EL PAÍS, Madrid, 14 de junio de 2017
TRIBUNA
La Transición trágica
El fin del franquismo se saldó con una traición a esas juventudes revolucionarias que contruyeron el programa de un futuro sin contar con una población que votó masivamente a Adolfo Suárez y no soñaba con revolución alguna
Jordi Gracia
La palabra democracia estuvo muy viva desde antes de la muerte de Franco, pero el sentido que cada cual le dio fue equívoco y hasta contradictorio, sin nada que ver con la base estable e incuestionada de la noción de democracia en la actualidad. Es precisamente la renovada exigencia democrática que auspició el 15-M y Podemos, lo que asfixia hoy a gobernantes con las vergüenzas expuestas a todos los plasmas imaginables, y no son las irrelevantes vergüenzas genitales.
El régimen (el verdadero Régimen) abusó obscenamente de esa imaginativa plasticidad cuando habló de democracia orgánica. La oposición, articulada y sin articular, hizo lo mismo. Para unos, muchos, democracia equivalía a democracia radical, que a su vez equivalía a revolución democrática. Para otros, escasos, dispersos y muy mal vistos, democracia empezó a significar desde 1976-1978 la sumisión voluntaria a las reglas del juego de la representación parlamentaria porque asumía la negociación política como tablero exclusivo y expresión legítima de la opinión de la calle, movilizada y no movilizada. La convencida ilusión revolucionaria que fraguó entre las juventudes universitarias más politizadas desde finales de los años sesenta no dio el menor crédito a la democracia como sistema de pactos, contrapesos y transacciones: eso era claudicación socialdemócrata y pequeño-burguesa, como poco.
El ideal era otro porque la revolución no se pacta ni se negocia, se impone. La revolución vino a ser, así, un ideal del despotismo ilustrado sin respeto ni por las formalidades democráticas ni por la herencia presencial, biográfica, activa, de los equipos procedentes del franquismo. El sueño solo tenía cara A porque no había lugar para la cara B. La revolución democrática había de vencer a las fuerzas del franquismo reformista y a la vez a las formaciones políticas burguesas y pequeño-burguesas, tan alegremente dispuestas a plegarse a los enjuagues de una democracia parlamentaria a la europea.
No hay la menor duda: la Transición constituyó una traición sangrante, despiadada, a aquellas juventudes revolucionarias que con la literatura, la ideología, los cómics, el ideario libertario, el comunismo maoísta o soviético, la cultura hippy y la contracultura entera habían construido el programa de un futuro sin contar con una población no exactamente adicta ni a Rimbaud, ni a Lautréamont, ni a Fidel Castro, ni a Janis Joplin, ni a Allen Ginsberg. La población real, cuantificable, votó masivamente a Adolfo Suárez, compró desatadamente los abyectos libros neofranquistas de Vizcaíno Casas e ignoró los ensueños de la grifa y la marihuana o los viajes de la psicodelia débil del principio y el jaco letal de los ochenta.
El fracaso fue estrepitoso porque la población de una democracia en construcción no soñó con revolución alguna ni se adhirió a sus condiciones despóticas. Esa precaria democracia acabó con el aparato legislativo del franquismo y fundó otro nuevo desde 1978: hizo una ruptura democrática. El desnortamiento de la revolucionaria contracultura fue entonces descomunal porque la revolución empezaba a ser ya sólo una fantasía derrotada, pero no un objetivo viable con las cifras electorales y no electorales en las manos. Fue entonces cuando los lectores de la revolucionaria Anagrama abandonaron a Anagrama diez años después de su fundación: “De golpe y porrazo” —cuenta Jordi Herralde—, “buena parte de aquellos lectores inquietos que se interesaban por todo, dejaron de leer no sólo textos políticos sino también libros de pensamiento, de teoría, lo cual provocó la desaparición de la totalidad de las revistas políticas y el colapso de la mayoría de editoriales progresistas”. Los ideales de la minoría más politizada y progresista, más europeísta, culta y urbana, más asimilable a las vanguardias políticas radicales de la Europa de entonces, desembocaron en una funesta neurosis de autodestrucción por fallo general multiorgánico. Nada había sido como lo soñó Ajoblanco o Star.
Precisamente por eso Podemos no tiene nada que ver con aquella raíz hoy enterrada de la revolución: aquella lo era de verdad porque quiso cambiarlo todo. Hoy Podemos carece del gen revolucionario porque su biotipo democrático negocia, discute, amaga, recela, engaña, traiciona y marrullea como las demás fuerzas políticas. Los planes de la revolución se vinieron abajo en un santiamén pero sus víctimas fueron infinidad de jóvenes. No hay ninguna buena noticia en esas muertes con y sin apellido, sino un largo duelo ante la angustiosa lista de muertos en los años duros del caballo químico y del caballo ideológico: Eduardo Haro Ibars, Aníbal Núñez, Eduardo Hervás, Antonio Maenza, Marta Sánchez Martín, Carlos Castilla Plaza.
Pero es seguro que para la mayoría de la población fue una buena noticia el fracaso de la revolución: el demos no fue revolucionario, o fue democrático de acuerdo con las democracias realmente existentes en la Europa de su tiempo. La primera clase del curso de nueva democracia trataba del desengaño de las utopías revolucionarias y la segunda tocaba otro tema, también delicado: la democracia es imperfecta, torpona y algo cegata, además de no ser nunca ni pura ni inmaculada.
