EL NACIONAL, Caracas, 26 de febrero de 2015
Monseñor Romero y el drama de nuestra América
Tomás Straka
La beatificación de Óscar Arnulfo Romero (1917-1980) es uno de esos acontecimientos en los que todos los caminos de la historia parecen desembocar en el mismo lugar. Decretada por el primer papa latinoamericano, pudiera ser interpretada como el triunfo de un tipo de catolicismo que viene desarrollándose en América Latina desde hace unas cuatro décadas y que, por varias razones, puede considerarse como una de los grandes aportes socioculturales de la región. Primero, porque naciendo en nuestros países (es decir, en ese conjunto de pueblos al que José Martí llamó Nuestra América), ha logrado impactar en la fe de la sexta parte de la población mundial. Segundo, porque es producto de los coletazos de la modernización sobre una de nuestras tradiciones más características, creando una hibridación tan atractiva como la de las vanguardias literarias con nuestros mitos (el “realismo mágico”) o la del jazz con nuestros ritmos de origen africano (la salsa). Tercero, porque por primera vez en mucho tiempo la etiqueta del “continente de la Esperanza” parece hacerse realidad con la victoria, al menos simbólica y moral, de un luchador por la justicia sobre los intereses de quienes le hicieron padecer el martirio.
No obstante, la historia siempre tiene varias caras y muy pocas de ellas suelen ser bonitas. Lo que celebramos como un gesto de largo alcance (nada menos que el triunfo de los valores de Mons. Romero sobre los de sus asesinos) y como una reivindicación de lo mejor que ha producido Nuestra América, debe, también, llamar a la cautela. Si bien la democracia y los Derechos Humanos han tenido avances extraordinarios desde 1980, el balance sigue siendo preocupante. La violencia y, dentro de ella el sicariato, conservan tanta o más fuerza que treinta y cinco años atrás. Por otra parte la sangre derramada por el mártir tampoco se tradujo en un triunfo de la Iglesia, por lo menos no como tal vez él lo hubiera querido: aunque en casi todos los países sigue siendo, gracias a sacerdotes valientes y justos como él, la institución más respetada, el número de latinoamericanos que abandona el catolicismo es enorme. Tanto, que en muchos sitios ya no es razonable hablar de un “continente católico”, siendo necesario dar paso a una visión más plural.
En conjunto son diversas variables del drama nuestroamericano que en la elevación a los altares de monseñor Romero se ven reflejados, y que debemos repasar para comprender mejor nuestro lugar en el mundo, así como las posibles rutas que tomaremos en el porvenir.
La fe de un continente
En 1972 apareció en Chile la famosa (y también muy polémica) Biblia latinoamericana. Nacida de la experiencia de un padre claretiano francés, Bernardo Hurault (1924-2004), en la zona minera de Tomé, hoy puede ser considerada como uno de nuestros hitos culturales. Del mismo modo en que las novelas del realismo mágico o las obras de los muralistas mexicanos expresaron nuestras vivencias e ideas, esta Biblia es producto de una religiosidad y de unos retos propios de nuestra realidad. Todo comenzó cuando P. Hurault se percató de la distancia entre las traducciones de la Biblia con las que contaba y el idioma que hablaban sus feligreses. Esto significaba que si bien las misas ya no se decían en latín, nada garantizaba que los más pobres y menos escolarizados entendían de qué les estaban hablando. Por eso, junto al P. Ramón Ricciardi, se propuso una empresa intelectual verdaderamente ambiciosa: traducir las Escrituras al castellano que hablamos en Latinoamérica. Basta pensar en lo que significó para el alemán la traducción de la Biblia hecha por Martín Lutero, o lo que fue por un siglo la Gramática que, también desde Chile, preparó Andrés Bello, para medir lo que un libro de estas características puede representar. Aunque gracias a los sistemas escolares amplios y el contexto dominado por los medios de comunicación, la Biblia latinoamericana no está en condiciones de cambiar por sí sola al idioma, eso no debe distraernos de lo que suman 50 millones de ejemplares vendidos desde su aparición, así como su uso masivo por los católicos desde la Tierra del Fuego hasta el sur de California.
