sábado, 17 de diciembre de 2011

CUENTA DE LECTORES


EL NACIONAL - Sábado 17 de Diciembre de 2011 Papel Literario/1
La casa gana
La Editorial Candaya suma un título más a su colección de homenajes a grandes autores: Materias dispuestas reúne un documental y más de 40 materiales de diverso origen sobre Juan Villoro (1956), novelista, cuentista, cronista y ensayista, pero más que eso, autor imprescindible de nuestra lengua, cuya obra cuenta con lectores en toda Iberoamérica. Escogimos un texto de Alejandro Rossi, del año 1999, para los lectores de Papel Literario. Se trata de una edición llena de textos magníficos: Juan Antonio Masoliver Ródenas, Sergio Pitol, Roberto Bolaño, José Balza, Javier Marías, Ignacio Martínez de Pisón, Martín Kohan, Vicente Leñero, Manuel Vilas, Christopher Domínguez Michael y muchos más
ALEJANDRO ROSSI

Cuando nació Juan Villoro, en septiembre de 1956, yo estaba en Santa Margherita Ligure, en los finales de un verano muy confuso. Le envié una tarjeta postal a su padre, mi amigo Luis, para felicitarlo y augurarle que su hijo sería un teólogo protestante. Era una broma --en la que también había admiración y pánico ante ese destino--, una broma que ahora llevaría demasiado tiempo explicar. Obviamente me equivoqué. No creo que Calvino o Kari Barth sean las lecturas preferidas de Juan, salvo tal vez Calvino el itálico. Poco antes de sus 15 años comencé a notar algunos de los síntomas que prefiguran al escritor.

No quiero de ningún modo decir que Juan fuese un "letraherido", esa cursilería llorona con la que se describen ciertos españolitos coquetos, sansebastianes atormentados por un adjetivo esquivo o aves quejosas de la ingrata fama. Nada de eso, más bien pienso en ese gusto por oír una historia sin importarle que el tema fuera las endiabladas gambetas de Vicente de la Mata o los tormentos infantiles que me imponía aquella adorada niña rubia.

Lo que causaba esa mirada fija y como perdida de Juan era la recreación posible de la realidad y el gusto por el ritmo narrativo, por difuso que éste fuera. Apenas unos años más tarde descubrí los signos definitivos, los que no dejan lugar a dudas: la ausencia de sentimentalismo y el interés por la técnica. Al escritor de raza --por adolescente que sea-- le importa más saber cómo estaba vestida la anciana moribunda o qué quiso decir exactamente con esa última frase enigmática, que sumarse llanto --respetable, no lo discuto-- de los inconsolables nietos. Lo que de verdad le preocupa es si conviene describirla, por ejemplo, con calificativos morales o sólo físicos como si estuviera frente a la ballena agónica.

No me extrañó para nada, pues, que una tarde, caliente y dorada, me confesara que asistía a un taller literario. Me encomendé, sin decírselo, a todos los santos, pero por fortuna salió indemne. Y un día, hace más o menos 20 años, me regaló su primer libro, El mariscal de campo, que reunía tres cuentos, de los cuales se me quedó uno en la memoria: "El verano y sus mosquitos", viaje de un muchacho mexicano a un camping en Vermont. Había humor, atención a los pequeños detalles significativos y también estaban allí la soledad y el desconcierto de esa edad difícil. Pero sobre todo encontré el convencimiento, siempre misterioso, de que la vida sólo es un pretexto para escribirla. Me quedó claro que vendrían más libros. Así ha sido y con la regularidad de un capitán que regresa de la larga travesía, desde entonces Juan me ha entregado un nuevo libro cada dos años. Once lleva ya publicados. Hay cuentos, crónicas, que son en realidad estupendas invenciones, dos novelas, historias ejemplares para que a los niños se les quite el miedo a los adultos, ensayos de buena erudición --como el dedicado al indispensable Lichtenberg, cuya traducción llevó a cabo, sin olvidar por eso la versión de Engaños de Schnitzler-- y, además, por si fuera poco, numerosísimos artículos sobre rock y fútbol, dos fidelidades a las que nunca renunciará.

Para mí es un consuelo poder conversar, con la misma minuciosidad, de las peliagudas tácticas de Sacchi y de los silencios de un cuento de Carver.

