lunes, 13 de septiembre de 2010

kosaktomía


Kosak Rovero o los escombros de un imaginario
Luis Barragán


Solemos explicar las realidades más complejas a través de sendas representaciones que la simplifican o dicen simplificarlas, unas ciertamente veraces al lado de otras por siempre sospechosas. Entre éstas, como el destello cadencioso y tardío de las remotísimas estrellas ya desaparecidas, encontramos ideas, imágenes, explicaciones, arquetipos, nociones o predisposiciones sobrevivientes de un tiempo sobrepuesto a otro, demorando las máscaras en caer.

Importa la distinción hecha por Gisela Kosak Rovero, entre la memoria instrumental que versa sobre la información efímera que acumulamos, y la cultural referida a una visión compartida y duradera, por tal histórica. Estimamos que, al desbordar sus posibilidades en las democracias liberales conocidas, la una funda o genera el neoautoritarismo con una más abierta e incontrolada manipulación de los medios de comunicación social, capaz de adulterar a la otra, al extremo de suscitar una suerte de extravío circular y permanente, como ocurre con el chavezato.

Negando toda gratuidad a un presente ya exhausto, la autora recuerda la mezcla explosiva de una determinada herencia intelectual, la antipolítica, el rol de los llamados notables, el rentismo estatal en una sociedad tutelada, la corrupción, la violencia, el empobrecimiento, la impunidad, e – importante – los partidos que no eran dueños de las corrientes ideológicas etiquetadas, culminando la década de los noventa (A: “Venezuela, el país que siempre nace”, Editorial Alfa, Caracas, 2008: 97 ss.). Versionada constantemente, acaso como una telenovela inconclusa, reinventamos la catástrofe.

La nación que también se construye una imagen, adquiere otra significación primaria porque “ser venezolano no es un accidente geográfico o un problema de identidad; es vivir la peor crisis económica del continente hoy” (B: “La catástrofe imaginaria. Cultura, saber, tecnología, instituciones”, Planeta-Fundación Celarg, Caracas, 1998: 63). Por lo que, deducimos, una peor situación es la única opción que tenemos.

Frente a la caducidad de los imaginarios propios del Estado Nacional del siglo XX, derrotadas las utopías ilustradas, prescindiendo de la memoria cultural, nos tientan aquellos que conceden una identidad móvil (A: 19). Incluye la aceptación de una interesada versión del pasado, capaz de colocarnos en la ruta de la renta petrolera que puede explicar nuestro propio sentido de nacionalidad.

Acanaladura – término a degustar – de expectativas y perspectivas asombrosamente sobrevivientes, que Kosak Rovero – alertándonos – descubre al abordar “Los últimos espectadores del acorazado Potemkin” de Ana Teresa Torres (1998), “El round del último olvido” de Eduardo Liendo, “La flor escrita” de Carlos Noguera, y “El diario íntimo de Francisca Malabar” de Milagros Mata Gil (2002). Abre los folios inauditos de la década de los sesenta, con la fallida insurrección armada muy bien notariada en la consciencia colectiva que – concluimos – no depende única o totalmente de la ferocidad de los medios audiovisuales para representarse o imaginarse, pues la contundencia del discurso de poder inexorablemente penetra y recorre los más recónditos pasillos sociedad, por improvisada que se diga la palabra oficial que la reiteración convierte en artículo de fe.

Ha mermado el aporte de la literatura nacional a la edificación del imaginario colectivo, sustituida por la cultura mediática e informativa como relacionadora de las situaciones, eventos o realidades (A. 20, 33, 46). Podemos objetar tal debilidad en la medida que, ante la insostenible provisionalidad de toda impresión o convicción, el poder requiere de una mínima, coherente y fundada interpretación, delatada por la citada muestra novelística.

Experimentando una distinta modalidad autoritaria, invertimos la anterior tendencia a la diversidad cultural, las formas novedosas de organización e intereses de género, edad, condición social o sexual, afianzada por la letra y la razón, al igual que no sintonizamos con las circunstancias cotidianas de la vida social subrayada por la “primera” Kosak Rovero (B:133). Ahora, nos afincamos sobre los escombros de viejos argumentos, percepciones o explicaciones, retrotraídos a la década de los sesenta.

LA DECADA ENTRONCADA

Década despiadada, intensa y también ingenua, en la que distintos sectores políticos confrontaron proyectos, ideales y propósitos que iban más allá de la coyuntura. A grandes rasgos, digamos de la conspiración de derecha y la insurrección de izquierda frente a la incipiente democracia representativa, las urgencias sociales y económicas, la guerra fría, el reclamo apasionado de las novísimas manifestaciones filosóficas, literarias o musicales, aunque sin resistencia ante la novedosa manufactura cultural importada, principiaron junto al decenio que expresa “un estallido, un estruendo en todas las dimensiones de la sociedad venezolana”, según Douglas Moreno al acercarse a la obra más celebrada de Carlos Noguera (“Historias de la calle Lincoln: una visión posmoderna del desencanto”, en: Memoralia/UNELLEZ, San Carlos, nr. 2 de 2005).