Pero la fantasía de la pureza siguió viva y la frustración también. Muchos de aquellos jóvenes no renunciaron a que la vida y la literatura fuesen lo mismo: es un ensueño fascinante y adictivo pero no le veo ejemplaridad alguna ni es siquiera un plan de vida compensador. Sí es en cambio un potente objeto de estudio antropológico y cultural, como el que ha emprendido Germán Labrador en un libro que contiene el más completo elogio y la más sentida elegía de la contracultura: Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura en la transición española (1968-1986). La demonización de sus protagonistas como bichos marginales y enfermos está ampliamente reparada en este libro, el mejor posible sobre aquel mundo y sus supervivientes.
Lo que no remedia es el trágico error que anidaba en los planes líricos e ideológicos para una Transición que sin duda los traicionó, pero no se equivocó. Si el éxito de la Transición se mide sobre el romanticismo de la revolución democrática fue un gran fracaso, y es justo y hasta conmovedor evocar a las víctimas de sus propias utopías. Pero no ilumina cuáles fueron y dónde estuvieron las renuncias de la izquierda democrática y socialdemócrata desde 1978. Ese me parece el campo de maniobras más productivo para una crítica de la Transición, sin confundirla con una traición a las utopías trágicas o restitutivas del pasado de la Segunda República.
(*) Jordi Gracia es profesor y ensayista.
Fuente:
http://elpais.com/elpais/2017/06/08/opinion/1496915063_108847.html
Ilustración: Eduardo Estrada.
EL PAÍS, Madrid, 10 de junio de 2017
Intelectual intempestivo
Ortega y Gasset fue pionero y prematuro, precozmente imbuido por un optimismo vitalista de genética nietzscheana e incombustible durante algunos años
Jordi Gracia
No diré que sería hoy un tuitero compulsivo, pero la proliferación de aforismos con chispa e intención podrían tenerlo como aficionado decoroso al medio guerrillero. La violencia de la palabra del Ortega socialista, del fundador de la Liga de Educación Política y el semanario España, del redactor incendiario de Nueva y vieja política en 1914 llegaba dictada por un afán redentor y colectivista, esperanzado en las fuerzas secretas de refundación radical de un país entero. No se equivocó, desde luego, porque esas fuerzas estaban y tenían nombre y apellido (iban desde los hermanos Machado o Juan Ramón Jiménez hasta Gómez de la Serna), pero fue, como en casi todo, pionero y prematuro, precozmente imbuido por un optimismo vitalista de genética nietzscheana e incombustible durante algunos años. Mandar, mandó petulantemente desde el principio, para abierta sublevación de su propia familia, que directamente lo echa de El Imparcial porque desde ahí ha lanzado la caballería entera de su ira y su impulso subversivo contra el diario.
Por eso accede en seguida a liderar ideológicamente uno nuevo. Por entonces se creía, con razón, que un medio periodístico, al estilo de lo que haría EL PAÍS en 1976, podía determinar la realidad moral y cultural de una nación u orientarla hacia la reforma radical de las instituciones del Estado, desde el Parlamento hasta la Universidad, pasando por las artes y la literatura. Por eso se encerró Ortega a escribir durante tres años en la pajarera de un periódico nuevo, El Sol, desde 1917: estaba convencido de que pilotando esa nave pilotaba la transformación de España.
Volvía a tener razón, pero volvía a ser prematuro. El fracaso de esa experiencia le dejó la primera huella grave de su mal más íntimo: el rencor contra quienes ni entendían ni parecían querer entender por dónde debían ir los derroteros de la modernidad europeísta. De ahí nace uno de sus libros más perniciosos incluso en el título, España invertebrada, montado sobre prejuicios y, sobre todo, sobre pasiones políticas muy recientes. Ortega se retiró entonces de la vida política para regresar a la abandonada capitanía filosófica del país. Desde 1921-1922 inundó la alta cultura española con series de artículos convertidas en libros y proyectos de larga incidencia en las letras y la cultura global. La Revista de Occidente desde 1923 iba a ser una auténtica difusora actualizadísima de los aires intelectuales de la modernidad crítica, a la vez que desde entonces Ortega vibraba sobre todo como ensayista compulsivo, hostigado por un alemán desconocido, Heidegger: habría de amargarle desde 1927 los frutos dulces de su filosofía de la razón vital.
Pero ese afán de competitividad de un competitivo temible no estropeó su función de pensador imprevisible, agudo y agitador (como el Fernando Savater de la Transición). En esa década de los veinte cría buena parte de los libros que siguen siendo lo mejor que puede dar un pensador: formas sociales e históricas de una filosofía moral antes que prescripción de conductas. O al menos así vale la pena leer desde las Meditaciones del Quijote hasta los tomitos caprichosos, autobiográficos y perdurables de El espectador, incluida una vivísima La rebelión de las masas, ya en 1930, a las puertas de la euforia y el inmediato desengaño con la Segunda República. Iba en el libro el más contundente dicterio contra la destrucción de las democracias liberales a manos de los totalitarismos rampantes desde Italia, Alemania y la Unión Soviética.
A la guerra llega tan escarmentado que se suma callado al bando sublevado y vencedor, y después pierde la guerra durante 15 años más hasta su muerte en 1955. Gana, sin embargo, y de forma rotunda, como impulsor de una desafiante independencia de pensamiento hecha de jugosidad imprevisible, plasticidad estilística y una vaga e ingrata propensión a la impostación divina: insustituible
Fuente:
http://cultura.elpais.com/cultura/2017/06/09/babelia/1497029398_916542.html?rel=mas
Fotografía: De izquierda a derecha, Antonio Machado, Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala en Segovia el 14 de febrero de 1931.
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