sábado, 25 de enero de 2020

ADEMIA

Sobre algunas aporías de la democracia actual (I)
Nelson Chitty La Roche

“La democracia en Chile se acabó. Desde mediados de octubre de 2019 se ha hecho patente que yacía muerta desde mucho antes de lo que pudimos percatarnos y que nos encontrábamos habitando el putrefacto cadáver de un orden en descomposición. El fin de la democracia, tal como la hemos conocido desde hace no más de dos siglos, se ha instalado como un quiebre rotundo de las instituciones decimonónicas, las tecnologías políticas que en ellas pululaban y las formas de gestionar y comprensión de lo social”. Carlos Ramírez,  Christopher Yáñez-Urbina e Iván Salinas

La situación chilena no cesa de sorprender e impactar. Un destacado columnista incluso se permitía admitir que no lograba entender sin ayuda de expertos psicólogos y psiquiatras toda una fenomenología que parecía contraria a los elementos objetivos que rodean a la sociedad del hermano país, como aquella que lo presenta como el más fuerte económica y socialmente del continente y, sin embargo, da cabida a esta erupción inconforme y violenta, con tendencias esquizoides.

La universidad chilena no escapa del estupor que produce el movimiento que, por cierto, se radica fundamentalmente en la capital, aunque hubo episodios en otras latitudes, pero de una vez conjeturan sobre la etiología del malestar, apuntando al agotamiento del modelo, aun y a pesar del éxito que anunciarían los guarismos y mediciones convencionales, en un escenario de bienestar aparente y disminución de la pobreza. Así, señalan a la democracia y a la Constitución como los agentes, víctimas y victimarios de estos episodios de explosión societaria. Demasiado pronto y demasiado convencionales me lucieron esas apuradas especulaciones.

Igual que en la Venezuela de 1992, o la Colombia de 1990, pensaron algunos que en el pacto político con sanción jurídica, como denominaremos a la Constitución, obra la explicación y la respuesta de los capítulos inesperados que se viven, cuando el orden no cumple su cometido, ni la racionalidad atina a explicarse lo que pasa. En el camino se oye una sentencia severa de que la democracia como sistema de coexistencia pacífica que se postula como la mejor forma de gobierno se muere o acaso la panacea para los males debe encontrarse en la revisión de la Constitución.

Así, pues, se avanzan hipótesis que advierten el fin de una época, pero todavía anuncian la caducidad de la cultura democrática y ello incluye las organizaciones, vale decir, los partidos políticos e incluso las movilizaciones, manifestaciones, protestas que terminaban asimiladas por el discurso del liderazgo, siempre seguido y concluyente. Pareciera que el cataclismo ha puesto a prueba las formas y las maneras como otrora reaccionaba la comunidad política.

En nuestro criterio, el asunto es mucho más hondo, mucho más ininteligible y más gaseoso al mismo tiempo. Con el respeto y la prudencia debida, sentimos a la clase política chilena e incluyo a todos, gobierno y oposición, chocados, turbados, superados y sin asir la naturaleza del tsunami que los bañó de desencuentros, desengaños y desventuras. El estallido prescindió de un tajo de la representación y precisamente, desnudó arrasándolo todo, su talante iconoclasta, impío, bárbaro.

Con motivaciones distintas, pero compartiendo el elemento económico social en positivo, Bolivia hizo su gesta, su inesperada epopeya, su faena libertadora. Como Chile, las estadísticas evidenciaban que Bolivia mejoraba, pero la procesión iba por dentro y al contrario que en Chile, la cultura democrática ajustó el aparato y con el ariete de la unidad ciudadana le abrió un boquete tan grande al muro de Evo que se le fue el control y la confianza a un orden confiado, arrogante y soberbio.

Por años, los estudios y seguimientos de los comportamientos de la ciudadanía suramericana, y en ello coincidían todos los organismos especializados de las distintas agencias de naciones unidas o del escenario regional, denunciaban una peligrosa tendencia presente en la consulta que confesaba sin vacilaciones la disposición a sacrificar democracia por estabilidad y mejoría económica por asistencia pública masiva.

Pero y entonces, ¿qué está pasando? Aunque se adujo el malestar en Chile por un aumento mínimo del transporte, la secuencia convoca otros análisis, pesquisas e investigaciones para comprender la racionalidad de la revuelta o la irracionalidad tal vez describe mejor el asunto.

No pienso que sea posible hacerlo, sin ponderar otros aspectos que han acompañado o se han mostrado en la escalada chilena. Me refiero a las reacciones de la gente, del común, de los que se sumaban al asalto, saqueo, profanación y vulgarización de sectores que no por tolerados o respetados se sintieron obligados con el statu quo y por el contrario, creyendo a todo evento reafirmarse lo desafiaron.

No pretendo ni remotamente aparentar que conozco a Chile y menos que puedo a lo lejos hacer diagnósticos ni proponer terapias. Solo sigo atento las noticias y leo con interés los artículos de opinión y de la academia que he podido encontrar, pero intento darme una explicación o, al menos, señalar para el análisis las anotaciones frecuentes y las inferencias que de ellas nos podemos hacer.

