De un trapecista citadino
Luis Barragán
Hay personas que sólo de vista conocemos por muchos años, e – involuntariamente – tejemos sus historias, reconstruidas momentáneamente, aunque no sepamos siquiera de nombres y demás señas, en el forzado ejercicio de distracción que motiva el paciente e incómodo tránsito. Puede ocurrir con vecinos, vendedores ambulantes, mendigos, u otras que impone la coexistencia urbana, en el variado paisaje de la vida diaria.
El transporte público trenza esas historias e, inadvertido, nos acostumbramos a los rostros que vemos con alguna frecuencia, en el cumplido horario de las prisas citadinas. Uno de ellos, por ejemplo, responde a quien, si la memoria no falla, años atrás, protagonizó una golpiza ocasional y, aparentemente marcado por una droga dura, sangrante, mordió el pavimento tras la temprana reyerta de una esquina bañada por el asoleado smog.
Trapecista en una sociedad de supervivientes, fue regular su presencia esquinera voceando el destino de las camionetas-por-puesto, enflaquecida y malgastada por los tropiezos de la calle. Pudo hallar un cupo en el competido oficio y, al pasar el tiempo, se le vio cada vez más recuperado, aseado, distendido y seguro con el grito de un barítono que domina las rutas de la parada, con los suficientes reflejos para danzar en medio del remolino de peatones, vehículos, malvivientes, buhoneros, beatos, policías, escolares, carteristas, fumadores, y todo aquello que sintetiza la orientación y el extravío en una avenida importante.
Nos satisfizo ver a esta persona quizá treintañera de edad, estacionando una motocicleta en el lugar donde miles de veces, proclamó y aclamó el destino de quienes también se acostumbraría a ver regularmente. De mejor vestimenta, incluyendo una “guaya” al cuello, con su casco y el del cliente potencial en mano, ofertaba sus servicios como taxista: sin dudas, una distancia sideral entre el drogadicto golpeado y el orgulloso motorizado que se vocea – ahora – a sí mismo.
El flamante moto-taxista no le pedirá al Estado que lo mantenga, ni otros favores que lo esclavicen. Únicamente le exige que cumpla con sus deberes fundamentales: retribuidos convincentemente sus impuestos, al evitar que lo asalten o castigar oportunamente al victimario; mantener la vialidad, responsabilizándose de los accidentes que la negligencia gubernamental provoca; generar empleos tan independientes como el del propio taxista, reconocida la libertad de emprendimiento. Vale decir, permitirle dejar de ser el trapecista de ahora.
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