domingo, 21 de julio de 2013

PASTAR EL INVENTARIO

Relatoría de calle
Luis Barragán

Cada quien puede ofrecer o, literalmente, propinar su testimonio de calle. Seguramente, al llegar a casa, meditará sobre aquellos hechos extraordinarios que, por recurrentes, hacen la normalidad citadina.

Y no será – precisamente – una reflexión existencial (y existencialista), provocando la revisión de aquellas convicciones que nos inspiran, pues, luego de la agotadora jornada, celebrando llegar sano y salvo a casa, el campanazo será el del perfeccionamiento del sentido (y dispositivo) de supervivencia.  Diremos, la próxima vez no haremos esto o aquello, y quizá sirva no caer en la tentación del peligro al hacer la misma ruta en el barrio o la urbanización, estacionar el vehículo en el sitio acostumbrado o atender el teléfono celular en la buseta. Sin embargo, rondando las escenas desde hace meses, volvemos a ellas procurando otra lección.

Ocurrió a altas horas de la madrugada, en la avenida que todavía no estaba repleta de los cornetazos que hacen de mejor reloj-despertador. Asaltaron y asesinaron a un motorizado que quedó tendido al lado de su vehículo, dibujando a la distancia una tragedia de la que muchos transeúntes luego no se enterarían.

La policía llegó después de los familiares que rompieron en un llanto estridente y aterrador, pero nos extrañó que tomaran inmediatamente la motocicleta y, deslizándose lentamente por un costado del pequeño grupo, incluyendo a los escasos mirones, se la llevaran para luego volver y concluir las diligencias. Una hora más tarde, el kiosquero de la esquina, el mejor noticiero del lugar, nos sacó de dudas: probablemente, la propia moto desaparecería en el camino y, por lo menos, había que salvarla para cubrir los gastos del funeral.

Al fondo de una camioneta por-puesto, hubo una dura discusión entre dos pasajeros. Uno de ellos pidió al conductor detenerse, avistado un efectivo de la Guardia Nacional, porque le habían amenazado con un pistoletazo.

Ambos bajaron y, bajo la tímida protesta del chofer estacionado, en diez minutos la Guardia chequeó que no hubo tal arma, por lo que fue una reacción infundada a pesar de tamaña agresión verbal. Solamente, el pretendido victimario abordó de nuevo el vehículo que, en marcha, fue festejado por el resto de los pasajeros: disertando contra el ausente, lo calificaron de sapo y, además, falta de hombría al pedir  ayuda a la autoridad.

En medio de la misa dominical, decidió grabar a los discapacitados que la sentían gracias a un intérprete de señas. Seguidamente, un Guardia Patrimonial le exigió que apagara su celular, enfadándose por el poco caso que le hizo.

El miliciano alegó la prohibición y, al concluir la liturgia, el sacerdote llegó para arbitrar el asunto, constatando que la grabación no sólo provenía de una persona conocida, sino que, consentida por el intérprete, sería colgada en la red. Aquél tardó en comprender que no podía extremar las medidas de seguridad, y éste que la paranoia está democratizada: en todo caso, el evento religioso ya no permite presumir la buena fe en la urbe confundida.

Un cuentista o novelista, acaso pueda dar una mejor y más elaborada versión que el sociólogo o el psicólogo social de la vida cotidiana tarda también en dar. Mientras tanto, en la noche, seguimos con nuestro silencioso inventario de precauciones, pastando las emociones que el hábito puede permitirse.

http://www.noticierodigital.com/2013/07/relatoria-de-calle/
http://www.noticierodigital.com/forum/viewtopic.php?t=978638

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