El punto es que el trabajo de los padres Hurault y Ricciardi debió haber sido gigantesco y merecería en un libro o incluso una película (¿qué lingüistas consultaron para determinar cuál es el castellano “latinoamericano”, si es que hay uno solo o si es que consultaron a alguien? ¿Con qué problemas teológicos se enfrentaron a la hora de verter ideas del arameo o del griego bíblico al español de Chile de los años setenta? ¿Qué reacciones tuvieron que sortear dentro y fuera de la Iglesia?), pero sólo lo podemos sopesar si lo insertamos dentro de una corriente religiosa y cultural más amplia, a la que podríamos llamar el nuevo catolicismo latinoamericano (sí, como la Biblia traducida ad hoc para él).
Es un catolicismo surgido a mediados del siglo pasado en los barrios pobres, las zonas rurales y los seminarios de Latinoamérica. Es el catolicismo al que pertenece la Teología de la Liberación, según algunos la primera filosofía auténticamente latinoamericana (y subrayamos que ella pertenece a este catolicismo, que es un fenómeno más amplio, y no al revés). Es el catolicismo del papa Francisco y el mártir Óscar Arnulfo Romero y las escuelas de Fe y Alegría. Un catolicismo que en uno de sus extremos tuvo a los “curas obreros” y a los curas guerrilleros, como Camilo Torres, y que en el otro contó con pastores de la talla de Hélder Câmara y Raúl Silva Henríquez. Del Centro Gumilla en Caracas, cuyo pensamiento debería ser estudiado con cuidado. Es el catolicismo de Miguel D’Escoto y de Ernesto Cardenal. Como vemos, no es uno solo, ya que en el continente también han surgido otras corrientes igual de válidas y meritorias; y lo llamamos nuevo porque tiene una relación compleja con las hondas tradiciones del catolicismo popular: mientras invoca al pueblo, no siempre va de la mano con la forma de creer en Dios de ese pueblo. Es más, los penitentes de nuestras procesiones, que, por ejemplo, a veces se mortifican caminando descalzos y cargando una cruz por la autopista desde Caricuao a Santa Teresa; o las cofradías que organizan nuestras coloridas fiestas, en ocasiones eran vistas (y con razones de peso) como simples formas de dominación (sí, de opio) que resignaban a los pobres y no los ayudaban a luchar por cambiar las cosas.
Es, por supuesto, un catolicismo que no carece de claroscuros (la Teología de la Liberación está llena de ellos), pero es el que, en cuanto “movimiento de movimientos” hoy parece salir del “continente de la esperanza” para esparcirse por el mundo y llevar su “esperanza” a otros lugares. Fe y Alegría, surgida en Catia, ya lo ha hecho. Francisco y el beato Romero son los continuadores de esta senda.
El guerrillero, el santo y el Papa
Cuando fue anunciada la beatificación de monseñor Romero, los partidarios del Frente Farabundo Martí para La Liberación Nacional (FMLN) salieron a celebrar a las calles. La imagen puede desafiar la lógica con la que hemos dividido al mapa político desde los días de la Revolución Francesa: nada menos que un grupo político de izquierda, nacido de una organización guerrillera y además cincelado durante una de las guerras civiles más cruentas del continente, festejando con sus camisas y banderas rojas un decreto papal. No obstante, vista desde el nuevo catolicismo latinoamericano y las dinámicas de nuestra región, no resulta tan extraña.
Otro tanto puede decirse de la reunión que el año pasado sostuvieron el presidente de El Salvador, Salvador Sánchez Cerén, con el papa Francisco. Ambos representar dos de las grandes proyecciones (no pocas veces caídas en estereotipos, que según el caso entusiasman o confirman prejuicios) que hemos emanado hacia el resto del mundo, especialmente a los Estados Unidos y Europa: la de un continente católico y la de un continente de guerrilleros (lo que, como veremos, en su tiempo fue otra forma de esperanza). Es decir, la combinación de la icónica fotografía del Che Guevara hecha por Alberto Korda con nuestros retablos churriguerescos. El Cristo con la Kalashnikov en el hombro que se reprodujo en muchos afiches (me acuerdo de uno que estaba nada menos que en la sede del PCV en Caracas) y que Ryszard Kapuscinski supo captar con su ojo de reportero experimentado. Un continente de guerrilleros católicos (como los fueron casi todos los de Centroamérica en los ochenta) o de sacerdotes católicos que hablan como guerrilleros, como le resulta el papa a los sectores más conservadores que han declarado, sin rodeos, que es un “seguidor de Lenin”.
