domingo, 12 de octubre de 2014

LENGUARACES

EL PAÍS, Madrid, 12 de octubre de 2014
LA PUNTA DE LA LENGUA
El anglicismo depredador
La riqueza del lenguaje que utilizamos depende de lo que decimos y también de lo que dejamos de decir
Alex Grijelmo  
 
Los anglicismos, galicismos y demás extranjerismos no causan alergias, ni hacen que baje el producto interior bruto, ni aumentan la contaminación ambiental. No matan a nadie.
No constituyen en sí mismos un mal para el idioma. Ahí está “fútbol”, por ejemplo, que viene de football y se instaló con naturalidad mediante su adaptación como voz llana en España y aguda en América. Se aportó en su día la alternativa “balompié”, y quedó acuñada en nombres como Real Betis Balompié, Albacete Balompié, Écija Balompié, Riotinto Balompié… o Balompédica Linense; pero la palabra “fútbol” acabó ocupando ese espacio y dejó “balompié” como recurso estilístico y tal vez como evocación de otras épocas.
“Fútbol”, eso sí, llegó a donde no había nada. Además, abonó su peaje; se supo adaptar a la ortografía y a la morfología de nuestro idioma, y progresó por él: “futbolístico”, “futbolero”, “futbolista”… Y venció ante una alternativa formada, sí, con los recursos propios del idioma pero que llegó más tarde.
Sin embargo, nos invaden ahora anglicismos que tenían palabras equivalentes en español: cada una con su matiz adecuado a su contexto. Ocupan, pues, casillas de significado donde ya había residentes. Y así acaban con algunas ideas y con los vocablos que las representaban. Se adaptarán quizás al español en grafía y fonética, pero habrán dejado antes algunas víctimas.
Llamamos a alguien “friki” (del inglés freak) y olvidamos “chiflado”, “extravagante”, “raro”, “estrafalario” o “excéntrico”. Necesitamos un password y dejamos a un lado “contraseña”, o “clave”. Se nos coló una nueva acepción de “ignorar” (por influencia de to ignore) que desplaza a “desdeñar”, “despreciar”, "desoír", “soslayar”, “marginar”, “desentenderse”, “hacer caso omiso”, “dar la espalda”, “omitir”, “menospreciar” o “ningunear”. Olvidamos los cromosomas de “evento” (algo “eventual”, inseguro; que acaece de improviso) y mediante la ya consagrada clonación de event se nos alejan “acto”, “actuación”, “conferencia”, “inauguración”, “presentación”, “festival”, “seminario”, “coloquio”, “debate”, “simposio”, “convención” y otras palabras más precisas del español que se refieren a un “acontecimiento” programado. Ya todo es un evento, aunque esté organizadísimo.
Elogiamos el know-how de una empresa y no recordamos “conocimiento”, “práctica”, “habilidad”, “destreza”, “saber hacer”. Se estableció “chequear” (de to check) y arrinconamos “verificar”, “comprobar”, “revisar”, “corroborar”, “examinar”, “controlar”, “cotejar”, “probar”… y tantos otros más adecuados en cada situación.
Se extiende ahora la palabra fake para descalificar un trabajo que falta a la verdad; y eso deja en el tintero expresiones como “manipulación”, “engaño”, “falsificación”, “embuste”, “farsa” o “patraña”. En los espacios sobre talentos musicales nos presentan a un coach, voz que se propaga en detrimento de “preparador”, “adiestrador”, “profesor”, “supervisor”, “entrenador”, “tutor”, “instructor”, “asesor”, “formador”...
Y en los últimos tiempos se expande entre los entendidos en la Red el anglicismo españolizado “banear”, que se relaciona con banns (amonestaciones) y to ban (prohibir). Su raíz no anda lejos del sustantivo “bandido” y del verbo “bandir”. El bandido era buscado a través de un “bando” (de ahí la palabra, con la que también se vinculan “contrabando” y “contrabandista”); y “bandir” equivale en su etimología a “proscribir”. Así pues, una persona “baneada” en Internet (porque insulta, calumnia, miente, altera el diálogo o usa palabras soeces) es alguien a quien se proscribe.
No pasa nada si pronuncian “banear” quienes se entienden con ese vocablo. Sí tendrán un problema si a causa de ello olvidan otras palabras más certeras para la ocasión: “vetar”, “expulsar”, “excluir”, “apartar”, “desterrar”, “sancionar”...
La riqueza de nuestro lenguaje depende de lo que decimos pero también de lo que dejamos de decir... y por tanto perdemos. El problema no es que lleguen anglicismos, sino que se rodeen de cadáveres.

