SOL DE MARGARITA, 9 de octubre de2014
ASEDIOS
¿Qué tan lejos está ayer?
El traspaso de los apellidos siempre ha despertado sospecha. Un Ordaz indio, un Ordaz negro, un Ordaz ojos azules no tiene por qué "insolitarnos", diría Chevige Guayke.
Ramón Ordaz
Hurgar en la partida de nacimiento de los pueblos no es un hecho que podamos determinarlo acudiendo al registro público, a esos archivos a partir de los cuales se empieza a establecer un canon de nacimientos y muertes en la comarca, de quién lindera con quién. Ese acto civilizatorio es muy posterior al acto de la sangre, cuando los vínculos tribales, luego comunitarios, han trasegado aquí y allá los mandatos de perpetuidad de la especie, cuando han transitado los más variados cruces genéticos y culturales, por lo que el testimonio de las estadísticas oficiales carece de castidad y/o pureza en cuanto a los orígenes de los habitantes.
El traspaso de los apellidos siempre ha despertado sospecha. Un Ordaz indio, un Ordaz negro, un Ordaz ojos azules no tiene por qué "insolitarnos", diría Chevige Guayke. Todo parece indicar que tales se legitiman, se notarían, más por intereses de herencia que por razones de sangre. La limpieza de sangre no fue más que un capítulo vergonzoso de la historia de España, que no fructificó en América como esperaban muchos de quienes nos colonizaron. De allí que aparezca en la literatura un Macondo fundado y refundado por los Buendía; de allí que en Guayacán, distante de la literatura, Pragedes Acosta haya fundado un pueblo en ese cabo de costa escarpada que está entre Pedro González y Manzanillo.
Alto, seco de carnes como un quijote del mar, arribaba por Los Hatos de vez en cuando a compartir sus faenas de pesca y sus pasiones políticas con Presente Quijada, labriego y pastor en las tierras del Sitio de Suárez, canijo y fantasmal como él, sujetos que si portaban alma, no acreditaban propiedad alguna. El pampatarense levantó una población en Guayacán, el "jatero" familias en esos fueros que la imprevista "modernidad" de la isla ha ido cercando con rótulos foráneos, porque una invasión silenciosa ha ido apropiándose de unas tierras que décadas atrás en los despachos jurídicos se pleiteaban muchas familias de Altagracia.
Nuestra infancia en Los Hatos quedó en nuestra memoria como latencia imperecedera. Marcada por un destino que nunca prefijamos, aunque nacimos en una zona petrolera, cada vez que regresábamos al solar de nuestros padres y abuelos, nos íbamos con la nostalgia de un pasado trunco que quedó sembrado en lo más recóndito del ser. Nos consumía una errancia que no nos propusimos. Con nuestro padre visitábamos el cementerio del pueblo para reencontrarnos con los mayores. En las humildes lápidas leíamos las huellas de ese fracaso que nos pertenece a todos sin distinción posible. La igualitaria muerte con sus omnímodos espejos en la superficie nos regalaba su común perfume. Los apellidos eran un triste mosaico donde no era posible establecer diferencias. No cabían las lágrimas porque en el horizonte la perra vida nos estaba ladrando.
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