Más allá de los convencionalismos y, repetimos, estereotipos, hay en efecto una confluencia de dos grandes tradiciones continentales en la reunión del Vaticano y en las celebraciones de El Salvador: la del deseo de la modernidad junto a la herencia religiosa dejada por España. La primera se ha manifestado de muchas maneras a lo largo de dos siglos, es decir, desde que los impulsores de la Independencia y el sistema republicano comenzaron a soñar con una incorporación de sus países a la “historia” más efectiva y estrecha de como la tenían, según su visor, bajo la corona castellana. Eso quiso decir convertirnos en una sociedad moderna y llevar sus beneficios a todos, incluso los más pobres. Si modernidad significa, por ejemplo, un Estado de Derecho que haga cumplir las leyes, que garantice cierta equidad en la distribución de la riqueza, salud y educación sin distingos de clase o raza, tal fue la bandera los liberales en el siglo XIX y la que recogieron, con otros aperos teóricos, de los socialistas a partir de la década de 1920. Entonces, a un siglo de la independencia y después de muchos fracasos y retrocesos, el comunismo fue visto como el remedio eficaz, acaso definitivo, para alcanzar el sueño. La espectacular conversión de Rusia y China, que de sociedades “feudales” (llamémoslas así) saltaron a ser potencias en pocos años, y de países sometidos al imperialismo ser convirtieron en naciones soberanas, fue un aliciente para todos los revolucionarios del Tercer Mundo, en especial para los latinoamericanos. Fue, de hecho, la Buena Nueva que ofrecieron los profetas Fidel Castro y el Che Guevara después de entrar a La Habana en 1959.
Hoy sabemos las limitaciones de los modelos de Cuba y la URSS, pero para la década de 1960 representaron un reto de conciencia para muchos latinoamericanos. ¿Cómo conciliar lo que parecía ser el destino radiante de la humanidad con el catolicismo? ¿Cómo lograrlo si la Iglesia tradicionalmente había estado con las élites y condenaba al socialismo? ¿Cómo enmendarle la plana a la infalibilidad del Papa, que anatematizaba a Marx y la revolución? Pues, reformando a la Iglesia, aunque sin salirse de ella. Es fue lo que sacerdotes como Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff y Frei Betto se propusieron hacer con la Teología de la Liberación. Es decir, la “liberación del hombre” ya no vendría (o no vendría solo) por la revolución, ni tampoco vendría del advenimiento del Reino de Dios. Marx tenía razón: el Reino de Dios era el objetivo, pero había que “tomarlo por asalto”. La conversión de la sociedad a un cristianismo centrado en los pobres que garantizaría la liberación económica, política y social del continente. Por eso los guerrilleros de Nicaragua y El Salvador admiraban a la Revolución Cubana en todo menos, al parecer, su carácter antirreligioso de sus primeros años. Para ellos, que iban a la guerra con un Kalashnikov y un rosario, la Teología de la Liberación fue una fuente doctrinaria tan importante como los manuales de Marx y Lenin.
Pronto hasta los obispos se montaron en la ola. La Conferencia Episcopal Latinoamericana de Puebla (1979) asumió muchos de los principios de esta corriente, como lo referente a la opción por los pobres y la defensa de la dignidad de las personas (es decir, de sus derechos humanos). Así, hasta sacerdotes como el padre Bergoglio, hoy papa, o monseñor Romero, que no eran teólogos de la liberación, participaron desde los duros contextos que les tocó vivir (las tenebrosas dictaduras del Cono Sur y las sangrientas guerras centroamericanas), en la transformación de una Iglesia cada vez más preocupada por dar respuesta a los males de su sociedad.
El Padre Antonio y el Monaguillo Andrés
El caso del monseñor Romero fue emblemático al respecto. Siendo un sacerdote brillante pero esencialmente apegado a la tradición, llegó a arzobispo de San Salvador en medio de la violencia creciente de su país. El nuevo cargo generó un cambio profundo en su persona. Pero no, como suele suceder, ajustándolo a las complacencias del poder, sino comprendiendo cada vez más el drama que estaban viviendo sus conciudadanos, en especial los de las zonas rurales. De forma constante le llegaban denuncias de ejecuciones, a veces verdaderas masacres, perpetradas por las fuerzas armadas, la policía y los grupos paramilitares. Los llamados escuadrones de la muerte asesinaban a campesinos acusados de apoyar a la guerrilla, a activistas sociales cuyas denuncias molestaban al gobierno, a líderes comunitarios sospechosos de izquierdistas y, al final, también a sacerdotes que denunciaban las agresiones que sufrían sus feligreses. El asesinato del jesuita Rutilio Grande, en 1979, marcó al respecto un punto de inflexión. Mons. Romero estaba entre el asombro y la incredulidad. Amigo personal del presidente, cercano a las clases dirigentes que no dudaban en hacer donaciones a la Iglesia, a veces muy generosas, seguía creyendo en las instituciones. Pero las denuncias hechas por los canales regulares fueron cayendo, una a una, en saco roto. Es decir, que si quería justicia tenía que ser más beligerante. Así fue que sus sermones, sus cartas pastorales, sus declaraciones a la prensa se hicieron cada vez más críticas hasta el punto de convertirse en una referencia para todos los sectores disidentes del sistema. Y un problema para quienes lo pensaban defender a cualquier costo.