Sin embargo, es menester atreverse, buscar, indagar y conjeturar para acercarse a la verdad y haciéndolo, usamos el instrumental epistemológico disponible y ensayamos algunas construcciones como referentes metodológicas.

Nos interrogamos también y en la procura de las respuestas también hacemos interesantes hallazgos que soportan la consecuente aparición y decantación de la argumentación.

En esa dinámica, nos atrajo una de las siempre nutritivas reflexiones del filósofo italiano Giorgio Agamben y especialmente su texto titulado, “Stasis. Civil War as a Political Paradigm” y del cual hemos hecho abordaje repetido. En efecto, en las cavilaciones y afirmaciones de Agamben atrajo nuestra atención para esta ocasión aquella que comienza con el aserto según el cual el Estado moderno exhibe un cuadro de ademia.

Se trataría de constatar y definir una situación en la cual el escenario público societario carecería de pueblo como resultado de la captura en la representación de aquel y desde luego, el eclipse del susodicho dejando únicamente a la estructura constituida ocupar los espacios, suplantar la deliberación y conculcar la decisión.

Giorgio Agamben, según Pere Durán
(Girona, 2014).
El paisaje social entonces estaría sujeto a un cortocircuito, por así llamarlo, separada la gente, el común, interrumpida la comunicación entre la representación y aquellos a los que debe representar. El ejercicio comenzaría al cesar la acción constituyente que vio operar una delegación o quizá, más bien, una transferencia de soberanía que luego se oligarquizaría y provocaría una disfunción entre ciudadanía y representación.

La gente sería, como afirma Gian Giacomo Fusco, un estudioso de Agamben, una masa cuasi ausente, pasiva, distraída en sus necesidades biológicas, y no obstante, y es esa la paradoja, la constituyente de su propia negación y no necesariamente para otra cosa que su bien en la perspectiva del Estado.

El tema de suyo arisco, complejo, confuso y un tanto inasible sustenta un evidente interés académico, pero también sociológico y ciudadano, que trabajaremos más, Dios mediante, la próxima semana.

Fuente: 
https://www.elnacional.com/opinion/sobre-algunas-aporias-de-la-democracia-actual-i/


Sobre algunas aporías de la democracia actual (II)
Nelson Chitty La Roche

“Se sugiere la reinvención normativa de la democracia sin pérdida de sus referentes esenciales, pero adecuándolos a las realidades distintas que plantea el siglo XXI, comenzando por lo esencial: el restablecimiento del tejido social bajo un denominador común que sea sensible a los valores democráticos, en modo tal que se refleje en las nuevas categorías constitucionales que deban ser formuladas”. Asdrúbal Aguiar

Es ya más que frecuente, una certeza regular y presente, en cada uno de los recientes análisis sobre la democracia y aquellos raros sobre la teoría de la democracia, encontrar críticas sobre la marcha del sistema, su nomos y su eficacia. Tal vez sea tiempo de admitir que muchas preguntas quedan sin respuesta, habida cuenta de las carencias u obsolescencias epistémicas que derivan del cosmos social actual y de las dificultades para advertir su especificidad y los elementos que lo descubren e integran. El mundo, la sociedad, los valores, el hombre, mutaron y cambian aceleradamente si es que podemos captar el movimiento en esta ecuación existencial empapada de instantaneidad.

Y no es sencillo hacerlo porque, como recuerda Sartori, los conceptos que como herramientas utilizamos para comprender en ellos los fenómenos que observamos se han estirado tal vez demasiado y no logran los susodichos albergar en su seno racional, el compendio de sus distintos e incluso nóveles elementos en  sus inevitables límites.

Acontece entonces con la democracia, como pasó a mediados del pasado siglo XX con el vocablo poder, que ya Arendt o Aron, entre otros, lamentaban percatarse de la falta de cohesión o elaboración y tal vez, desnudando en considerable atraso epistemológico pero lingüístico de la ciencia política para proporcionar sustento a las reflexiones que sobre ese constructo se postulaban. Cuesta bastante definir hoy a la democracia y, se hace más importante no solamente definirla sino seguirla, hallarla, precisarla, siendo que un elevado nivel de incertidumbre la rodea.

Los parámetros de las sociedades de este momento tienen en común la fascinación por el espectáculo y la mimetización de las personas en un ambiente en el que las individualidades coadyuvan por una definición que además aporte una identidad, una suerte de imagen de marca que tendría cada cual y ello, en detrimento de los referentes societarios que otrora servían para distinguir unos de otros. Me tocó presenciar en una ocasión una marcha de zombies y confieso que un lote importante se sentían tales, ni más ni menos.

El resultado conlleva igualmente una conducta que se particulariza, afectando a la comunidad democrática que antes se homogeneizaba en la vastedad de la noción de ciudadanía pero que ahora carece de empatía, reduciendo su desempeño en el espacio de su pretendida diferenciación, en el cuadro de su personalidad que no es habitual sino en cuanto es diferente.

