domingo, 19 de abril de 2015

CAZA DE CITAS

Un poco de la novela Ponzoña de paisaje, que presentamos hoy en la librería Lugar Común, a las cuatro de la tarde. Eduardo Liendo me honrará con su presentación. Estaré con él, con la editorial Negro sobre Blanco y con todos los amigos que asistan o que puedan hacerlo. Un gran abrazo. José Pulido.

De padre y señor mío

Toñito Dávila, el “Verdigalla”, se despierta desorientado con el primer golpe de ariete que retumba en la puerta de su apartamento. Su cabeza choca el mullido terciopelo y una polvareda le hace estornudar. “He visto algo similar cuando mamá abre su polvera ángel face de ponds y sacude la mota con olores de rosas sobre sus cachetes”, pero esta nubecita apesta a excrementos resecos. A libro viejo que nadie ha leído. Lamenta haberse quedado dormido viendo televisión en ese sofá, que es el infierno donde se multiplican los ácaros del polvo.
Se endereza y se sienta en el pervertido mueble. Durante unos segundos observa el polvillo flotante. “El bien y el mal andan juntos. En mi propio hogar se crían millones de ácaros, listos para envenenarme con sus alergias o con el asma”.
La puerta vibra con una verdadera tanda de coñazos.
–!Ya voy, nojoda! –grita yendo hacia el baño. Se cepilla los dientes en una sola carrera, salpicando espuma en el espejo. Un espumazo le cae sobre la frente al Toñito del espejo. Tiene ojeras de berenjena que rememoran las ampollas de talón. Sale del baño soplándose la palma de la mano derecha y evaluando el aliento: sigue siendo una combinación de mierda con menta.
El umbral retumba como percusión policial. Dos golpes más y se cae. “Verdigalla” quita la cadenita y abre la puerta. Ya se lo sospechaba: es su papá, Gualterio Quasimodo Dávila. Un hombrón de casi dos metros de alto, ojos de un amarillento ámbar, como los de Toñito, que tiene ojos de culebra.
Papaíto recién bañado parece un irlandés pero es hijo y nieto de españoles que nunca se movieron del pueblo llamado Arenas de San Pedro, en donde está el castillo de la triste condesa. Eso queda en Ávila. Dávila quiere decir “de Ávila”. Venimos de Ávila. Me lo aprendí desde chiquito de tanto que lo hablaban en la mesa.
Gualterio Quasimodo entra avasallante, con su solidez de peso completo y su ráfaga de colonia francesa. Toño cierra la puerta y se queda bizco ante su progenitor, quien desde la atalaya de la soberbia evalúa el desastre del apartamento, desaprobando el despelote: platos desechables embarrados de salsa piche, latas vacías, bolsas de tostones y papitas fritas, franelas sucias cubriendo lámparas, camisas con pegostes, un reguero.
–Yo no sé qué clase de conservacionista eres tú: esto es una cochinada; ni siquiera puedes mantener funcionando tu hábitat.
Toñito piensa “ahora me va a decir que soy la decepción de la familia”.
–Tú eres una decepción... no sirves ni para ti mismo. Vine a decirte que no te voy a dar ni un centavo más: los delfines van a tener que trabajar.
El hombrón inicia un giro como si fuera a saludar a un general invisible, choca los talones y enfila hacia la salida.
Toñito se interpone en su camino y le dice que necesita ayuda como nunca. Porque está a punto de sentar cabeza con un negocio. Si le presta un pequeño capital se lo devolverá en poco tiempo. Mientras habla, Toñito sólo ve la corbata de su padre, unos caballitos diminutos corriendo por toda la seda. Gualterio Quasimodo, muy despectivo él, le da una idea chimba: vende este apartamento y trabaja con tu propia plata. No, cómo lo voy a vender si me lo regaló mamaíta.
–Bueno, mano: ni modo. Arréglatelas como puedas.
“Zas. Tengo un frío encajado, tengo un dolor de culo. Qué soberbia machista con los viejos de uno, pana. Parecen militares, pana”.
–Está bien, papá... pero cuando yo sea un empresario importante o presidente de la república y me nazca un hijo, no vengas todo acaramelado a conocer a tu nieto, porque no lo vas a ver. Aunque se parezca a ti no le voy a poner tu nombre… y si es niña menos.
Los ácaros del polvo hacen estornudar a Toñito, quien se dobla como si estuviera llorando. Agarra una franela sucia del piso y se limpia los mocos. El hombre mira a su hijo con cierta pena.
Eso de que no verá a sus nietos y que ninguno llevará su nombre es una hipótesis que le escuece. Eso sí que no le agrada. Un niñito playero corre hacia él con los brazos abiertos gritando “abuelo, abuelo” y tiene los ojitos de culebra. Gualterio Quasimodo sacude la cabeza, abre la puerta, pero se da la vuelta y enfrentando a Toñito, le murmura:

