesor Omar Noria, nos ha hecho comparar las lecturas de Sieyés con las de Toni Negri, para deliberar sobre el eterno debate entre Poder Constituyente y Poder Constituido. ¿Cuándo debe cesar, si es que debe, la acción del Poder Constituyente? Si la soberanía reside en el pueblo, entonces, ¿cómo se representa políticamente esa soberanía? Esas son preguntas que en Venezuela se deberían hacer los líderes más encumbrados del gobierno y de la oposición, para que con sus respuestas permitan a los ciudadanos tomar el protagonismo que les corresponde.
Fuente:
http://www.eluniversal.com/noticias/opinion/representacion-politica_639728
EL PAÍS, Madrid, 21 de febrero de 2017
TRIBUNA
Populismos y representación
José María Maravall
Por “populismo” me refiero, por un lado, a la representación política que algunos partidos, de izquierda y de derecha, se atribuyen; por otro lado, a las políticas que prometen. Declaran representar al “pueblo” —un conjunto heterogéneo pero todo él sometido a una “casta”. En lo que respecta a las políticas que proponen, no atienden nunca a sus consecuencias. Tampoco a los medios para atenderlas: todo depende de una “voluntad política” para la que supuestamente no existen restricciones.
Sus orígenes se encuentran en el movimiento de los naródniki, revolucionarios de clase media y media-alta que pretendieron movilizar al campesinado ruso en las décadas de 1860 y 1870. Estrategias parecidas han sido utilizadas con frecuencia. Marx analizó magistralmente un movimiento populista: el golpe de Estado de Luis Bonaparte en Francia: “un personaje mediocre y grotesco” convertido en un salvador del pueblo. Los teóricos italianos de fines del siglo 19 y comienzos del 20, precursores del fascismo, utilizaron la división casta/pueblo para irla progresivamente derivando hacia una teoría del “caudillaje” —un duce que enlazaba directamente con el pueblo, por encima de un sistema y unas élites corruptas. El “caudillaje” y el populismo han sido frecuentes en la política latinoamericana, un ejemplo siendo hoy día Nicolás Maduro. También en los Estados Unidos, sobre todo entre 1890 y 1930 -ahora Donald Trump constituye un caso extraordinario de populismo por su ataque al “sistema”, al establishment, y por unas políticas basadas en la xenofobia, el racismo y el proteccionismo.
Hoy día los populismos, tanto por lo que dicen representar como por las políticas que ofrecen, se han multiplicado. Ha sucedido en la Europa de las democracias tradicionales y “virtuosas”: en la Finlandia de los Verdaderos Finlandeses, en la Dinamarca del Partido Popular Danés (PPD), en la Holanda del Partido por la Libertad (VVD), en la Francia del Frente Nacional de Marine Le Pen, en la Inglaterra del triunfo del Brexit. Es también lo que alimenta el discurso dicotómico de “casta” y “pueblo” en la Italia de Beppe Grillo y el Movimento 5 Estrellas, así como en la España de Podemos —donde Pablo Iglesias ha declarado, por ejemplo, que él es como Donald Trump sólo que de izquierdas, después de haber afirmado que la diferencia entre izquierda y derecha había desaparecido.
El populismo es difícilmente compatible con la democracia . Los representantes elegidos son presentados como miembros más de “la casta”. El vínculo directo entre gobernantes y “pueblo” se ejercita mediante plebiscitos y referendos —un instrumento político manipulable donde los haya. Los organismos intermedios interfieren en ese vínculo —los Parlamentos, los congresos de los partidos, los órganos judiciales y los medios de comunicación independientes. En sus dos primeras semanas de mandato, Trump ha subvertido a jueces y medios de información contraponiéndoles al “pueblo” y dirigiéndose directamente a los ciudadanos. Se ignora lo que sabemos desde hace más de dos siglos —que en sociedades grandes y complejas, con intereses muy heterogéneos, la única democracia posible es la democracia representativa, con pesos y contrapesos entre los diferentes poderes, y que la “democracia directa” se opone a cualquier contenido deliberativo de la democracia. Que los mandatos imperativos y la revocación inmediata de los representantes y de los gobernantes son contrarios a los intereses de los ciudadanos: las condiciones iniciales suelen cambiar y no ajustar las políticas puede ser nefasto. Que por todo ello, los representantes deben siempre dar cuenta de sus decisiones, de cualquier cambio en sus promesas, y someterse al veredicto de los ciudadanos en las elecciones. El ataque a la democracia representativa, acompañado del populismo, es una amenaza real a las libertades.
