Estética carcelaria
Ox Armand
Conocí tardíamente a Cúcuta, aún cuando son recurrentes nuestras visitas al estado Táchira desde hace más de treinta años, pero sobran los testimonios de una ciudad que fue referente del crimen, la prostitución, el desorden, la suciedad y la inseguridad que también sorteaban los venezolanos para adquirir los más variados bienes, gracias a la otrora ventaja del cambio monetario. Hoy, nos impresionó por sus ordenados espacios, la confianza rutinaria al transitarlos, e orden y la cordialidad, así como la fortaleza del peso que deja pálido al bolívar. Empero, dos cosas nos llamaron poderosamente la atención: la ausencia de rejas en casas y edificios y, además de su calidad gastronómica, la propia evidencia que muestra un restaurant que tiene por única puerta una lámina de madera y vidrios transparentes, huérfano de santamarias blindadas.
No hay territorio venezolano, por muy apartado que esté, que no exhiba sendos barrotes de hierro forjado, por añadidura, en kioscos y demás tarantines. . Antes, destacados sociólogos especulaban sobre la segregación social de nuestras urbes, pensándola como un abigarrado mapa donde los pobres, los menos pobres, los ricos y los menos ricos, estaban decididamente separados por rejas, muros, alcabalas, alambrados eléctricos, etc. Sin embargo, esto que se pensó como la irrefutable prueba de una citadina lucha de clases, ahora se ve como una expresión natural y compartida de la voluntad de supervivencia frente al hampa que no hace distinción alguna. Podemos aseverar que la aceptación del fenómeno es tal que lo aceptamos en términos claramente estéticos, colándose una concepción carcelaria de la vida cotidiana.
En efecto, en días pasados, me lo contaron y luego lo constaté, los vecinos de un viejo edificio caraqueño, por añadidura, declarado patrimonio arquitectónico de Caracas, pensaron en un ornamento adicional del pasillo común que, por supuesto, está presidido por una gruesa puerta de hierro. El asunto estriba en que, teniendo el enrejado interno de las ventanas que dan al pasillo, decidieron exhibirlo externamente. Mi amigo les argumentó que, detrás, sin que nada les impidiera abrirlos, los cristales le da una mayor vistosidad al pasillo, pues, lo ideal es que las ventanas se vean libres externamente de los barrotes. Y la cosa contribuiría a un disfrute algo minimalista del pasillo que es simultáneamente terraza. Pero no fue posible, y sus vecinos sacaron las rejas, las colocaron y las pusieron como muestra de una belleza adicional. Mi amigo dejó sus ventajas con los los discretos barrotes internos, por si acaso.
Como vemos, las rejas ya forman parte de nuestro sentimiento estético. Y, por más que, conceptualmente, un apartamento o casa tenga posibilidades seguras de una ventana que sea tal, se antoja inaceptable. Ya nos convencimos culturalmente: la estética carcelaria es parte de nuestras vidas.
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