miércoles, 9 de noviembre de 2011

LITERALIA


EL NACIONAL - SÁBADO 05 DE NOVIEMBRE DE 2011 PAPEL LITERARIO/1
Seis propuestas (narrativas) para el nuevo milenio
ANTONIO LÓPEZ ORTEGA

Arturo Uslar Pietri y Julián Padrón emprendieron una antología narrativa a dos manos HENRY DELGADO

I

El siglo XX venezolano fue pródigo en proyectos antológicos de narrativa: Arturo Uslar Pietri y Julián Padrón, Guillermo Meneses, Rafael Di Prisco, José Balza, Gabriel Jiménez Emán, Humberto Mata, Luis Barrera Linares y Julio Miranda, todos ellos pero no únicamente ellos, ensayaron antologías de cuento venezolano. Hablamos al menos de ocho proyectos de revisión y valoración en un siglo, a razón de uno cada doce años.

La más remota es la que emprendieron a dos manos Uslar y Padrón, en los años treinta, y la más cercana es la que Julio Miranda dedicó a las últimas tres décadas del siglo, publicada en los años noventa. Me detengo, sin embargo, en la de Meneses, llamada justamente Antología del cuento venezolano, porque fue publicada a mitad de siglo, exactamente en 1955, y produce, no sé si voluntariamente, un corte exacto entre dos mitades. Como el buen nadador que atraviesa una corriente turbulenta, Meneses conocía bien la orilla de la que partía: había nacido en 1911 y seguramente muchos de los cuentistas seleccionados los conoció de trato o fueron sus contemporáneos.

Más difícil tarea se le volvía vislumbrar la orilla de llegada, pues se trataba de acertar sobre autores emergentes, que para ese momento podían ser nombres como los de Alfredo Armas Alfonzo, Manuel Trujillo u Oswaldo Trejo. Bien sabe cualquier antólogo que apostar a un autor en ciernes, por mejores que sean sus primeras piezas, es siempre un riesgo mayor. Basta con que ese autor se caiga o desista, basta con que el oficio no prenda como es debido, para que la posteridad lo muestre como un hecho aislado, sin continuidad.

Sin embargo, una lectura actual de la antología de Meneses no sorprendería tanto por los yerros de la selección final como por los desacomodos de los inicios. Y es que sorprende ver la cantidad de autores que Meneses consideró en su momento y que la posteridad se ha encargado de desechar, no digamos a nivel de lo que podrían ser lectores comunes, sino hasta de los propios escritores. ¿Quién recuerda hoy nombres como Julio Rosales, Ramón Hurtado, Pablo Domínguez, José Salazar Domínguez, Nelson Himiob, Juan Pablo Sojo (más reconocido hoy como etnólogo que como narrador) o el zuliano Gabriel Bracho Montiel, de cuya figura literaria Meneses afirma: "es una de las más brillantes y originales que haya dado nuestro país en estos últimos años"? Las antologías que se publican después de la de Meneses --como serían la de Di Prisco y la de Balza-- se apartan de esos nombres y preservan otros. La pregunta que cabe hacerse a la luz (o a la sombra) de esos nombres olvidados es por qué Meneses los escogió: ¿será que para ese momento realmente contaban, será que vio en ellos autores de alto potencial y vocación, será que fueron sus maestros, o será más bien que estos autores faltaron a su voz inicial y abandonaron el oficio.

En mis tiempos de estudiante, un especialista francés de literatura venezolana, el maestro Claude Fell, siempre se asustaba cuando le hablaban de voces emergentes. "Venezuela está llena de voces emergentes --decía con pesadumbre--, voces emergentes que luego nunca duran".

