EL UNIVERSAL, Caracas, 16 de febrero de 2017
La quimera intelectual
Ricardo Gil Otaiza
No sé por qué tenemos que rendirle tanto tributo al trabajo, si el ocio es también benefactor para la vida y para la propia persona. Debo reconocer que soy un tanto perezoso, que si me hubiese trazado de veras un plan de trabajo a lo largo de mi existencia tuviese publicados el doble de los libros que tengo (hasta hoy 32 en total), o de artículos en revistas especializadas (medio centenar). Se me va mucho tiempo pensando en hacer esto y lo otro, en revisar papeles y libros, en mirar con embeleso mi estupenda biblioteca (por lo menos eso creo), como si las ideas estuviesen flotando en el aire como partículas de polvo. Me tiro en el sofá y así pasan horas y horas supuestamente productivas, mientras la existencia me llama fuera de mi zona de confort para que aplique y triunfe de una buena vez. Creo que me conformé con ser una “promesa”, con tener anotados en papeles sueltos (o en agendas que casi nunca reviso por olvido) todos los planes de obras que deberían estar por ahí circulando, en manos de los buenos lectores. O tal vez debí haber montado un negocio provechoso (qué sé yo: una venta de ropa interior de tantas que pululan en Mérida, o una licorería) y así no estar viviendo de las ilusiones que genera la vida intelectual, autoral y académica, y me hubiese forrado en billetes como hicieron muchos de mis conocidos (no digo de los amigos cercanos, porque todos están contaminados con el mismo morbo libresco que a mí me atenaza desde hace más de 30 años).
Debo confesar que en un tiempo remoto quise ser cura (y gracias a mi padre pronto desistí de lo que en mi caso hubiese sido un craso error), y tal vez aquella idea que dio vueltas en mi cabeza durante tanto tiempo dejó en mi quehacer serias consecuencias de orden práctico. Lo digo porque a veces me siento como un monje benedictino, ya que lo poco que hago a razón de mi intelecto (escritura, conferencias, charlas, discursos, tutorías de tesis doctorales, clases inaugurales, asesorías, talleres, recensiones, críticas, simposios, seminarios, presentaciones, disertaciones, conversatorios, informes, proyectos, etc.,) me avergüenza pasar la lógica factura, y termino regalando mi tiempo y mi “trabajo” como si tuviese siete vidas como el gato. Pero me equivoco. La vida pasa y con ella te llegan las secuelas de tus propias tonterías, y compruebas con espanto que lo que no hiciste en tus años mozos ya no podrá ser ahora. Te dejas seducir y envolver por las palabras interesadas de quienes te piden favores intelectuales con aquello de que “tú lo escribes en un momentico y no te cuesta nada hacerlo”; pero lo que no saben los que así se expresan es que todo tiene su tiempo y su costo: que sentarse a pensar y escribir requiere esfuerzo (romper con la consabida y acariciadora pereza a la que me apego con pleno derecho); amén de talento; mucho talento. Ni más ni menos que el mismo esfuerzo (quizás más, porque la creación no tiene leyes ni modelos a seguir, no tiene recetas, es lanzarse a un abismo con sólo las alas de la imaginación) que tiene un arquitecto o un ingeniero para el diseño y el cálculo de sus edificios, pero sí cobran una gruesa y jugosa tajada. Muchos me preguntan cuánto me pagan por mis artículos en la prensa regional y nacional, y cuando les respondo que las consabidas gracias, no me lo pueden creer. Nadie tira por la borda durante tanto tiempo sus neuronas sin recibir a cambio ni siquiera un bollo de pan, y más ahora en medio de la espantosa crisis.
¡Qué le vamos a hacer!, son cuestiones propias de la quimera intelectual y nadie me pone una pistola en la sien para que las haga.
Fuente:
http://www.eluniversal.com/noticias/opinion/quimera-intelectual_639646
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