La entusiasta y decidida irrupción de la juventud en el campo político organizado, constituye una clave esencial del compromiso generador de una mística que hoy extrañamos. Y, a pesar de no monopolizar el compromiso y la mística política, hubo un mayor bullicio de las corrientes juveniles que se arriesgaron a la guerra de guerrillas bajo la inspiración del proceso cubano.

Kosak Rovero da cuenta de una narrativa inscrita en el romanticismo político, en el que se conjuga una perspectiva épica que desembocará en los mitos revolucionarios de la época, aún supervivientes. Empero, al voluntarismo y las apetencias modernas (bienestar material, tecnología, industrialización, desarrollo urbano), coloca un importante acento al advertir las “ensoñaciones premodernas de carácter rural” (A: 73), tan fáciles de adivinar en la actualidad.

Hoy, dándole un particular sentido a la llamada antipolítica que celebró la inauguración de otra república, somos el resultado de la visión desencantada de la democracia, la fragilidad de la memoria, el compromiso personal, la idealización del pasado revolucionario, la irrupción en los sesenta contra el bucolismo premoderno que ahora nos embarga, como refiere la autora. Por ello, hay más de nostalgia que un venturoso optimismo en la experiencia autoritaria que atravesamos.

Añade: “El espíritu revivido de los sesenta es, en parte, una herencia histórica que se remonta no solo hasta hace cuarenta años sino hasta el mismísimo siglo XIX. El caudillismo y el militarismo se han entroncado perfectamente con la sensibilidad de los sesenta respecto a las deudas sociales de una modernidad todavía no saldadas y con la idea de la riqueza petrolera por repartir propia de una sociedad dependiente de un estado rentista” (A: 89).

El caudillismo es una curiosa desembocadura de los planteamientos apasionados del leninismo insurreccional, pues, de un lado, parecía impensable con el desarrollo inicialmente institucional de los partidos y el profesionalismo militar, afianzando posturas políticas contrapuestas al marxismo, contra los cuales reaccionó mayoritariamente la opinión pública en los noventa. Y, del otro, a pesar de la demanda revolucionaria como una vía distinta a la modernización, extendida tras el debate de los setenta con la aparición del MAS, llevó por siempre la semilla del militarismo inevitable con la conformación de las FALN, a juzgar por el retrato que hizo Luigi Valsalice (“La Guerrilla Castrista en Venezuela y sus protagonistas. 1962-1969”, Ediciones Centauro, Caracas, 1979), a contrapelo del PCV que se replegó, triunfando tardía o extemporáneamente las tesis de Douglas Bravo, como la de una sistemática y paciente penetración de la institución castrense.

Troncos viejos en aguas envejecidas, incumplidas las promesas de cascadas vigorosas, nacientes y profundas. Sumergidos en el anacronismo, únicamente nos refleja una época remota cuando logramos subir a la superficie de la lucidez.

SUMERSION

Asistimos también a una construcción imaginaria de la nación, continuamente refundada, como ocurre ahora según el formidable aviso de autoras – por ejemplo – como Graciela Soriano, María Sol Pérez Schael o la propia Kosak Rovero, por cierto, apenas enunciadas en la gruesa reseña de actualización de Ana Teresa Torres (“La herencia de la tribu. Del mito de la Independencia a la Revolución Bolivariana”, Editorial Alfa, Caracas, 2009). Y es que, hipótesis fundamental, “ya no se trata de nostalgia y frustración sino de una poderosa y colectiva percepción estética de una corriente militarista y revolucionaria con raíces decimonónicas (…) que se consideraba cancelada pero sólo estaba sumergida, silenciada en medio de la decadencia económica, política e institucional de la democracia venezolana inspirada en la concertación de partidos políticos fuertes (Pacto de Punto Fijo)” (A: 12, 81).

Finalizando los noventa, la nueva épica une a los héroes y profetas del desastre, liderizados por el “relativamente joven oficial venezolano (que) invocó los arcanos de la historia” (B: 10). La gesta olvidará todo debate de profundidad, espectacularizada la política, por lo que no supimos de la naturaleza de la crisis, el incumplimiento o agotamiento programático del puntofijismo, la supervivencia del imaginario positivista, las aspiraciones político-ideológicas, subestimando innovaciones como la aparición de la descentralización o la reaparición del multipartidismo.

Postergada la lucha, el movimiento insurreccional de los sesenta esperó su mejor oportunidad para despertar y “hacer gala de su espíritu de refundación total del país”, convertido en un anacronismo político que reivindica el militarismo rural y patriarcal representado por el general Pardo, en la referida novela de Torres (A:74). Las persistentes y – más de las veces – incomprensibles consignas (pueblo unido jamás vencido, etc.), sobrevivieron a la heterogeneidad social, económica, sexual, etaria, profesional, política e individual de los noventa: (B: 140).

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