Hagamos ahora un ejercicio proyectivo e imaginemos a un doble de Meneses que en 2055 se dispone a hacer una antología del cuento venezolano del siglo XXI. Ese doble aún no ha nacido; lo hará en 2011 y cuando se apreste a encarar su proyecto antológico contará con 44 años. Y ahora la pregunta obligada: ¿cómo verá al cabo de cinco décadas estos albores del siglo? ¿qué autores le interesarán y qué autores desechará? Probablemente algunos lograrán deslumbrarlo (por brillo propio o por cercanía), probablemente otros que cuentan no sabrá apreciarlos, pero con toda seguridad algunos de los que incluya desaparecerán del radar de los tiempos. Hay, pues, autores, como algunos de los que figuran en la antología de Meneses, que sencillamente desaparecen. Y este dato concreto, reincidente, nos puede llevar a la formulación de un síndrome penoso en la tradición narrativa venezolana: el de las vocaciones que desaparecen, el de los autores que desaparecen.

A contracorriente entonces de lo que nos define, pensando sobre todo en esas vocaciones emergentes, en esos nuevos autores, vaya esta primera propuesta para el nuevo milenio: no desaparecer.


II
En tiempos del boom novelístico latinoamericano, digamos años sesenta y setenta, cierta restricción de los mercados nacionales, o cierto desdibujamiento de las opciones editoriales locales, generaba una recepción crítica casi siempre foránea de las obras. García Márquez pudo escribir Cien años de soledad en París para que luego el sello argentino Suramericana acogiera su manuscrito; Vargas Llosa apenas había escrito Los Cachorros en su Perú natal para iniciar luego un periplo multinacional que aún no concluye. Eterno dilema que arrastramos desde que nuestras sociedades aspiran a ser modernas: el abismo entre el hecho creador y la recepción, o entre autor y lector, o entre oferta y consumo. Ese abismo ha condenado voluntades, ha destrozado vidas, ha hecho del escritor un tránsfuga. Como consecuencia recurrente, el autor de estos parajes estima que nadie es profeta en su tierra y que el hecho creador, para que prospere, debe sufrir un proceso de extrañamiento: todo reconocimiento siempre ocurre afuera, toda edición de proyección internacional es la única que vale.

El oficio literario se convierte entonces en un destierro: o del ejercicio o de la publicación de libros. Esta convicción ha sido fuerte, tiene su motivación bien fundada, y todavía pesa mucho. Sin embargo, los dispositivos de recepción y los nuevos esquemas de producción editorial, nos guste o no, se organizan de otra manera: ha llegado la hora de fortalecer los mercados nacionales.

La noción gitana de pasearse con un manuscrito bajo el brazo ante agentes literarios o editoriales de los grandes centros culturales, léase España, es una noción caduca.

Los autores ahora saltan de un público a otro, de un país a otro, en función de sus audiencias locales, de sus propios mercados. Se me dirá que la pretensión es inviable en países pobres, de poco nivel de lectoría, como pudiera ser el nuestro, pero aún esta estrechez es menor (menos crítica, quiero decir) que la del salto trasatlántico.

A contracorriente entonces de lo ha sido una consigna histórica del oficio literario en esta América hispana, y de nuevo pensando en los nuevos autores, vaya esta segunda propuesta para el nuevo milenio: crecer hacia adentro, crecer en suelo propio.


III
A finales de la amarga era de Pinochet, cuando Chile recuperaba nuevos aires democráticos, las políticas culturales se renovaban por completo. En el campo literario, o propiamente editorial, asombraba ver cómo los sectores público y privado se ponían de acuerdo en torno a programas de consenso. Uno de ellos fue el fomento, los incentivos, los medios propuestos, para que los nuevos narradores chilenos escribieran y produjeran. En muy pocos años, tanto en sellos locales como multinacionales, tanto en ferias nacionales como en ferias continentales, una corte de escritores chilenos llenaba los espacios y las programaciones. Entre los sectores que auspiciaban este movimiento no había diferencias de criterio o enfoque: se trataba, al unísono, de proyectar los valores de la literatura chilena, un empuje que se hacía aún más urgente al cargar con el fardo de décadas sombrías.

