domingo, 9 de marzo de 2014

SESQUICENTENARIO DE UNA CONSTITUCIÓN

El ruido de las cosas al caer
Luis Barragán


La larga Guerra Federal que, por el acucioso trabajo de Robert Mathews en torno a sus antecedentes (Caracas, 1977), la concebimos como de guerrillas, concluyó en una asamblea literalmente festejada en la ciudad de La Victoria, conforme al Tratado de Coche. A mediados de 1863, los generales Juan Crisóstomo Falcón y Antonio Guzmán Blanco emergieron como presidente y vicepresidente de la República extenuada y, convocada,  al finalizar el año se instaló la Asamblea Constituyente.

El 24 de marzo de 1864, fue sancionada la Constitución de los Estados Unidos de Venezuela, promulgada el venidero 13 de abril. Vale decir, cumplimos el sesquicentenario de una Carta que todavía suscita el criterio contradictorio de los especialistas, resultante del colosal conflicto que nos embargó y que, para bien y para mal, nos caracterizó para la posteridad.

Por ejemplo, Allan R. Brewer-Carías versa sobre la farsa federalista, consagrada una alianza de caudillos regionales que llegará a su fin con Gómez y la creación de un ejército nacional (por cierto, bien retratada por Inés Quintero en “El ocaso de una estirpe”, Caracas, 1989), redondeando una nueva oligarquía de la riqueza comercial y terrateniente frente a la población casi enteramente analfabeta que anulaba el formal reconocimiento del voto directo y universal.  “La Federación – expresa el  jurista -  no significó descentralización sino que su contenido se violó desde el inicio: los caudillos de turno en el poder, desarrollaron una política administrativa de carácter meramente centralista, pero ello,  indudablemente a cambio de la descentralización político-militar” (“Las constituciones de Venezuela”, Caracas, 2008: I, 174).

La ampliación de los derechos y garantías, abierto el debate entusiasta después de la encarnizada lucha, acentúa el contraste con los textos precedentes como inferimos de Rafael Arráiz Lucca. “Para entonces – asegura el historiador -  imposible pedir mayor espíritu democrático, sin duda” (“Venezuela: 1830 a nuestros días”, Alfa, Caracas, 2013: 75).

Consabido, la Constitución de 1864, reformada diez años más tarde, no impidió las amargas experiencias del monagato y el guzmanato, regímenes que, además, sistematizaron el saqueo del erario público. Era demasiado el ruido de sus ejemplares al caer sobre las realidades que no expresaba ni solventaba: tinta seca que resbalaba, traicionada por quienes concibieron esos derechos y garantías como una cosa más de utilidad en las crudas pugnas del poder.

La estridente caída recordaba la sostenida violación de una Constitución que dijo sintetizar las ilusiones, ideas y voluntades prestas para abrir otra etapa en nuestra vida republicana. Simplemente, esa etapa continuó como promesa incumplida, reeditados los males que antes fieramente se denunciaban, como acaece en el siglo XXI.

Inevitable alusión, aunque la Constitución de 1961 no fue el problema esencial y, si  lo hubiere sido, bastaba con una adecuada reforma,  la mejor manifestación del otro período que,  aparente y bulliciosamente inaugurábamos, la encarnó la Constitución de 1999.  Fruto de una acelerada Asamblea Constituyente, radicalmente improvisadora en beneficio del gobierno que la decretó e implementó según sus intereses, la de 1999 autorizó no sólo  la particular coexistencia de las normas de vocación democrática y autoritaria, sino – al precipitarse sobre las realidades palpables, constantes y sonantes -  ha evidenciado una crónica violación por el poder establecido al que le contenta el único estrépito de la exhibición del ejemplar que – igualmente -  sus personeros empuñan a través de los medios de comunicación y en momentos que les son críticos.

A modo de ilustración, empleando grupos irregulares afectos que disponen de un armamento de guerra, paseándose además en los desfiles cívico-militares que inventan, atravesamos de hecho un Estado de Excepción que, por siempre, cuidan de no decretar para evadir los controles establecidos en la Constitución,  repetidos deliberadamente en la respectiva Ley Orgánica.  Sin embargo, ni siquiera el asunto es el del (in) cumplimiento parcial o total del texto magno.

Expresa y tácitamente, hay un modelo de sociedad  inherente a la Constitución de 1999 que claramente es violentado por el régimen y, para mayor abultamiento del drama, no ha hecho caso del referéndum de 2007.  Los recursos interpuestos, suelen rebotar con alguna facilidad del máximo tribunal del país, propiciando el otro cortocircuito de un sistema insincero.

En efecto, estimamos que los poderes establecidos reflejan una mayoría que la fue y ya no es, deslegitimándose. A juzgar por el voto popular de 2010,  la oposición es decisiva para el nombramiento de los magistrados judiciales, rectores electorales y el Contralor, pero el diseño electoral palmaria y antihistóricamente distingue entre ese voto justo y popular y el que no lo es, por sus resultados,  habida cuenta de la composición de los órganos del Poder Público.

Huelga comentar que las últimas elecciones presidenciales, aunque al principio fuese reconocida la necesidad por los titulares del poder establecido, no supieron de la exacta revisión de los cuadernos y de las otras supervisiones o chequeos que constitucionalmente se imponen. Luego, a la aludida cuestión del modelo de sociedad, sumamos la otra: ¿quiénes son y representan a las mayorías?

Surgida en los tiempos que no debía arriesgar ante la ostensible y contundente cultura democrática del país, la Constitución de 1999 previó un elenco de soluciones a las eventuales y agudas crisis políticas.  No redunda aseverar que la renuncia del primer magistrado de la nación, el referéndum, la enmienda o la Constituyente, son salidas constitucionales.

Sobre todo la Constituyente para esclarecer la mayoría que somos y nuestro apego a la democracia y libertades públicas, ahora negadas.  Son muy escasas las oportunidades históricas que justificaron tamaño recurso constituyente,  como hoy ocurre, en la búsqueda de respuestas definitivamente cívicas,   ciudadanas, pacíficas y edificantes.

Tomando prestado el título de una novela de Juan Gabriel Vásquez, como si extendiésemos las indagaciones de Antonio Yammara en torno a la suerte de un país que, como el nuestro, además, parece no distanciarse de la calamidad del narcotráfico, el sesquicentenario de la Constitución Federal  suscita la  reflexión y la angustia. Demasiado bullicio para un gobierno que se desgrana, desesperado en medio de la represión que no utiliza justamente el “trato ofensivo” de acuerdo con lo que dice y justifica la Defensora del Pueblo, en 2014.

http://www.analitica.com/colaboradores/pprof.asp?columnista=Luis%20Barrag%E1n
Reproducción: Billiken. Caracas, 1925.

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