jueves, 24 de octubre de 2013

PERICIA

EL NACIONAL - Domingo 17 de Febrero de 2013     Papel Literario/2
Cruce de espadas
Jon Lee Anderson, virtuoso de la prosa
NELSON RIVERA

Algo en estas crónicas escapa por momentos del periodismo y se interna en el ensayo político o en la sociología del poder. Mejor que volver a repetir que Jon Lee Anderson es un extraordinario y pertinaz periodista ­afirmación que goza de un enorme consenso­, parece necesario reconocer en él a un gran escritor.
A un autor dotado de un don apreciable tras el ejercicio de reportear: el de ordenar y clarificar los hechos. A un maestro de la prosa límpida, que los dos traductores de este libro a nuestra lengua, María Tabuyo y Agustín López, han preservado de forma admirable.
Los diez textos que reúne La herencia colonial y otras maldiciones (Editorial Sexto Piso, México, 2012) publicados entre 1998 y 2012, remiten a Liberia, Angola, Santo Tomé, Zimbabue, Somalia, Guinea, Libia y Sudán, a sus complejas realidades culturales, sociales y políticas (debería escribir realidades político-militares).
A un transcurrir donde la violencia, por momentos ilimitada, luce la incesante consecuencia del afán de poder y de control de las riquezas petroleras y minerales que subyacen en buena parte del territorio africano.
Anoto aquí lo obvio: leyendo La herencia colonial y otras maldiciones vuelve a mi pensamiento una vieja preocupación: África es una vaga referencia en nuestra conexión con el mundo. Más allá de lo que nos aportan las páginas de información internacional y los noticieros, y la eventual lectura de alguno de sus poetas traducidos, África es una especie de nube enorme en estado de turbulencia, en la que apenas distinguimos la diversidad de naciones y culturas.
Quizás sea razonable pensar que Anderson ha convertido la distancia en una especie de arte profesional (diré: su arte narrativa). Mantenerse en posición de distancia, no sólo testimonia una voluntad de respeto por lo fáctico, sino que esa distancia se constituye en el mirador desde el cual observar mejor la impureza, el carácter contradictorio, la naturaleza conflictual de los hechos de los que se ocupa.
Esa extrañeza que es su modo de ver, hace posible diferenciar unas realidades de otras.
Los hechos demandan una distancia que haga posible su comprensión. Y Anderson no violenta esa premisa.
Algo más: este libro me sugiere que Anderson es un verdadero experto en la personalidad despótica y egomaníaca.
No los adjetiva, sino que los muestra: los escucha, los mira con detenimiento, les hace preguntas que no amenazan: preguntas que abren rendijas por las que se asoman las fauces, el talante de hombres poderosos, algunos de los cuales han protagonizado u ordenado los más sangrientos asesinatos. Donde otros autores necesitan de todo un libro para trazar la personalidad de talante tiránico-sicótico, Anderson hace gala de una destreza incomparable: en pocos trazos nos ofrece bocetos de una nitidez que deslumbra. Y esta es, a la postre, otra de sus contribuciones: demuestra cómo la personalidad está inscrita, a veces de modo terrible, en ese ámbito común que llamamos la historia.

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