viernes, 23 de mayo de 2014

POSTAL (3)

EL NACIONAL, Caracas, 13 de septiembre de 1998 / PAPEL LITERARIO
La infructuosa espera de Mario Briceño Iragorry
Destinatario desconocido
No dos veces, sino durante 48 años ya, ha tocado a las puertas de Venezuela el mensajero de don Mario. Trae consigo palabras de vigencia desgarradora, pero envueltas en un lenguaje pasado de moda que ya nadie parece reconocer. Se diría, casi, que procura el cartero la entrega de una misiva dirigida a una nación que ha muerto y ya no existe. Aun así, el Mensaje sin destino todavía aguarda, terco e insistente, a ser leído como una carta íntima, personal, de aquéllas que apremian de tú a tú y esperan por respuesta
Hernan Carrera

Difícil gramática la del vivir, cuando en auxilio del verbo rectificar se exige, desde la primera persona del singular, el concurso de la siempre dura y a veces reacia adverbiación del sustantivo dignidad. Rectificar con dignidad es tarea que incluso a la Historia, generalmente más atenta a la precisión de los resultados que al orden ético de los factores, suele poner en aprietos: ¿puede el hombre hacer borrón de sus bochornos para emprender la cuenta nueva de una vida sin mácula?
No es casual que Mario Briceño Iragorry se haya sentido, como historiador y ensayista, intelectualmente atraído por la figura de Antonio Fernández de León, personaje que entre 1769 y 1830 puntea, siempre incólume, las costuras de una Venezuela que a la vez se armaba y desgarraba de jirones. Desde la Intendencia colonial, Fernández se ocupó de que la renta del tabaco proveyese buenos réditos a su majestad y, también, porque no estaba ni está nunca de más, grandes latifundios a su propio haber. Sin embargo, no es hasta 1808, cuando -ya destronado el soberano español- se constituyen las cortes de Cádiz, que da la primera muestra de lo que andando el tiempo sería su verdadera vocación: adhiere de inmediato al bando constitucionalista. Detenido y llevado como prisionero a España tras la restauración de Fernando VII, logra capear la situación con tan convincentes maneras y dineros que regresa al poco, convertido ahora en marqués de Casa León. De allí en adelante servirá sucesivamente a Miranda y a Monteverde, a Bolívar y a Boves, a Morillo y a Páez. A cada uno, hay que reconocerlo, con la mayor dedicación y eficiencia, y sin descuidar jamás su personal pecunio: Antonio Fernández de León fue lo que hoy se llamaría un pragmático con éxito.
Cuando Briceño Iragorry publicó Casa León y su tiempo, eran muchos los Fernández de León que desesperadamente buscaban reubicación en la convulsa escena venezolana, y que legítimamente podían sentirse aludidos. Corría el año de 1946, una nueva dramaturgia política se estrenaba, y al igual que ayer habían hecho los Tovar y los del Toro, los San Javier y los de la Granja, el mantuanaje criollo cumplía nuevamente los debidos acomodos para garantizarse protagonismo político y económico.
En mala hora
Si las sumatorias de la gramática vital se hubiesen cerrado para Mario Briceño Iragorry en 1946, aquel libro habría sido, en él, una contradicción del historiador y una reafirmación del individuo. El primero había siempre sostenido que compete a la historia valorar positivamente cuanto pueda haber de fuerza creadora en la formación de una nación, incluso en sus puntos más oscuros; así, por ejemplo, el legado de siglos de cultura venidos tras el arcabuz de los Pizarro y los Fajardo. El segundo, el hombre, había pertenecido hasta entonces a una Venezuela que se perpetuaba en la injusticia, más por la astucia de sus pragmáticos, precisamente, que por sagacidad de sus tantos dictadores.
En 1945, cuando cabe suponer que urdía en su mente las páginas de Casa León..., Briceño Iragorry, ex presidente del Congreso Nacional y figura principalísima del medinismo, conoció como involuntario huésped los calabozos del Cuartel de La Planicie. Embajador de López Contreras, gobernador y presidente de Estado de la tiranía gomecista, su vida toda parecía atada no al progreso al que apuntaban sus escritos, sino al atraso que envolvía sus orígenes de hombre público.
¿Lo estaba realmente? Al atraso se había atado, en efecto, con algunos hechos que al final de su vida ha debido sentir como un bochorno y una afrenta infligida en mala hora de propia mano. En 1926, a la edad de 29, ya mantenía correspondencia con Juan Vicente Gómez; no para exponer criterios políticos, obviamente, sino en rogatoria de algún favor pecuniario. Dos años más tarde, el 10 de mayo, mientras la famosa generación del 28 estrenaba grilletes y torturas en las mazmorras de Puerto Cabello, él se dirigía al dictador para pedirle "me favorezca con seis mil bolívares" para comprar un carro, y para agradecerle su designación en un cargo burocrático insignificante. ¿Pecados de ingenuidad, costumbres de la época? Quizá. Pero todavía en 1949, cuando ya los 52 años de edad desaconsejan todo candor, incurre en nueva venialidad de leso orgullo: acepta, como embajador, ser representante de la nueva dictadura que aherroja a Venezuela.