En efecto, los escuadrones de la muerte no se detenían ante nada. El 24 de marzo de 1980, durante una misa en el hospital de la Divina Providencia, un francotirador le dio directamente en el corazón. La bala partió el músculo de donde bombeaba tanto compromiso y tanto amor. El mundo entero suspendió el aliento. Cuando poco a poco salió del asombro, entre la rabia y el llanto entendió que estaba ante un héroe. Uno, además, que para los creyentes había sido abatido en olor de santidad. Desde el famoso tema de Rubén Blades “El padre Antonio y el monaguillo Andrés” a la Galería de los Mártires de la anglicana catedral de Westminster, donde su imagen fue colocada junto a la de Martin Luther King y Dietrich Bonhoeffer (otros dos abatidos por el poder), la humanidad descubrió en Romero a un referente moral, a un mártir en la lucha por los Derechos Humanos, un ejemplo en quien inspirarse para continuar. Si con alguien la parábola del grano de trigo ha parecido verificarse ha sido con él.
“Pare de sufrir”: el continente de la esperanza se desespera
No obstante el grano de trigo no fecundó tan rápido ni de la forma que todos hubieran querido. Los escuadrones de la muerte, por ejemplo, siguieron con sus masacres. De hecho en 1989 perpetraron una de las más sonadas: la de seis jesuitas en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas. Pero hay más: el hecho es que al final ganaron la partida. El FMLN no tuvo más remedio que negociar en medio de la caída del Muro de Berlín, de la derrota electoral de los sandinistas en Nicaragua y de su incapacidad para derrotar al gobierno. En 1992 se acabó la guerra y los ciudadanos terminaron por elegir a los ganadores en la guerra (nada da más votos que ganar una guerra), es decir, la extrema derecha. No importaron las sospechas y acusaciones de que muchos de sus líderes habían organizado a los escuadrones de la muerte. El país quedó devastado, millones de salvadoreños tuvieron que emigrar y, producto del dislocamiento social de la guerra y de los severos programas de ajustes económicos que la siguieron en los noventas, hoy enfrenta gigantescos problemas sociales, por ejemplo el ser una las naciones más violentas del mundo. Las técnicas de los guerrilleros y de los escuadrones de la muerte hoy están en manos de la temible Mara Salvatrucha, unas de las organizaciones criminales internacionales más efectivas de las que se tenga noticia, con ramificaciones en Centroamérica y los Estados Unidos. Por su parte, el FMNL, que finalmente derrotó a la derecha en las elecciones de 2009, gobierna el día de hoy de una forma cercana a la socialdemocracia, sin discutir el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos ni la dolarización de la economía. Tampoco parece probable que la Ley de Amnistía que protege a muchos criminales de guerra sea modificada. Algunos, según se cuenta, han encontrado nuevos y lucrativos destinos en las mafias y el narcotráfico.
