De la guerra civil
Luis Barragán
Un significativo tramo de nuestra historia republicana se explica por las
guerras y otras escaramuzas civiles que diezmaron a la población hasta que, es
necesario reconocerlo, la democracia representativa se hizo un horizonte común.
Incluso, paradójicamente, se hacía la guerra para prevenirla, e iniciamos el
siglo XXI bajo la sempiterna consigna de nuestros tormentos, enfermos del
consabido mesianismo.
Hay un consenso historiográfico respecto a la conclusión de los macabros
conflictos en 1903, aunque la
posterior dictadura de Juan Vicente
Gómez, victorioso en la batalla de Ciudad Bolívar, cuidó de proclamar la paz en todo el país: la del cementerio. El
conflicto extremo dijo volver por todos los instantes que restaron,
desembarcando a estas alturas del siglo XXI con sus fauces bien abiertas.
Por sus características universales, hay y no hay una guerra civil en la
Venezuela de los días que cursan, penosos y aparentemente interminables. De un
lado, no declarada, la hace Nicolás Maduro contra la población condenada a la
hambruna, a las escandalosas cifras anuales de muertes prematuras e injustas a
mano del hampa que cuenta con su entera displicencia, por decir lo menos,
enfilándonos hacia una diáspora nunca antes vista, mientras reprime brutalmente
a la población cuidando del aparente empleo de armas no letales que se
convierten en mortales.
Del otro lado, no la hay eficazmente materializada, porque es el gobierno
el único armado frente a una población evidentemente desarmada que lo resiste
agotando todos los medios pacíficos posibles, indignada y genuinamente heroica,
pero paciente ante los ataques de los grupos paramilitares a los vecindarios,
promotores de saqueos que esperan por el desorden y la anarquía del particular bonapartismo
en marcha con su falsa constituyente, a juzgar
por la más clásica de las obras de Curzio Malaparte: “Técnica del golpe
de Estado”. No la hubo en la década de los sesenta de la pasada centuria,
cuando electoral y militarmente fue vencida la insurrección importada, ni la
hay en la presente al sufrir enteramente las consecuencias de una dictadura que
la desea - precisamente - por todo el
cañón para salvarse, no declarándola por temor a la comunidad internacional.
Temor que quizá podría conceptual, estratégica y políticamente
confundirnos, cuando Maduro Moros, como Luis XVI en la Francia hambreada de
mayo de 1789, desoyendo a Turgot y
haciendo caso de Necker, decreta
los Estados Generales para sufrir las consecuencias harto conocidas. Y, a la vuelta
de la esquina, realizar el 18 brumario.
Un número considerable de muertos y malheridos, abultando unas
estadísticas desconocidas al iniciarse el milenio, nos orillan y remontan hacia
el hocico de un régimen que todavía se resiste a la caída del muro de Berlín.
La Constitución convertida en su mejor fetiche por todos estos años, le estorba
con cada interpelación hecha a un proceder que sólo sorprende a quienes jugaron
a la antipolítica, facilitando su ascenso, creyendo innecesarios el dato
histórico e ideológico, como prescindibles el compromiso y testimonio moral.
Ahora valoramos la política de pacificación consolidada a principios de
los setenta y a la que, por cierto, se resistieron las fuerzas irregulares que
desafiaron el inicio del primer gobierno de Caldera, incurriendo en actos de
una incomparable irresponsabilidad frente a los que muy orondamente los
gubernamentales dicen hoy denunciar, huérfanos de toda autoridad moral.
Trillada verbalmente por los agentes de la dictadura cubana que configuran el
gobierno venezolano, desprecian y se ríen de la paz pretendiéndose salvadores
de una guerra civil que miserablemente promueven.
07/05/2017:
No hay comentarios:
Publicar un comentario