jueves, 25 de agosto de 2016

INTERFASE

EL UNIVERSAL, Caracas, 25 de agosto de 2016
Historia e historiografía
Ricardo Gil Otaiza

La historiografía y la literatura hallan en el contexto filosófico y epistemológico interesantes puntos de confluencia. Muchos historiadores caen en el género literario y son sorprendidos en una interfase en cuyos sutiles intersticios se genera una obra, que por real no puede ser -paradójicamente- verificable. Realidad y ficción funden sus senderos a menudo y en ese espacio que se abre ante el investigador y el novelista crece la incertidumbre. En el primero, una incertidumbre atávica de quien se halla en un terreno difícil de elucidar sin la tentación de caer en el desvarío; en el segundo, la certeza de una realidad que por “real” es imposible de recrear sin la tentación de pretender escribir historia. Para el primero es fundamental el cotejo “realidad-ficción” y así poder sacar sus propias conclusiones; para el segundo, tal dilucidación es innecesaria, puesto de que no necesita ser fiel a lo real. “Es su intrínseco poder de persuasión, no su interés documental, lo que determina el valor artístico de una ficción” (Vargas Llosa, en La verdad de las mentiras, 2003). El historiador pretende contar “la historia”, mientras que el novelista pretende contar “una historia”. Eh allí la clave de ambas circunstancias divergentes, transigimos, pero profundamente hermanadas en el tiempo.
La historiografía no debe mentir y la narrativa está obligada a ello, de allí la existencia de la crónica, que busca puntos de encuentro entre el ayer y el presente, sin la rigurosidad de la fuente primaria ni del método. No obstante, la historiografía como método entra muchas veces en el terreno de lo histórico, con determinismos, con prejuicios, con falsas premisas, olvidándose con frecuencia de la vieja conseja que nos recuerda que la historiografía debe propender a la ciencia mientras que la narrativa al mero arte. Una y otra cuentan hechos y circunstancias y se pasean de la mano de “tiempos” y de personajes, sólo que el historiador anhela contar stricto sensu lo hallado, mientras que el escritor aspira al deleite y al disfrute estético de lo narrado. Si la historiografía miente o falsea la fuente cae en el terreno de la obra literaria y pierde la rigurosidad científica; mientras que la narrativa al mentir expresa su propia y necesaria verdad.
En esa dialógica de la que habláramos al comienzo, entre la historia y la historiografía, es posible dilucidar puntos de convergencia, siendo el principal de ellos la experiencia. La historiografía está obligada a echar mano del método científico a los fines de intentar (por lo menos) explicarse desde lo fenoménico; es decir, como expresión de ese algo “real” que está frente a nuestros ojos y tenemos que entender para luego contar. La historiografía en todo caso es una manera científica de describir una verdad anidada en hechos vividos de manera personal (o por otros), o trasvasados a soportes que buscan la permanencia en el tiempo de lo acaecido. En ese “salto” cualitativo dado desde lo disjunto (representado por episodios fragmentados de un mismo hecho histórico), a la conjunción de las partes en ese todo llamado “investigación historiográfica”, subyace un punto crucial en el que muchas veces se pierde el carácter objetivo de lo hallado, y se pasa a lo conjetural como respuesta a nuestra propia experiencia de vida. 
En otras palabras: se salta de lo real-vivido a lo artificioso, impregnándose lo “hallado” de una subjetividad tan evidente, que se hace imposible de sortear en una suerte de mixtura, transformándose en aquello que Carlos Pacheco y Luis Barrera Linares califican en Del cuento y sus alrededores (1992) como “objetual” o como mero “artefacto” (un objeto

Fuente: http://www.eluniversal.com/noticias/opinion/historia-historiografia_432988
Gráfica: https://undiario.pe/2016/03/17/inician-proyecto-para-restaurar-templo-de-jequetepeque

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