Luis Barragán
La muy condicionada voluntad del constituyente de 1999, tras los eufemismos, estuvo orientada al desconocimiento y destrucción de la institucionalidad partidista en Venezuela. Es necesario reconocerlo, en clara correspondencia con la opinión predominante de un país que hizo la temeraria apuesta por el mesianismo que hoy lo amenaza con su propia inexistencia.
El mayor y más exitoso esfuerzo de Chávez Frías (no faltaba más, un partido en sí mismo), fue el de estimular y propulsar las tendencias antidemocráticas de las organizaciones que lo adversaron, dándoles escenario y beligerancia a aquellos que así lo garantizaran. Una rápida revisión del historial político del siglo XXI, nos impone de las sucesivas y cada vez más agudas crisis de las entidades políticas, incluyendo las de alcance gremial, que bien pudieron superarlas bajo condiciones muy distintas a las del asedio, la contaminación y la estelarización de sus peores cuadros, logrando apenas sobrevivir hasta el presente un muy reducido porcentaje de individualidades de un caracterizado y convincente compromiso ciudadano.
De modo que la actual revalidación de los partidos, así llamada por las autoridades electorales que la impusieron leoninamente, revela lo lejos que ha llegado la primigenia convicción de podar cualquier competencia para erigir definitivamente al partido hegemónico del régimen, aunque – nos parece - el dilema de ahora reside en confiarlo al sector militarista del PSUV o, directa y prácticamente, a una Fuerza Armada crecientemente desnaturalizada. La maniobra segrega al propio Partido Comunista de Venezuela (PCV), toda una excentricidad de tuertos y entuertos en medio de la insólita ceguera gubernamental, pues, si bien la entidad y quienes la dirigen distan mucho de lo que fue en décadas precedentes, no menos lo es que tiene una prestancia biográfica que no ha sabido defender, por lo menos, en algo contrastante con ese emporio clientelar y amasijo irregular de intereses pactados que es el PSUV, el partido del presupuesto público nacional.
Independientemente de los resultados del sorteo de legitimación de los partidos, sedicentemente ordenado por un CNE que es deudor de numerosos comicios públicos y, junto al Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), ha interdictado a todas las organizaciones intermedias posibles de la sociedad civil, seguirá vigente el problema de la discapacidad de eso que tildan de asociaciones con fines políticos. Una invalidez que afectará la deseada reconfiguración del juego político con vocación de transición democrática, yendo al centro de la tempestad: la representatividad real del liderazgo alternativo que, nunca será ocioso acotar, no depende de la bulliciosa vocería que dispensen los medios supervivientes.
Una masiva maniobra de distracción, angustiosamente movilizada la dirigencia partidista, incluso, con pretensiones oficialistas (como si no obrara el despido indirecto), podrá deparar sorpresas que, a lo mejor, expresará ese margen de error previsto por los planificadores, pero quedarán a la postre como un dato anecdótico. Mal podríamos equivocarnos al asumir la faena como la principal y decisiva de todas las que tenemos pendientes, acumulando más polvo del que hizo este lodazal. Y es que, insistamos, un partido político lo será siendo partido político.
13/03/2017:
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