Admiro la habilidad, mezcla de cortesía y tozudez, con que Juan Villoro ha esquivado las tentaciones usuales en la carrera de un escritor mexicano.

Estuvo --observador fúgaz-en la diplomacia (con él crucé el Check-Point Charlie) y ha huido de las varias burocracias y sus servidumbres jerárquicas. Soy testigo de sus bostezos disimulados cuando por un breve periodo trabajamos juntos en una oficina sin ventanas. Ha dado vueltas por la Academia, pero no se ha estacionado en ningún cubículo. Me parece que ha hecho bien. Estoy convencido de que las instituciones adormilan a un escritor. La sociedad actual ofrece mejores oportunidades para vivir de la pluma y Juan Villoro, con tesón y trabajo, las ha sabido aprovechar. Sus libros se venden abundantemente y, si hubiese en México circuitos pagados de charlas y conferencias, se volvería millonario, pues transmite esa rara combinación de lejanía e intimidad, de conocimiento e improvisación, de diversión y seriedad que, con razón, el público no resiste. Recuerdo la alegría de mis hijos pequeños cuando les anunciaba que Juan comería con nosotros. Otro asunto es el siguiente: Juan desde niño ha vivido rodeado de personas dedicadas a tareas intelectuales. Conoce muy bien esa fauna extravagante y necesaria. Presiento, con temor y curiosidad, el libro en que nos retratará a todos. Lo que todavía me sorprende es que Juan se lleve tan cordialmente con nosotros, sus mayores en edad. Hay escritores que se sienten aplastados y necesitan un gesto heroico, o histórico, para afirmarse. Juan --que yo sepa-- aún no nos ha matado y francamente descreo de que nos deteste en secreto.

Toma sus distancias, como es natural, aunque con modales perfectos. Si acaso me ve como un carcamal insalvable, se lo calla y me regala generosas dedicatorias.

Es un alivio pensar que ya ha pasado ese momento difícil, el cacareado "parricidio fatal", según lo califican algunos profesores de mente melodramática y vida sedentaria. Juan Villoro es, sin necesidad de cadáveres, uno de los mejores escritores mexicanos. Lo confirmarán los lectores de La casa pierde, su último libro, diez cuentos magníficos y cuatro de ellos magistrales. El cuento es la filtración prosística más pura, un delicadísimo ejercicio de substracción. En un cuento todo tiene igual peso, no hay descansos estilísticos.

Los errores se agigantan, un tono mal dado tiene la fuerza de un grito en la madrugada, una falla de ritmo o de velocidad descarrila el tren.

Necesidad y sorpresa son las virtudes supremas. Creo que Juan Villoro es un equilibrista consumado, lo cual no quita que en ocasiones guste con exceso de la sorpresa, la diosa de los magos.

Éste es el mejor libro que ha escrito Juan Villoro. Encuentro rasgos que ya conocía: la vena humorística y a veces satírica --prefiere a Evelyn Waugh que a Dostoievsky, a Ibargüengoitia que a los culebrones encuadernados--, hay un lenguaje que busca el epíteto y que a la vez huye de la prosa relamida, de nuevo está la alternancia entre el cuento con un tema único que cae como una plomada y el relato que se abre a múltiples historias y se entremezcla con la novela corta. También reconozco las magias de la cotidianidad (juegos de casualidades y propósitos adivinados) que lo unen a Bioy Casares, la fascinación por la épica deportiva (yo he hablado con Juan sobre canchas solitarias y jugadores envejecidos), las victorias (ecos de Onetti) que son fracasos, las mujeres que nos convierten en actores de otra historia, la creencia invencible de que el primer deber del escritor es ahuyentar el tedio. Hay, pues, un inevitable aire de familia y, sin embargo, hay algo completamente nuevo y dificilísimo de describir. Propongo la imagen de un hilo --tal vez él mismo-- que ahora está en su tensión óptima.

No quiero irme sin hacer unas apuestas. Donde pongo más fichas es en "Corrección" (le costará superarlo), luego las divido entre "Campeón ligero" y "La estatua descubierta". Me doy cuenta de que esa estatua está muy bien trabajada, pero me digo que el universo del boxeador (y eso que el final es poco severo) me atrae más. Cambio las fichas. Lasque me quedan van para "La Casa" que, según Juan, "pierde". Yo estoy convencido, por el contrario, de que no corro ningún riesgo. La casa gana, que nadie lo dude, por Dios.

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