EL PAÍS, Madrid, 5 de octubre de 2014
LA PUNTA DE LA LENGUA
Palabras en busca de diccionario
Estaribel, viejuno, cotolengo, vallenato, ojiplático, cabreante, pifostio...
Alex Grijelmo  
 
Miles de palabras seguirán existiendo aunque no figuren en el nuevo Diccionario, que ya llega. Pero casi todos hemos caído alguna vez en la calamidad de decir “esa palabra no existe”, cuando el mero hecho de haberla oído certifica lo contrario.
El lexicón académico dejará fuera muchos términos cuyo uso, sin embargo, no suena extraño. Si alguien dice “esto es cabreante” no se nos ocurrirá corregirle: “Cabreante no está en el Diccionario”; aunque no esté (que no está). Se trata de una creación legítima, igual que “ilusionante” o “escuchante” (ambas entran ahora) o “murmurante” (que sigue fuera); formas todas ellas derivadas de “cabrear”, “ilusionar”, “escuchar” y “murmurar” (y que se han llamado “participios presentes”, “participios activos” o “adjetivos verbales”). No estarán algunas en el Diccionario, pero sí en la gramática. Porque la lengua tiene recursos creativos. Si de “anónimo” deriva “anonimato”, ¿cómo no dar validez a “seudonimato” a partir de “seudónimo”?
El idioma nos sirve para comunicarnos, y todas sus herramientas son buenas o malas en función de los interlocutores. Muchos vocablos expresan lo que tanto el emisor como el receptor entienden; y su ausencia del Diccionario no les resta eficacia.
El director del diario As, Alfredo Relaño, se refería en su periódico el 24 de agosto de 2013 al “estaribel” montado en el estadio Bernabéu (y luego desmontado) para la presentación del galés Gareth Bale. Muchos lectores se estarán extrañando ahora al saber por estas líneas que la voz “estaribel” no ha sido bendecida por la Academia como instalación provisional que se destina a un fin perecedero: por ejemplo, los tenderetes de feria, el escenario del grupo verbenero o el tingladillo que se monta en el estadio madridista en días de fichaje. Sin embargo, otros no la habrán oído nunca, porque no ha logrado un uso muy amplio.
 Han escrito “estaribel” autores como Pérez Galdós, Valle-Inclán, Luis Mateo Díez o Juan Madrid, pero ni siquiera los significados que le otorgan todos ellos parecen coincidentes, pues el vocablo puede interpretarse en unos casos como referencia a una instalación provisional y en otros como un lío o un embrollo. El sentido que le dio Relaño quizás sea el más extendido, y no resultaría mala alternativa esa palabra ante el anglicismo stand que se va colando en las distintas ferias comerciales.
“Pifostio” tampoco ha entrado en el nuevo Diccionario, y sin embargo miles de lectores entenderán la oración “se montó un pifostio”. Y no figuran igualmente “trantrán” (“ese camarero trabaja al trantrán”, es decir, sin correr demasiado, dejándose llevar) o “bocachancla”, expresión inventada para definir a la persona charlatana, indiscreta, cuya boca se abre y se cierra como la chancla en su chasquido contra el pie.
Otras palabras que siguen en su busca de diccionario pueden sorprendernos también desde sus rinconcillos: “Rompesuelas” (amante del senderismo), “vallenato” (género musical colombiano), “cotolengo” (asilo), “ojiplático” (sorprendido), “escaldasono” (calientacamas, palabra ésta que tampoco ha sido recogida), “analema” (fotos hechas desde un mismo punto para reflejar el movimiento del Sol), “viejuno”...
García Márquez lamentaba en 1997 que la voz “condoliente” (el que sufre junto a otro) aún no se hubiera inventado. Y tenía razón. No estaba documentada entonces, según se verifica en los bancos de datos académicos; pero era una palabra posible. De hecho, el corpus del siglo XXI ya registra cinco usos literarios (en autores de España, Ecuador, México, Guinea y Colombia).
El Diccionario, pues, no debe ser la única referencia para criticar el empleo concreto de una palabra. También se ha de analizar si las personas a quienes nos dirigimos la entenderán o no. Y eso resulta más fácil cuando el neologismo lo forman cromosomas reconocibles. Por ejemplo, en esta expresión oída a un adolescente: “Jo, tengo la pantalla de la tableta muy dedoseada”.
Tal sentido de “tableta” ya ha sido consagrado por la Academia. El verbo “dedosear” quizás deba acreditar todavía un mayor uso. Pero se entiende de maravilla.

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