Luis Barragán
Ha sido dura la faena para el testigo electoral en más de una década y media, en reclamo de la necesaria imparcialidad del proceso. Poco a poco, el régimen se las ingenió para distorsionar tan delicada función, procurando ausentar al ciudadano probo, formado y honesto, a favor del presuntamente espontáneo capaz de cohonestar las triquiñuelas.
Los testigos electorales constituyen una base indispensable del ejercicio ciudadano que, recurrentemente, a veces en franca desventaja, ha de lidiar con un acto electoral cargado de tensiones. La tecnología ha pretendido sustituirlo, en las horas estratégicas del cierre de la mesa y, siendo el principal problema del ya abusivo partido de gobierno, ha de dar muestras de coraje, habilidad, honradez e inteligencia, incluida la cordialidad, que suelen imponerse cuando se cumplen debida y adecuadamente las normas comiciales.
Una dura faena de la objetividad, se es oposición en la misma medida que cumplen celosamente con la ley y no sólo hace el sacrificio de lidiar con todo el funcionariado, uniformado o no, comprendido en casa por el trabajo dominical, sino que pacientemente espera el auxilio de los alimentos que los relacionados puedan proveerle. Donde hay testigos electorales firmes que exigen como único requisito el de un limpio sufragio, una transparente contabilidad del voto y una no menos limpia y transparente acta susceptible de la copia, la democracia está – sencillamente – viva.
Los comicios parlamentarios sabrán de ciudadanos valientes que tendrán por entera satisfacción la de prestar un servicio al país, insobornables y decididos. Cuentan con la voluntad republicana de una importancia que, a veces, no les es suficientemente reconocida.
El 6-D, fecha angular para la recuperación de la democracia, convertirá a los testigos electorales en una irrefutable referencia histórica. Esto lo sabe muy bien el régimen, pero nada amedrentará a esa ciudadanía dispuesta a reivindicar por siempre la verdad.
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