Traigo el ejemplo a colación para mostrar un modelo que, obviamente, no es el nuestro. En el caso chileno, un consenso social hacía posible el milagro. Pero en el caso venezolano, al menos en el país de hoy, no hay un solo rastro de política cultural pública que apunte a la proyección de nuestros autores. Los únicos que viajan o tienen la dicha de compartir con otros públicos son los funcionarios culturales o los escritores que han evidenciado simpatía pública con el régimen. Dicho esto, que no es otra cosa que un diagnóstico de la ausencia, vale inferir que en el país

hoy la proyección sólo se debe al esfuerzo propio y al concurso de algunas editoriales privadas y de algunas pocas universitarias. Lejos estamos, digamos, del modelo consensual chileno. Al rigor que todo oficio literario impone, se agrega ahora la triste realidad de una sociedad dividida y de un Gobierno que sólo premia a sus fieles. En definitiva, el oficio para estas voces emergentes se hace más exigente, más cuesta arriba, y pone a prueba cada día que pasa el temple de las vocaciones. Hablamos entonces de que el rol ya de por sí solitario del autor se hace aún más solitario, tiene menos eco, cuenta con menos apoyos de todo tipo.

A contracorriente entonces de lo que podrían ser consensos sociales o políticas culturales coherentes, y pensando sobre todo en esos jóvenes que se apegan a la página en blanco como único refugio expresivo, vaya esta tercera propuesta para el nuevo milenio: el creador de hoy se hace en soledad, en estricta soledad.

IV
Lo que entendemos por recepción en el campo literario siempre remite a lectores o a valoración crítica.

En el primer campo se envuelve lo que corresponde a audiencia o mercados; en el segundo, lo que corresponde a un segundo grado de elaboración: el de la crítica periódica (más propia de los suplementos, revistas o periódicos) y el de la crítica académica. Es deseable, por supuesto, que un libro tenga lectores (lo que tampoco es señal de calidad ni indicador de que un libro poco leído no valga), coseche comentarios, sea apreciado o valorado.

Allí se produce claramente un primer y legítimo intercambio sobre el cual luego se construyen otras dinámicas. La vida ideal de un libro sería la de aquél que primero conquista unos lectores, luego se comenta en las secciones o publicaciones especializadas y por último escala hasta capturar el interés del claustro universitario. Vida o trayecto ideal, se entiende, pero no siempre el que se transita: a veces, por ejemplo, un buen impacto en prensa genera más lectores. Pero la importancia de la crítica, sea periódica o académica, incide en un mecanismo de legitimación que anuncia la posible perdurabilidad de un libro. Un libro que queda, que trasciende, obviamente va en contra de modas y fenómenos coyunturales.

Queda por su valor, por su calidad, por tocar la fibra humana de tal manera, o los patrones estéticos de tal modo, que se convierte en obra de arte. Y a obras de arte deberían apuntar, por supuesto, todo lo que un artista de la palabra, todo lo que un escritor, medita, expresa o comunica.

Si hemos dicho que el oficio de hoy se ejerce en estricta soledad, y que ya esta condición es sumamente austera y exigente para el joven autor, ¿qué decir si los mecanismos de recepción, sean lectores o crítica, no funcionan? El colmo para un oficiante que crea edificios imaginarios en el más estricto silencio, sépase bien, debe ser recibir a cambio de su esfuerzo aún con más silencio. Y allí sí es verdad que el oficio literario flaquea o perece. Alfonso Reyes recordaba que la literatura, aún en sus condiciones de creación más extrema, es una criatura que pertenece al reino de Hermes, esto es, al reino de la comunicación, del intercambio.

Un autor que escriba poesía, o que lleve un diario, o que se hunda en una correspondencia amorosa, necesita siempre una alteridad, una caja de resonancia, un espejo. La literatura es un ejercicio entre dos, siempre entre dos, y cuando la escucha o la lectura no se siente, y cuando el oyente es sordo o el lector ciego, al poeta sólo le queda elevar su canto de suicida.

Todo lo que apunte a la construcción de la recepción va en beneficio de la creación literaria: desde el gesto más remoto que pueda hacerse en alfabetización hasta el análisis académico más ceñudo.

