Desemparrandamiento
Ox Armand
Ya se veía venir, cierto, pero nunca los venezolanos – aún antes de la llegada del petróleo – nos desmusicalizamos tanto durante las fechas decembrinas. La afirmación tiene sus bemoles, pero en líneas generales constituye una acertada premisa. Reconozcamos que hubo moderación en nuestras festividades y, aunque la estridencia es algo común, sobre todo porque las ordenanzas sobre ruidos molestos también son letra muerta en el repertorio que exhibe este tan particular Estado de Derecho, no llegó a los decibeles acostumbrados. Malgastar lo poco que se tiene para lo poco que hay, no fue el mandato de estos días. Ahorrar – incluso – en la alegría, hacerse más discretos, ha sido – en propiedad – el mandato de una pavorosa crisis económica bajo el imperio del delito que nos fuerza a ser todo lo humilde que en la vida real no somos. Nada de exhibicionismos ni de poses, sino resguardo total: cautelosos, además, ya que nadie tiene el derecho a quejarse de viva voz, porque si el gobierno le pasa por encima a unos diputados, ¿qué no puede hacer con el simple mortal que apenas tiene en las redes que quedan una pequeña ventana? Nos encapillamos en casa con una fiesta harto familiar, siendo inaccesibles los locales (restaurantes u hoteles) que hicieron leyenda de cada fin de año. Estos queda para los conectados del régimen que temen también exponerse. Los cumplidos quedan para la telefonía celular. Sin embargo, más allá del reciente registro sociológico que pueda hacerse, uno de ellos llama nuestra atención: la música.
Cumplimos con nuestra ”prisión” del primero de enero con Tricia Tunstall dedicado al Sistema Nacional de Orquestas (“Cambiando vidas”, Alfa, Caracas, 2015). La estadounidense parte de los orígenes de tan extraordinaria iniciativa, nacida en tiempos de la vituperada democracia, que ha adquirido una rica complejidad y, por fortuna, ha sido salvada de esta sombría etapa histórica que se resiste a concluir en la Venezuela impensable del siglo XXI. La obra suscitó inquietudes naturales, porque – enunciándolas - nos interpela sobre la difícil obra que el Estado ha propiciado y, a la vez, el Estado mismo traiciona: generaciones enteras acceden a una diferente dimensión cultural que, a la postre, no encuentra garantías, como la nada fortuita circunstancia de que el joven ejecutante debe protagonizar toda una aventura para evadir al hampa al trasladarse con sus caros instrumentos de la casa al aula; los valores con los que se identifican resultan negados y perseguidos por el poder político que simula defenderlos; de comprobarse una vocación profesional, naufraga ya que no tendrá un mercado seguro para realizarse (¡y no me vengan con esas consignas de los valores de cambio y de uso en el capitalismo que jamás hemos consumado en el país!). Apuntemos que la predilección por el Sistema ha sido – en verdad – por el aparato propagandístico que significa, asfixiando fundaciones tan meritorias e históricas como la Orquesta Sinfónica de Venezuela, y confiscando las figuras de José Antonio Abreu y Gustavo Dudamell (éste solícito y goloso con el imperio que o acoge, sin una hebra de compromiso con la causa de la libertad que pueda poner en peligro su augusta posición, so pretexto del Sistema). Otra faceta es que, a pesar del masivo interés por incorporar a los niños a esa escuela que puede salvarlos del ocio, a falta de otras ofertas que antes – por ejemplo – llenaban los Boys-Scouts, e género musical que cultiva el sistema no trasciende a la población.
Anteriormente hubo mayor apego por la música clásica, denominándola así por comodidad. Hemos paradójicamente retrocedido, ya que nuestro consumo cultural privilegia el vallenato, el merengue y la salsa de acuerdo a los estudios de opinión. Ni en la escuela se oye ya un coro que reporte algo de Juan Bautista Plaza. Ya no son conocidas la escuela José Angel Lamas, ni reconocidas las figuras como Vicente Emilio Sojo lo fue por el público común. No existe la Emisora Cultural de Caracas y la Radio Nacional de Venezuela es una grotesca caricatura de la gran difusora que un día también fue. No existe casa discográfica como el Círculo Musical o la popularidad de Morella Muñoz, por mencionar a una intérprete. ¿Dónde hallar libros y partituras relacionados? ¿Programas de televisión, conferencias como las muy celebres de José Antonio Calcaño, referentes éticos como Alirio Díaz, conciertos publicitados como los de la José Félix Rivas a tres bolívares, atrevidos directores como Pablo Castellano…? Únicamente en la red, si alguien tiene la bondad de subirlos. Nos privamos igualmente de las estupendas piezas barrocas, románticas o contemporáneas, porque el medio ya creado abomina de lo diferente al latiguillo cansón de lo que se dice y cree que es música. Por lo demás, cada vez más aislados del mundo, nos contentamos con lo que interneteamente llega, bajo la supremacía de viejas melodías de vallenato, merengue y salsa que se evidencian hasta en las más modestas fiestas (con su “hora loca” y locutor en “off”). Una curiosidad adicional: ¿a quiénes le venden esos comercios de discos “originales” que perfectamente pueden bajarse con una sencilla aplicación? ¿No se ven esos locales solitarios, con más empleados que clientes, seguramente mal pagados que no contradice la posibilidad de una lavandería de capitales?
La lectura de Tunstall, sin dudas, nos da razones para este orgullo venezolanista que no cabe en el pecho, pero – simultáneamente – nos preguntamos sobre el encarecimiento del libro, los ejemplares vendidos, y si realmente, ha trascendido. El país entero no ha gozado de la riqueza musical y probable renovación que el género musical promete, porque – es la crisis cultural, en última instancia, la que nos emblematiza – tenemos una suerte de libreto repetido para la diversión cada vez más reducida, el esparcimiento cada vez más negado, excepto los espectáculos que monta el gobierno, y la pobreza de sus grupos culturales que se ven forzados a rendir culto a la personalidad para disfrutar de la prebenda. Nos hemos desemparrandados por una elemental previsión y prudencia, dada la crisis económica y la delincuencia, censurados por el régimen, habituados a los ritmos de siempre ya que aquí no hay ni aceptamos una renovación del gusto musical. Lo más importante y quizás viva señal del estatus que se tiene o dice tener, es un poderoso equipo de sonido en la casa o en el automóvil que los vecinos y peatones deben soportar, pero tampoco ya hay dólares para obtenerlos. Como no hay divisas para adquirir los libros indispensables para llevar una vida normal. Así de sencillo.
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