domingo, 5 de marzo de 2017

DEL ARTE DE MEAR

EL MUNDO, Barcelona, 22 de febrero de 2017
 CABO SUELTO
Revolución del urinario
Antonio Lucas

Hace 100 años que Marcel Duchamp cogió un urinario, le dio la vuelta, lo firmó con seudónimo (R. Mutt) y lo mostró al mundo como hallazgo, como juego y como hermosísimo comercio de lo improbable. Funcionó. Duchamp entendió que eso que se llamaba arte también podía ser una mirada paciente y orteguiana sobre lo que no le importa a casi nadie. Aquel urinario inauguró un siglo de inauguraciones tremendas. De los versos de Ezra Pound a los hornos de Auschwitz. Del avión la fregona. Del bolígrafo a internet. Y todo empezó por un tazón para mear sacado de quicio y de contexto. Fue cuando el verdadero artista dejó de ser el que hacía las cosas y ocupó su lugar el que las contempla. Es otra revolución: llegar por desconcierto a la belleza inesperada desde la realidad menestral de un mingitorio. Duchamp afianzó la poesía de la nulidad en estado salvaje.

A poco que uno tenga algo de tiempo que perder puede experimentar sensaciones parecidas (en cutre) echando un ojo al paisaje político español. Aquí el camino es el opuesto al de Duchamp: de algo útil se ha ido degenerando hasta un rumor de meadero con anuncios de permanganato. Hay que celebrar el progreso. Nada de lo que dicen a bulto en estos últimos meses sus señorías (y alrededores) tiene la mínima sustancia para convertirse en perdurable, aunque disimulen con frases hechas tanta idea vieja como un milagro de la democracia. Eso es trampa, no talento. Intentar convencer de que el bicarbonato es sal del Himalaya. A partir de ese tocomocho ya vale todo. Y así estamos.

El momento fundacional en el que Duchamp dio la vuelta a la alcarraza del váter de caballeros inauguraba no sólo una intuición estética, sino una dialéctica. Las cosas no tienen un único significado. Ni un sentido solo. Es más, si las miras del revés adquieren posibilidades insólitas. Verdades asombrosas. La prueba está, por ejemplo, en la vida interior de los partidos políticos. Si sacas de la nómina a muchos de los que hacen carrera en sus cañerías se difuminan con asombrosa eficacia. No valen. No cuentan. Incluso no sirven. Es tropa que exige ser mantenida ante la imposibilidad, ya, de ser reinventada. Y no lo digo exactamente por Pedro Sánchez, sino por tantos en general. A bulto. Representan la abstracción devaluada de la política, el informalismo malnacido de los chantajes, el barroco de las traiciones, el minimal de los secretos de familia y el dadá de tantas trifulcas de comité central. Su compromiso es, sin duda, artificial y pernicioso. Puestos oportunamente en la calle no se distinguen de la insipidez eléctrica de una fotocopiadora presentada en crudo sobre la acera. Las cosas se hicieron para romperlas y los políticos entendieron esto enseguida. No sé si me explico.

Marcel Duchamp extenuó la vanguardia mientras revelaba cómo el humano, en algunas parcelas de la vida, entiende mejor los cacharros que las ideas. Fue un descubrimiento extraordinario. Las ideas nos dicen menos del hombre que las cosas que usa. Por eso un urinario dispuesto en un plinto como la Victoria de Samotracia encogió de hombros al surrealismo y descatalogó la solemnidad. Fue una rebeldía acometida después de una noche de tabaco y risas. Le puso por título Fuente y estiró sin fin el arte. Después de aquello el milagro es creer aún que las cosas son lo que parecen.

Fuente:
http://www.elmundo.es/opinion/2017/02/22/58ac9ab9268e3e0c758b45aa.html

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