En medio de todos esos desafíos la beatificación de quien decidió optar por la justicia puede ser tanto una esperanza por su valor simbólico como un motivo de desilusión. Queda la duda si, como en el famoso cuento de otro centroamericano genial y sufrido, Augusto Monterroso, le levantamos estatuas a la oveja negra pero seguimos dispuestos a matar a la siguiente que se aparezca a fastidiarnos. Es más, todo indica que el “Continente de la Esperanza” ya empieza a desesperar. Es notable que justo Centroamérica, el territorio donde treinta años atrás la Teología de la Liberación quiso ensayar sus fórmulas, sea en la actualidad una de las regiones donde el catolicismo pierde más gente todos los años (el 30% de los salvadoreños son evangélicos). Como decía Samuel Gregg en un artículo publicado en diciembre de 2014: mientras la Iglesia opta por los pobres, los pobres optan por los pentecostales (http://institutoacton.org/2015/02/17/el-problema-del-catolicismo-en-america-latina/). Tal vez en el caso centroamericano la Teología de Liberación pagó las consecuencias de su adopción por la política: al identificarla con el “comunismo”, muchos prefirieron incorporarse a las muy antiizquierdistas iglesias pentecostales. Es un hecho que en la era Reagan se enviaron numerosos pastores a la región para que, con la Biblia, se combatiera a la insurgencia, tal como lo hizo el Campus Crusade for Christ en El Salvador (no obstante, hay que subrayar que muchos evangélicos simpatizaron con las guerrillas y que los escuadrones de la muerte también dieron cuenta de una buena cantidad de pastores).
En otras regiones la Teología de la Liberación también produjo algunos efectos contrarios sin necesidad de conflictos armados. Por ejemplo, en la década de 1980 la antropóloga Angelina Pollak-Eltz comenzó a identificar en los barrios de Caracas el inicio de una mutación cultural que, sospechó, sería de largo alcance: la expansión del pentecostalismo y de la santería. Entre los motivos que identificaba para que los católicos más pobres dejaran su Iglesia, encontraba, paradójicamente, lo que la opción por los pobres había impulsado: sacerdotes que hablaban más como sindicalistas que como curas. El resultado es que muchos feligreses fueron a vivir lo específicamente religioso en otra parte. En efecto, las iglesias pentecostales han encontrado formas más rápidas y efectivas de darle esperanzas a los pobres de la tierra: el milagro de hacerlos ricos, o al menos de sacarlos de la inopia, en vez del camino largo de la revolución social. No es, probablemente, lo que Mons. Romero, los curas guerrilleros o el padre Hurault hubieran imaginado, pero tampoco es algo diametralmente opuesto a los procesos sociohistóricos de los que fueron expresión. La Teología de la Prosperidad, hija o nieta de la doctrina de la predestinación calvinista, no es lo contrario, sino, para efectos latinoamericanos, la otra cara de la Teología de la Liberación, algo así como su hermana liberal: una forma de salir de la pobreza y llegar a los beneficios modernidad de la mano de Dios. Pero no liberando a los pobres por el camino poco confiable del Che Guevara, sino ofreciéndoles éxito en los negocios. Ya no somos ni un continente monolíticamente católico, ni uno de guerrilleros. Poco a poco nos estamos convirtiendo en un continente de personas que aspiran a ser self-made men.
Si algo me sorprendió cuando conocí esta Biblia en mis tiempos de profesor en un colegio de religiosas, fue su revolucionaria introducción: ni la Teoría del Big Bang ni la evolución son obviadas. Al contrario, se incorporan dentro de una exégesis que trata de conciliar la Fe con la ciencia. En particular me agradó ver reproducida la fotografía de Martin Luther King como ejemplo de un cristiano dispuesto a llevar su fe hasta las últimas consecuencias. Aunque eso ha sido siempre un motivo de escándalo para los sectores más ortodoxos, que una Biblia de canon católico tenga ese gesto con un pastor protestante, puede equipararse en amplitud a lo hecho en la Catedral de Westminster con Mons. Romero. Sé, no obstante, que las primeras ediciones iban más allá y contraponían la foto de unos rascacielos de Nueva York con otra de una manifestación en la Plaza de la Revolución en La Habana más o menos como quien contrapone a Babilonia con Jerusalén. Fueron eliminadas cuando Juan Pablo II, que había vivido bajo un régimen comunista y sabía bien de qué se trataba, hizo un llamado al orden a los teólogos de la liberación. Probablemente la quiebra del comunismo real hizo lo demás.
Todo esto viene a cuento porque la esperanza perdida (y acaso solo recuperada en “Pare de Sufrir”) puede estar en ese punto medio al que ha llegado la Biblia Latinoamericana en sus últimas y matizadas ediciones, así como en general la Iglesia que acaba de beatificar a Romero: el compromiso, la amplitud, la rectificación y la defensa de la dignidad del ser humano. Eso es lo que hemos aprendido del drama de Nuestra América. Esa fue la vida del nuevo santo, tal fue la causa de su martirio y ese ha de ser legado para todos los latinoamericanos, creyentes o no, católicos o protestantes.
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