El miedo es la base política de los populismos. La globalización puede generar ese miedo en el seno de los sectores más vulnerables a una internacionalización de las economías. Por eso los populistas les ofrecen levantar barreras proteccionistas —todo lo que Fernando Henrique Cardoso ha calificado como “utopías regresivas”. Volver a levantar los muros que mantuvieron en el subdesarrollo a los países pobres, impidiendo sus exportaciones competitivas. A lo largo de muchos años, suprimir esas barreras fue un objetivo de la socialdemocracia. No puede apartarse de ese camino, lo cual no significa aceptar una desregulación de los mercados de productos y de capital que se imponga a la política democrática. Mediante los Estado de Bienestar se han protegido a los sectores dañados por esa globalización creciente. Ha existido una asociación muy fuerte, con evidencia abrumadora, entre gasto social e internacionalización de las economías.
Pero el diseño del Estado de Bienestar tiene hoy que ser reformulado: no puede pasar a ser un instrumento para financiar el consumo de los grupos de ingresos altos; se tiene que definir mejor qué se entiende por “igualdad”, cómo eliminar discriminaciones sociales, cómo erradicar la “necesidad”, cómo generar oportunidades que eviten trampas sociales de las que no es posible salirse. Es necesario clarificar prioridades. Y la distribución no puede bloquear el crecimiento del bienestar de todos.
Los socialdemócratas tienen muchos deberes por hacer. Se habla mucho de “la crisis de la socialdemocracia” —hoy existen razones para ello. Si atendemos a las 17 democracias más asentadas de Europa*, entre las últimas elecciones celebradas antes del inicio de la crisis en 2008 y las últimas (en 2015 o 2016) el promedio del voto de los partidos socialdemócratas ha caído de un 28,2 % del voto a un 21,9 %, mas de seis puntos, mientras que el de los partidos de la derecha ha pasado de 31,3 % a 27,1 %, es decir más de cuatro —en buena parte afectados por el auge de un populismo xenófobo y reaccionario**. Las diferencias nacionales son relevantes: en la izquierda, frente a la perdida de un 85,6 % de sus votantes por el PASOK en Grecia, una subida de un 17% del PvdA en Holanda; en la derecha, una caída del 53,8 % en el caso del Popolo della Libertá en Italia, frente a un aumento del 90,1 % del voto de Høyre, el partido conservador en Noruega. A veces han caído conjuntamente los principales partidos de izquierda y derecha (en Grecia el voto conjunto bajó de 76,6 a 34,4 %; en Italia, de 84,3 a 47 %; en España, de 83,4 a 55,6 %). Y excepcionalmente subieron ambos, como en Alemania (de 56,8 a 67,2 %).
Europa es el reino de las coaliciones y los socialdemócratas están en el gobierno de nueve de esos 17 países —en seis lo presiden. Otra cosa es lo que hacen en el gobierno: la singularidad de sus políticas está muy desgastada y les resulta imprescindible replanteárselas como hicieron tras 1945 y en los años 60. Guiados por la igualdad, que representa su permanente seña de identidad, y dando prioridad a su negación extrema: la pobreza y la necesidad que viven los sectores más castigados por la desigualdad, tal vez el mayor coste social de la crisis. De forma que también ayude ese replanteamiento a frenar la política del miedo —y el voto de muchos trabajadores a partidos proteccionistas y reaccionarios.
(*)José María Maravall, sociólogo y político, fue ministro de Educación y Ciencia (1982-1988) en Gobiernos de Felipe González.
(**) Los países son Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, España, Finlandia, Francia, Grecia, Holanda, Irlanda, Islandia, Italia, Luxemburgo, Noruega, Portugal, Reino Uníido y Suecia.
(***) Considero siempre partidos, no familias ideológicas. Es decir, no escondo la crisis del PASOK en Grecia tras el auge de SYRIZA, ni la caída de Venstre en Dinamarca tras la subida del Dansk Folkeparti.
Fuente:
http://elpais.com/elpais/2017/02/15/opinion/1487155753_667877.html
Ilustración: Eduardo Estrada
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