Antonio Escohotado / El Mundo
No sé si a otros padres y abuelos les pasa lo que a mí, pues mis cinco hijos y el único nieto cercano a la mayoría de edad se propusieron y proponen leer libros de pensamiento; pero algo se lo impide una y otra vez, y tras intentos acompañados por desasosiego o tedio aplazaron el empeño, cuando no lo cumplen con una lentitud que emula la del perezón paraguayo, cuyos movimientos son al parecer los más pausados de vertebrado alguno en el continente americano.
También es cierto que en casa del herrero abunda la cuchara de palo, y por eso me gustaría trascender un círculo limitado a familiares, amigos y conocidos. Salvo error, el primer testimonio de literofobia podría ser la llamada plaga de somnolencia, que trastornó la lectura cotidiana del Corán prevista para el fiel mahometano en 1517, suscitando una reunión de teólogos, juristas y notables en El Cairo, ya por entonces una megalópolis. La plaga coincidió con la disputa moral más acalorada del momento, que concernía a la licitud o ilicitud del café, una bebida difundida poco antes, cuyo consumo se castigaba en La Meca con picota y bastonazos en la planta de los pies. El cónclave descubrió que el sultán Selim el Severo, reciente conquistador de Egipto, era muy aficionado al estimulante, y la somnolencia parece haberse superado en mayor o menor medida generalizando su consumo.
Se diría que no volvemos a topar con literofobia aguda hasta el milennial, una criatura coincidente con la revolución informática, cuyo móvil almacena la más completa suma de saberes jamás reunida, aunque por ahora se emplee casi exclusivamente para cuantificar los likes de tal o cual foto, sin trascender la onfaloscopia o práctica de contemplar el propio ombligo, técnica de meditación favorita para san Jerónimo y otros Padres del Desierto desde finales del siglo IV. Tuve ocasión de comprobar hasta qué punto el acto de leer evocaba espanto en 2009, cuando uno de mis hijos prefirió los 500 euros ofrecidos por trabajar de camarero a la misma suma ganada leyendo, y de nuevo en 2019, cuando mi hija menor optó por lo mismo ante los 600 ofrecidos por servir copas.
Empecé entonces a preguntarme por qué tantos miles de departamentos dedicados a psicología, psicología social, sociología y antropología siguen sin detectar el fenómeno, y menos aún analizarlo con sus abundantes recursos humanos y estadísticos. Quizá ando muy mal informado sobre los frutos del trabajo académico; pero todos los días repaso Wikipedia y YouTube, sin captar la menor señal de ese tipo en las dos últimas décadas, cuando la literofobia empezó a campar por sus respetos. Cabe usar otros nombres –por ejemplo rechazo de cualquier información refinada, recorte en el lapso de atención, e incluso simple pereza lectora–, pero ahí está el fenómeno, amplificado por la pasividad y la inopia resultante.
Es curioso que en 1517 hubiese alarma por falta de lectura, cuando quizá cuatro de cada cinco personas eran analfabetas, y se nos pase desapercibido lo mismo cuando todos leemos. Si la literofobia inquietaba reinando Selim, un tipo dispuesto a prevenir tentaciones sucesorias matando a todos sus hermanos y sobrinos, más inquietante parece al despuntar la era informática, cuando el prodigioso rendimiento de la técnica ha cuadruplicado la esperanza de vida, hasta en las zonas más atrasadas, mientras la propia industrialización iba cubriéndonos de desechos, cuyo reciclado resulta ser una tarea titánica, donde mal nos irá sin el esfuerzo coordinado de todos.
Pero el altermundismo no capitalista veta la coordinación incondicional –mientras lanza denuestos contra el cambio climático–, reviviendo el conflicto vivido en otros tiempos entre adeptos al más allá y al más acá, cuyo denominador común es andar reñido con la realidad. Por ejemplo, es evidente que nadamos en la abundancia gracias a innumerables individuos y circunstancias, movidos a su vez por fines particulares, y tan evidente como que almas simples rechazan la complejidad es que la razón democrática se apiada de ellas no impidiendo que el fanático esté entre los partidos políticos admitidos. Esa elegancia nunca se ha visto correspondida al prosperar algún putsch de los suyos; pero la ceguera ante fenómenos complejos merece la prestación prevista para invalidez parcial, y asumirla como tal resulta incomparablemente menos gravoso para el erario público que incorporar semejante personal a la Administración, a título de gestores, archiveros y docentes.
Desde siempre, los reñidos con la complejidad compensan con censores su déficit de elocuencia concreta, pues hablando siendo por hablar –lo suyo es la praxis, hacerse con el poder– el horizonte lo delimitan consignas de la Dirección y otras modalidades del bla, bla, bla. Nos sepultarán las basuras, aunque antes de convenir los modos menos sectarios de evitarlo el altermundista exige derrotar a algún no-ser, otrora Satanás, luego Monsieur Le Capital y hoy antipatriarcado neoliberal, impidiendo por eso que el reciclado se consume sin convenir antes en prejuicios como la desigualdad –esa bendición de la Naturaleza– o el carácter lesivo de la riqueza, porque nadie prospera sin perjudicar a otros.
¿A quiénes perjudicaron Bill Gates, Larry Page o nuestro insigne Amancio Ortega? ¿Confiaremos nuestros ahorros a quienes llaman víctimas a sus empleados, tras un siglo de comprobar que semejante versión de lo real reconvierte una y otra vez al ciudadano en siervo de la gleba? Por eso parece urgente investigar la literofobia, porque fue una obra maestra de la propaganda seguir teniendo altermundistas aspirando a gobernar, tras la explosión genocida del totalitarismo, y ha sido una obra maestra del género descubrir la posverdad en términos argumentales, una tesis ridícula si la letra no hubiese engendrado la alergia a leer difundida hoy de los cincuenta para abajo. Imaginar a un lector de Weber, Schumpeter o Braudel dispuesto a comulgar con simplezas es tan difícil como encontrar una aguja en una montaña de heno, aunque lo arduo del empeño se solventa con personas más dispuestas a servir copas que a estudiarles.
Quizá el aturdimiento sea la reacción espontánea de una mayoría entre quienes disfrutan de algo tan inaudito como información exhaustiva y prácticamente gratuita, y es en cualquier caso lo ocurrido. Todos saben que cada oficio lleva consigo pasar de aprendiz a maestro, si bien casi todos van dejando ese paso de hoy a mañana; y esa es la condenada seña de identidad para el refractario al pensamiento documentado, recluta más o menos consciente de la puerilización perseguida por toda suerte de propaganda. Qué sencillo se torna el mundo si decidimos ignorar la diferencia entre fuentes primarias y subsidiarias de cada asunto.
(*) Antonio Escohotado es escritor. Su último libro es Mi Ibiza privada (Espasa).
Fuente:
Cfr.
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