sábado, 13 de julio de 2013

LUCIDEZ

Octavio Paz, redentor
Roger Bartra

La publicación de Redentores, el último libro de Enrique Krauze, ha desatado numerosas polémicas a lo largo y ancho de América Latina. A partir de esta obra, Roger Bartra analiza el peculiar caso del Nobel mexicano, quien –luego de abandonar su militancia comunista de juventud– osciló etnre un liberalismo de tono menor y una obstinada fe en la redención revolucionaria.
Estoy completamente de acuerdo con esta idea. Quiero recordar que hace más de treinta años, en 1979, cuando una apertura legal permitió a la izquierda radical participar en las elecciones, escribí un artículo en el que imaginaba que Paz votaría por el Partido Comunista: “La tragicómica batalla que Octavio Paz ha organizado contra el marxismo es, a todas luces, una áspera guerra consigo mismo. Atrapado como está por el príncipe moderno, entabla una lucha por sepultar a ese comunista que subsiste, agazapado, en el fondo del espíritu de Octavio Paz. Por eso, a pesar de todo, no logra convertirse en un intelectual anticomunista y reaccionario: sigue siendo, pese a todo, un intelectual que escribe para la izquierda y cuyas mejores ideas
y descubrimientos serán (y son) recogidos por la izquierda” (Unomásuno, 8 de junio de 1979).
Afirmar en aquella época que Paz era un intelectual que escribía para la izquierda, y decir que la izquierda recogía sus ideas, contrastaba con la actitud de muchos que lo consideraban como un intelectual autoritario de derecha. En 1977 había tenido una dura querella con Carlos Monsiváis sobre el socialismo, y en 1984 su efigie fue quemada por algunos ultraizquierdistas frente a la Embajada de Estados Unidos. Pero había mucha gente de izquierda que leía y apreciaba a Paz, aunque lo criticaban. En aquella época en la izquierda se discutía mucho y todo estaba sujeto a crítica. En mi artículo también afirmé que las “bofetadas que con tenaz regularidad reparte Octavio Paz a los marxistas son dolorosas porque van cargadas de razón”. No dejé de criticarle a Paz su cercanía con el Leviatán filantrópico, pero reconocía que había duendecillos comunistas, que aún habitaban los edificios de las iglesias militantes, y que tenían lazos secretos con su poesía.
Krauze cree que Paz estaba solo “frente a una cultura doblemente hegemónica: el nacionalismo gobiernista y el dogmatismo de izquierda”. No creo que fuera así: la izquierda en su conjunto (la dogmática y la no dogmática) fue un fenómeno completamente marginal y minoritario. No era hegemónica ni siquiera en las universidades, salvo algunos casos exóticos. Paz no pudo o no quiso aceptar que había muchos “duendecillos comunistas” que lo apreciaban y lo querían. Tampoco Krauze parece reconocer que, detrás del griterío, había una izquierda democrática que admiraba el pensamiento crítico del poeta y que se hallaba dispersa en muy diversos ámbitos, desde los partidos hasta las universidades. Paz había ido a la Unam el 10 de junio de 1971 a dar una lectura de su poesía; el acto se suspendió cuando se supo de la sangrienta agresión a los estudiantes por parte de los llamados Halcones organizados por el gobierno. Desde entonces no había querido volver a la universidad, hasta que en 1980 lo convencí de que participase en una mesa redonda para discutir el manuscrito de mi libro Las redes imaginarias del poder político, donde también participarían el escritor Carlos Monsiváis y el filósofo Luis Villoro. Paz aceptó con la condición de que el acto no se abriese al público y asistiesen solo personas especialmente invitadas. La discusión fue muy animada y Paz quedó tan contento que nos invitó a los participantes y a algunos amigos a cenar a su casa. Allí decidimos que era necesario impulsar conjuntamente el debate sobre el socialismo y la izquierda. Para ello acordamos que las revistas Vuelta, dirigida por Paz, y El Machete, la revista mensual del Partido Comunista, que yo dirigía, harían un llamado a impulsar una discusión de altura. Con este fin Vuelta publicaría la intervención de Villoro y la mía, y El Machete publicaría las de Monsiváis y Paz. Poco después llamé por teléfono a Paz para cristalizar el acuerdo. Lo primero que me dijo es que no me convenía publicarlo a él pues la gente del Partido Comunista me crearía dificultades. Le contesté que estaba dispuesto a enfrentarlas y que yo tenía plena libertad para publicar lo que quisiera, sin censura. De hecho, el secretario general del partido, Arnoldo Martínez Verdugo, sabía de estos acuerdos con Paz y me había manifestado su apoyo: él también creía que Paz formaba parte del mundo de la izquierda. Paz, entonces, me confesó que a él no le convenía publicar en una revista comunista (seguramente temía perder la publicidad de algunas empresas). Así fue como se desvaneció una posibilidad de abrir la discusión en forma civilizada.
Pero debo decir que Paz había tenido en parte razón: los sectores más dogmáticos y duros del partido sí generaron dificultades y presionaron a la dirección para que cortase el subsidio a El Machete; la revista desapareció después de publicar solamente quince números. Hay que agregar que el partido estaba a punto de disolverse en una fusión con otras fuerzas de izquierda, algunas de las cuales veían con malos ojos a una revista tan heterodoxa como la que yo conducía. Dos dirigentes de esas fuerzas se opusieron tajantemente a que El Machete formara parte del nuevo partido: el dogmático Alejandro Gascón Mercado y el nacionalista Heberto Castillo.
Entre mis planes frustrados para impulsar y abrir la discusión se encontraba la posibilidad de implicar en ella a Gabriel García Márquez, quien había aceptado ser un miembro “secreto” de la redacción de El Machete. Asistía a las reuniones de la redacción en las oficinas de la revista y, algo típico del novelista colombiano, impulsaba y animaba nuestras actitudes críticas, heterodoxas e iconoclastas sin aceptar hacerlo público ni comprometerse por escrito. Gracias a la información que nos transmitía afiné mi actitud crítica hacia la revolución cubana, algo que él jamás ha querido hacer abiertamente y por lo cual ha sido criticado.
Quiero señalar que había un aspecto de las corrientes de izquierda reformistas y revisionistas que molestaba a Paz. Yo coincidía con él en que las revoluciones socialistas habían desembocado en Estados dictatoriales; pero yo agregaba la revolución mexicana a la lista de los movimientos que habían auspiciado regímenes autoritarios. Una gran parte de la izquierda comenzaba a rechazar la idea de revolución, para sustituirla por la de democracia. Y esto era algo que Paz no admitía fácilmente. Le gustaba más la interpretación trotskista según la cual la revolución mexicana se había interrumpido y era necesario continuarla. De alguna manera, Paz tenía alojada en su espíritu la idea de una maravillosa revolución permanente que podía aflorar tanto en la poesía como en la política, en el arte como en las instituciones.

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