–Tú ganas... y que conste que ganas porque tu madre no soporta que nos distanciemos más de lo que estamos distanciados. Mañana te hago el depósito. Te voy a prestar cien mil bolos. Me los pagas en un año verdadero, no de esos tuyos que tienen cuarenta meses.
Gualterio saca un pañuelo y se borra el sudor de la frente con delicadeza, como si le ardiera la piel. En el dorso de su mano derecha hay un rasguño. Toñito enfoca el rasguño que parece causado por un tridente y Gualterio le explica “me rasguñó, brutalmente enloquecido, el gato de tu madre. No sé qué mierda le pasa a ese bicho conmigo”.
Toñito apenas escucha esa explicación. Está demasiado contento para prestarle oído a su padre o a cualquier ente similar.
“Bendición, papito” le dice Toño tratando de que suene como una petición de perdón por todo lo agrio que salió de su boca. El hombrón se va por el pasillo como animal herido buscando barranco mortuorio. Toñito siente un ramalazo de compasión y le dice a la figura que se detiene ante el ascensor, “gracias, papá... después te llamo”, como si ese hipotético “después” pudiera convertirse en un acto reservado y garantizado para proveer de felicidad a una familia de tres integrantes que nunca coinciden en el mismo sitio.
Con ese dinero se hará socio de su curruña Feliciano, con quien estudió Derecho hace una catorcera de años. ¿Tanto tiempo ha transcurrido desde que estaban en la universidad? Imagínate: se estaba cayendo el muro de Berlín.
Feliciano es un tigre para los negocios. Hace unos días le comentó “tengo un producto italiano buenísimo, listo para el mercado colombiano que lo paga muy bien. Si quieres participar, necesito sesenta mil bolos, pero rápido”. Ahora los tiene a la disposición y se los dará sin vacilar. ¿Dónde estará el celular? No lo encuentra en la chaqueta ni debajo de los cojines del sofá. Qué cagada. Va a tener que llamar al celular desde su teléfono casero para ubicarlo. Pero ahora recuerda que el teléfono de su apartamento no funciona. En ese instante de maldiciones, repica el celular con su música estridente: está debajo de un plato.
–¿Sí, diga? ¡mamita! ¿y eso? ¿qué estás haciendo?
Ella tiene la voz entrecortada. Le dice que Gualterio Quasimodo salió a buscarlo y está muy molesto.
–Sí, mamita; no te preocupes que ya vino y conversamos de lo más bien... no te sulfures...
Ella llora, no puede hablar. Toñito piensa “yo soy un perro, un mal hijo. Lo que hago es una perrada. Mi pobre vieja se puede morir de un infarto con tanto sufrimiento”.
–No llores, mamita. Te prometo que voy a enderezar mi vida. Soy informal porque tú sabes que me preocupan la fauna y la naturaleza: es una lucha brava la que ando haciendo. Y tú me enseñaste a querer las matas y los ríos, mamita ¿no te recuerdas? Yo sé que te he descuidado y he hecho más por las ballenas que por ti; pero tú sabes que yo te quiero como si fueras el mar… te quiero por encima de todas las ballenas y de todos los delfines.
Ella se ríe, de lo más rendida ante el piropo pero aprovecha para recordarle que deberían verse de vez en cuando. Hace un silencio con trasfondo de gimoteo. “Tengo que preguntarle ¿qué te pasa, mamita? Porque si no va a estar así media hora”.
-¿Qué te pasa, mamita? ¿qué te angustia?
Ella se toma su tiempo, ensaya rodeos de toda índole, para terminar diciéndole, con voz quebradiza “creo que tu padre tiene comercio sexual con una secretaria”. Casi larga la carcajada con aquello de “comercio sexual”, aunque todo lo que su padre realiza, tiene, en efecto, un tinte comercial. Le habla a su señora madre con mucho tacto, le dice que se comporta como si no fuera ella, una mujer tan culta y sobria. Pero Gualterio, por más que se fumigue o se bañe en otros lares, llega con olores ajenos y a veces muestra rasguños, moraditos, chupones en la piel. “Los viejos se amoratan hasta comiendo mariscos, mamá, no parecen cosas tuyas”. Y ella recapacita, apenada. Pero ha dejado para el final una queja que servirá como broche de infelicidad:
-Argonauta está perdido: desde anoche no aparece.
Él le opina que los gatos buscan novias, aventuras: ese sí que debe tener un comercio sexual por las azoteas y los techos. Ya vas a ver que de repente llega, cuando el hambre le pegue un latigazo.
Bueno, mamita. Sí, mamita. Toño promete que la visitará con más regularidad. “Sí, mamaíta, sé que no nos vemos desde diciembre”. Le hace un chiste malo otra vez y ella se carcajea por la línea telefónica, tose, se amelcocha. Y así es como esos dos cristianos pasan las horas, que si recordando la casa en la playa, que si la vez que Gualterio Quasimodo los llevó a Tenerife, que si tal y que si cual y ya sabes que somos uña y mugre aunque casi no nos veamos las caras y la soledad tenga como un olor a medicamentos, a comida rancia, a meados de gato, a té de camomilla.


(https://www.facebook.com/jose.pulido.777/posts/10206779480666732)

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