Pero el tema de la recepción, en el país de hoy, no vive sus mejores días: las revistas desaparecen, las secciones periodísticas escasean. Acaso las universidades, sin la regularidad que quisiéramos, desarrollan un trabajo encomiable. Pero más allá de las universidades, que siempre representan una cima mayor, es la llamada crítica periódica la que más enferma está, pues no admite comparaciones con cualquier otra etapa de las que hayamos vivido en el pasado. Las opciones alternativas que ofrecen los clubes de lectura, las peñas literarias, los medios electrónicos, el fenómeno de los blogueros, muestran ápices de que las formas pueden cambiar, pero no las necesidades.

A contracorriente entonces de lo que es una tendencia nefasta y profundamente desarticuladora, sobre todo para las vocaciones emergentes, que siempre evolucionan en medio de la duda y el desencanto, vaya esta cuarta propuesta para el nuevo milenio: no hay literatura sin recepción, no hay literatura sin crítica.

V
Al crítico uruguayo Ángel Rama le gustaba recordar que la lengua castellana que llega a tierras americanas en 1492 era ya una lengua milenaria.

Y aunque recientes revelaciones arqueológicas sitúan en el siglo VI, alrededor de una congregación fundada en el sur de Cantabria por un pastor llamado Emiliano, el surgimiento de nuestro idioma, ya los quinientos años que se suman en suelo americano la convierten en una de lenguas más venerables de la Historia. Más allá del genio de sus hablantes, que la hacen crecer y la vuelven materia llena de complejidades y significaciones, es en la literatura, o en lo que Jacobson reconocía como la función poética, donde una lengua encuentra su realización mayor.

La lengua en la que escribimos es, en efecto, una arqueología.

Quien apenas levante un poco de tierra se encontrará con el verso ígneo de Vallejo, quien haga un hoyo con el dedo se topará con el verso romántico de Bécquer, y quien quiera hundir la cabeza en la arena se irá directamente de bruces contra los sonetos de Quevedo. Escribimos en una lengua de maestros, de grandes cimas rítmicas, de artilugios perfectos, de cámaras de resonancia que superan cualquier concierto. Y esa tradición hay que honrarla, venerarla, respetarla.

A los maestros de ayer y hoy los tenemos o reconocemos por los libros y el gran dilema de estos tiempos es que nunca antes se había editado tanto. El acceso es casi ilimitado y prácticamente cualquier persona puede ser hoy autor.

Todo esto nos lleva a pensar que el autor de hoy --el que apunta a ser un autor profesional, literariamente hablando-- debe consumir más cultura que nunca, debe leer más que nadie, debe conocer autores como lunares se tienen en el cuerpo. Hay que saber de autores clásicos, de literaturas medievales; hay que leer a Góngora y a Calderón, a los maestros de la picaresca; hay que saber de literatura colonial, de literatura de la emancipación, de vanguardias y autores actuales. Pero aquí no termina el camino de la iniciación, pues apenas abandonamos el idioma en el que nos reconocemos, aparecen otras lenguas, y otras tradiciones, y otros autores, y otras maravillas. Si Babel pudo metaforizar el desentendimiento humano, hoy Babel respira bajo nuestros pies: es una realidad sustancial, omnipresente, intercambiable. Hablar uno o dos idiomas más del materno, para efectos de un oficio literario modernamente asumido, es condición indispensable, inapelable.

La advertencia debe hacerse --la de convertirnos en lectores esenciales, voraces, incansables-- porque entre posturas irreverentes y desplantes hay más de un jovencito, pichón de escritor en ciernes, que se jacta de no leer nada, o de desconocer autores fundamentales, o de confesar que jamás leerá el Quijote. Recordaba Pessoa que para poder destruir un idioma --apetito final de las vanguardias-- debe escribirse como nadie en ese idioma. Y esta es una lección que muchos jóvenes olvidan. Leer, con todas las dificultades que esto conlleve en la vida moderna de hoy, es la antesala de la escritura, es el mejor sendero para reconocer la voz propia, es reconocerse como parte de una tradición (esta sí) milenaria.