El desliz, no obstante, dura esta vez muy poco tiempo; tan escaso, que no hay cómo ver en su feroz ataque a Antonio Fernández de León una factura de resentimiento contra los nuevos pragmáticos. La voz que en 1934 le había dictado los Tapices de historia patria, la conciencia que en 1942 lo había llevado a escribir El caballo de Ledesma, la dignidad que en 1946 le hizo denunciar, con Casa León..., no el mero oportunismo de un individuo, sino la mentalidad depredadora y entreguista de una "oligarquía que, tanto en la Colonia como en la república, simulando un dudoso vestalismo, trabajó y ha trabajado para asegurar sólo sus absorbentes privilegios de clase, sean cuales fueren las ideas de los gobernantes"; toda su obra escrita, en fin, pugnaba por hacerle ver al hombre la necesidad de torcer rumbo y empinar nuevo velamen.
Crisis de pueblo
Cierta vez confesó un ilustre escritor mexicano que había necesitado la mitad de su vida para reducir a escombros los muros que había alzado en la primera mitad de ella. Mario Briceño Iragorry necesitó y dispuso para eso de apenas ocho años: los que van de su renuncia a la embajada en Colombia hasta su muerte el 6 de junio de 1958. La tarea ha podido ser cómoda y sencilla: bastaba, como tantas veces ha comprobado la historia reciente, con usar la literatura de escondite: escalar los pedestales de una obra literaria encomiable y, desde allí, aplastar con el olvido cuanto se tenga por turbio en la propia trayectoria. O, incluso, justificar turbiedades con la pluma, emplear el mayor o menor genio en ensalzar lo vergonzoso: llamar -verbigracia- gendarme necesario a quien no pasa de tirano sanguinario.
Mario Briceño Iragorry optó, en cambio, por aquella dura gramática que exige que el rectificar se cumpla dignamente. Para volver polvo y añicos sus cartas a Gómez, apartó sus ojos de ensayista del lejano pasado y volcó su mirada hacia el presente y el futuro. Sacó su pasión de historiador fuera de los libros y la lanzó a correr el albur de la historia que se ensaya con el pellejo y día a día.
Desde allí, desde la vida, se integró a una estirpe ya entonces en franco proceso de extinción: la de los raros intelectuales que, como José Bernardo Núñez o Mariano Picón Salas, en otros tiempos se sintieron en el deber de aplicar sus intelectos a un sostenido esfuerzo de comprensión de "las necesidades y los dolores de la República". Briceño Iragorry, bajo lo que parece ser el influjo directo de las ideas de Jacques Maritain, se esforzó en cumplir con esa deuda desde la óptica de un cristianismo militante.
Lo que la inteligencia de Briceño Iragorry percibió, puede leerse en las 50 apretadas páginas de su Mensaje sin destino o, de manera más expedita, puede también ser visto en la cotidianidad más inmediata. Entonces, en 1951, era todavía una advertencia: un país sin pueblo, sin tradición, sin historia -dijo-, que avanzaba en su "inconsciente aventura de destruir la fisonomía de la nación". Donde otros vieron crisis literarias y morales, políticas o económicas, de hombres o de políticas, él vio una grande y sola. "Crisis de pueblo", la llamó: una incapacidad para reconocernos en nosotros mismos; para comprender nuestra historia como un todo inconcluso, que reclama en el presente y ha de proyectarse en el futuro; para valorar, sintetizar y refundar a cada paso una tradición -una cultura- que nos permita ser nación que asimila y no nación asimilada.
Mario Briceño Iragorry no se limitó a retratar fríos fenómenos, ni se escudó en el cómodo "culpables somos todos". Habló de libertad y de justicia, de oligarquías y de imperios: usó palabras que hoy a nadie parecen decir nada. Pero no hay que culparlo a él. Si ya no se le entiende, si yace en el olvido, tal vez sea porque el país al que quiso dirigirse, el país al que advirtió de una inminente disgregación, ha muerto y ya no existe. Tal vez.
Don Mario
En 1952, Mario Briceño Iragorry da un paso al frente con singular valentía. Ante a la farsa electoral convocada por la dictadura, se incorpora a la campaña electoral de Jóvito Villalba y juega papel fundamental en la avalancha de votos que derrotan a Marcos Pérez Jiménez. Desconocidos los resultados, mantiene desde el exilio una activa crítica del régimen, que le vale, en la España de Franco, un atentado perpetrado por agentes de la Seguridad Nacional.
El 13 de abril de 1958 regresa a Caracas. Grandes manifestaciones lo reciben. Pero no sólo eso: en las calles, la gente lo saluda: Buenos días, don Mario. Es, quizá, el último venezolano que recibe del hombre humilde ese título. Se lo había ganado, ciertamente.
Lectura mínima
Junto a decenas y muy posiblemente centenas de discursos y artículos de prensa, Mario Briceño Iragorry dejó impresa una vasta obra ensayística. Destacan en ella:
El caballo de Ledesma (1942)
Casa León y su tiempo (1946)
El regente Heredia o la piedad heroica (1947)
Mensaje sin destino (1951)
Alegría de la tierra (1952)
La hora undécima (1956)

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