Nunca como ahora la democracia, sistema social y valoración compartida, se muestra más apartada en el pretendido ejercicio de la libertad que se encierra más bien en construcciones sociales en las que la presencia es limitada y mínima la participación. Segmentaciones de diversa naturaleza, origen, denominación se perciben y se reclaman suficientes como para no requerir de otros concurrentes o acaso para, ante ellos, fijar distancias.

Todas esas agrupaciones tales como el feminismo, LGBT, gamers, ecologistas radicales, xenófobos por citar algunos, no se asumen como miembros de ninguna expresión social distinta a esa que los reuniría y definiría. Es un mundo que a nombre del valor social de la igualdad ha tallado un espacio para el colectivo de las individualidades, la membresía política tropieza con auténticos antagonismos. Lo que la diferencia es lo único que los une. Una suerte de solipsismo compartido dibuja las distintas figuras de una geometría social que atinaría solo como parte de un rompecabezas, un puzzle, en el que si bien se admite un común denominador no supone nada ante aquel que en la excepción los define y amasija.

La llamada generación millenial asume su entorno como un lastre con el que y a pesar de ello, debe transitar su búsqueda de la novedad que la totaliza y fascina. El presente no es más que la expectativa del futuro que se mide por las convincentes innovaciones que no por tales, menos rutinarias. La democracia que conocemos no metaboliza cómoda esos giros que la desbordan y la dejan siempre, aún en las sociedades más permisivas, varios pasos atrás.

Le falta pericia a la propuesta democrática para convencer, para atraer simplemente. La ecuación vital conoce una novación permanente, ante la compulsiva demanda del imperativo comunicacional que no por ello es otra cosa que el establecimiento de vasos comunicantes en el mismo continente social, político, económico pero no en el mundo que los rodea.

La búsqueda democrática colisiona en sus movimientos porque ofreciendo libertades culmina cediéndoles los espacios al individualismo de esos grupos y segmentaciones refractarias a los otros y al conjunto que incluye a todos. Es una auténtica aporía la que la democracia del momento exhibe y muy a su pesar debe asumirlo.

Paralelamente debe la democracia percatarse que vivimos y lo he repetido antes, el tiempo de la mentira, la tergiversación, la deformación, la adulteración e incluso, de la osada e impúdica sustitución ante todos de la verdad por la versión oficial de algunos y por si fuera poco, hay que agregar al menos, dos elementos más; la ideologización del espectáculo y, la admisión del relativismo que lo debilita todo. Nada es lo que dicen que es, hay que recordar y lo he hecho a menudo, que frente a ese discurso difundido solo podemos ripostar con la verdad, susceptible también de contrariar a los mercaderes del falso consenso que todo lo matizan.

Unas breves consideraciones sobre lo que es la teoría democrática y para ello invitamos, acotamos a nuestros comentarios, a partir de un interesante trabajo que además lleva ese título y cuya autoría corresponde a politólogos norteamericanos. En efecto, ab initio se resalta una interesante constatación que evidencia, en el estado del arte correspondiente a la temática, una sorprendente inactividad que se remonta a 1979 con la publicación de un texto de James Alfred Pennock en el que no se responde a la pregunta sobre qué es la democracia, pero responder esta pregunta resulta ser bastante más difícil que plantearlo. Pennock (1979) no responde la pregunta por sí mismo; deja esa labor a la posteridad, solo afirmando que “la frase [teoría democrática] se usa a menudo como si representara un cuerpo de doctrina claramente delimitado y acordado; pero eso está lejos del caso. Incluso la cuestión de qué temas debería incluir es objeto de un amplio “desacuerdo”.

Robert Dahl (Wikipedia).
Quizás lo único que los teóricos democráticos podrían estar de acuerdo sobre la teoría democrática es que es diversa, incluso de naturaleza incipiente. Robert Dahl (1956), por ejemplo, argumentó que «no hay una teoría democrática, solo hay teorías democráticas». También hay una letanía de reclamos rivales, ahora principalmente históricos, en el corazón de la democracia, y hasta ahora se han documentado más de 22 descriptores adjetivos de democracia (Gagnon 2018). Además, muchos teóricos democráticos contemporáneos comparten una ética pluralista preocupada por evitar un cierre autocrático en torno a lo que constituye la teoría democrática (ver, por ejemplo, Bader 1995; Blokland 2011; Erman 2009; Held 2006; Martí 2017; Moscrop and Warren 2016;). Sin embargo, el simple hecho de reconocer y abrazar esta diversidad por sí solo nos lleva tan lejos. (What Is Democratic Theory? Rikki Dean, Jean-Paul Gagnon, and Hans Asenbaum 2019).

Advierto que una materia tan atractiva desde el punto de vista del conocimiento y la academia, apenas deje, como lo afirma el estudio citado, testimonios mínimos de examen y, por cierto, ningún intento de problematización que hubiera servido al menos para desentrañar parangones que nos asistieran hoy en la tarea, convoca y glosa una dinámica que nos ayudará de algún modo y que trabajaremos, Dios mediante, la semana próxima.

Fuente:
https://www.elnacional.com/opinion/sobre-algunas-aporias-de-la-democracia-actual-ii/

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