A contracorriente entonces de quienes piensan que la lengua nada vale o que la ignorancia es un capital para la innovación, vaya esta quinta propuesta para el nuevo milenio: no hay escritura sin lectura, no es escritor quien antes no haya sido lector.

VI
A primera vista, de cara a lo que entendemos por vida moderna, el oficio literario pareciera un antimodelo: su tiempo de gestación es otro, su velocidad más bien lenta, sus ritos de clara resonancia medieval. Encerrarse para producir sentido, buscar silencio para encontrar sonidos, trocar el flujo de la inconsciencia en maná expresivo. No parece haber cabida para este oficio de extraños, en donde se piensa más de lo que se escribe, se elucubra más de lo que se hace, se imagina más de lo que realmente se plasma. Y sin embargo, si no a la luz de una vela sí al abrigo de una lámpara, si no en el abismo en blanco que para Mallarmé era la página sí en la pantalla grisácea de la computadora que es más bien espejo, perseveramos y perseveramos. Ha habido grandes escritores y los seguirá habiendo. Hablamos de una tradición: de la tradición de la lengua, de la literatura escrita en castellano.

Con menor o mayor suerte, con menor o mayor criterio, los escollos que hemos enumerado se superan. Pero lo que vuelve la tarea más difícil, enigma casi absoluto, es determinar qué es lo que hace a un escritor: qué lo forja, qué lo predestina, qué lo marca de manera indeleble para terminar siendo lo que será. Y aquí sí las recetas, los secretos o las intuiciones se evaporan. Entramos de pronto en el misterio mayor: el de la humanidad misma, el de la psique y sus laberintos, el de un llamado de orden espiritual. Un escritor puede recibir todas las influencias imaginables, puede leer todos los libros concebibles, pero finalmente quien lo hace, quien se hace, es él, es él mismo. La escritura aleja y atrae, permite estar cerca y lejos de la realidad, aborda la temporalidad de Cronos pero también la de Aion.

Congelar este tiempo para transmutarlo en otro, tener un amigo que del otro lado se volverá personaje, vivir de un amor que bajo la letra será historia amorosa compartida con otros. La llama que enciende la vocación literaria no se sabe quién la tiene, quién la mueve, quién la lleva en la punta de la vara para prender el alma y volverla pasto del fuego.

¿Cuándo un escritor se reconoce como tal? Es una pregunta que cada quien --cada escritor-- debe responderse. Y obviamente esa pregunta es aún más ardua en aquél que se inicia en medio de ejercicios, de dinámicas sucesivas de ensayo y error, de dudas que lo acosan en la vigilia y en el sueño. Al principio, los oficios emergentes cuentan con algún tipo de asistencia: la del tutor que aconseja, la del escritor mayor que corrige un texto, la del lector puntual que sugiere eliminar esta frase o quitar aquella línea. Hasta allí las muletas, el atracadero, porque a partir de una edad ciega, indeterminada, ya la balsa boga sola, con sus propios fantasmas, en medio de un mar que es noche cerrada y oleajes. Todo es soledad a partir de un momento dado, y todo es también sordera porque ya el escritor sólo se oye a sí mismo, sabe verter su voz interior en escritura.

Nuestro gran Juan Sánchez Peláez diferenciaba a los escritores en dos grandes familias: aquéllos que tenían oído y aquéllos que no lo tenían. Con oído o sin oído, asertivo o errático, trascendente o prescindible, al autor le llega un momento en que ya no se vuelve. Tan sólo avanza, sin parar, porque está tocado por el don de la palabra: ya no se trata de genialidad o medianía, de reconocerse como bueno o malo, sino de sucumbir a la vocación que lo llevará al todo o a la nada.

A contracorriente entonces de quienes sienten que la escritura no obedece a un llamado, a una vocación, a un estado del alma, vaya esta sexta y última propuesta para el nuevo milenio: quien quiera verse a sí mismo, que cierre los ojos; quien quiera descubrir si la palabra es su fuero definitivo, que escuche en la noche el latido de su corazón.

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