sábado, 21 de diciembre de 2013

EN UNA Y EN OTRA

EL NACIONAL - Domingo 29 de Septiembre de 2013     Papel Literario/3
Caracas entre la ciudad guzmancista y la metrópoli revolucionaria
El texto que reproducimos aquí es un fragmento de la introducción a Caracas, de la metrópoli súbita a la meca roja (2012), publicado por la Organización Latinoamericana y del Caribe de Centros Históricos (Olacchi) dentro de una serie de libros sobre ciudades de América Latina. En el caso del volumen dedicado a Caracas, Arturo Almandoz fue su editor y el que escribió el texto introductorio
ARTURO ALMANDOZ

Después de 1992: urbe violenta e insurgente Estallado a pocos días de la suntuosa toma de posesión de Pérez en febrero de 1989, el Caracazo prefiguró la agonía de la Cuarta República a lo largo de los años noventa (Sanoja, 2004), cuando muchos de esos conflictos y contradicciones se desahogaron por vía institucional, militar o subversiva. Mientras CAP II regresaba de un encuentro de líderes neoliberales en Davos, Suiza, los conjurados del ejército intentaron perpetrar, en la madrugada del 4 de febrero de 1992, un golpe de Estado desde los cuarteles de Maracay, Valencia y Maracaibo. Sin embargo, el teniente coronel Hugo Chávez no logró completar la toma del palacio de Miraflores en la capital. Al aparecer esa mañana ante las cámaras televisivas reconociendo que no había podido cumplir "por ahora" sus objetivos militares, el comandante Chávez se perfiló como protagonista de los cambios por venir, mientras la audiencia trasnochada, como hace notar Arráiz Lucca, observaba "con estupor y hasta con admiración a un hombre que se hacía responsable por su fracaso, cosa infrecuente en la vida pública venezolana de entonces" (Arráiz Lucca, 2007: 195). Mientras la economía venezolana crecía cerca del 10% para finales de aquel año aciago (1992), los caraqueños tuvimos que presenciar, en la madrugada del 27 de noviembre, una segunda asonada golpista, perpetrada esta vez por militares de la aviación. La separación de CAP del ejecutivo por causa de la "partida secreta" de 250 millones de bolívares ­insignificante en comparación con otros escándalos posteriores­ fue acaso la estocada final del vilipendiado statu quo de Punto Fijo, que curiosamente Rafael Caldera hubo de cerrar en su segunda presidencia (1994-1999), a pesar de haber sido protagonista firmante del pacto original y dueño de la quinta caraqueña que le diera nombre (Arráiz Lucca, 2007: 197-200).
Al decir de Tulio Hernández, el Caracazo es un "acontecimiento realengo" que ha trascendido tanto las interpretaciones simplistas y elusivas de los partidos tradicionales como las ideologizadas de la historia bolivariana posterior. Por un lado, en la temprana resaca del gobierno de CAP, "aquel acontecimiento tan complejo fue minimizado, obviado y soslayado con tal de seguir a pie juntillas el plan de ajustes económicos que se había concebido como panacea nacional" (Hernández, 2007); su incomprensión y obliteración por parte de políticos que semejaban avestruces o dinosaurios "fue la evidencia incontestable de que AD y Copei, y todas las élites que los circundaban y se nutrían parasitariamente de su poder, ya no estaban entendiendo nada de lo que ocurría en el país" (Hernández, 2007).
Pero, por otro lado y postreramente, la interpretación de la "metodología bolivariana", según la cual el Caracazo era un anuncio teleológico de las asonadas golpistas de 1992, ha probado ser "un inmenso subterfugio dramatúrgico para encontrarles justificación moral a las razones por las cuales una logia emprendió el fallido golpe de Estado del 4 de febrero de 1992" (Hernández, 2007).
Más allá de la interpretación que se tome, lo cierto es que, a partir del Caracazo y especialmente después de las revueltas militares, se vivió en la paranoia de los rumores de toda especie, divulgados la mayor parte de ellos por sectores que comenzaron a invocar las charreteras y mirar a los cuarteles como panacea no exenta de romanticismo y nostalgia por la ya mítica década de Pérez Jiménez, sin percatarse ni avizorar que el militarismo latinoamericano tiene rostros menos progresistas y más aviesos. Mientras las élites políticas y sociales se desplomaban y cundía una fiebre reformista (Romero, 1999: 90-95), después del Caracazo el "sistema político se volatilizó y cualquier cambio brusco fue posible", lo que reinició la "política de la calle" (González Téllez, 2005: 110-111), que no se veía desde los años sesenta, dominados por la guerrilla.
Y, paralelamente, la espiral de violencia criminal en las ciudades venezolanas ­en especial el homicidio con armas de fuego, que aumentó en un 500% entre 1989 y 1999­ tuvo en Caracas su escenario protagónico y apocalíptico, y desplegó un catálogo delincuencial que ha configurado una suerte de nueva urbanidad capitalina (Sanjuán, 2000).
Sumado a males nacionales como el agotamiento del Estado rentista y del bipartidismo desgastado, la criminalidad urbana terminó de abonar el terreno para el arribo al poder de Hugo Chávez en 1999, cuyo régimen ha sabido capitalizar el autoritarismo que, como clamaba la violenta ciudad, debía seguir al Caracazo. Los resultados de su gobierno son polémicos en cuanto a su "democracia participativa" y claramente deficitarios respecto al mantenimiento capitalino, cuyo deterioro se evidencia en variables ambientales como las que ilustra Chacón (2005), así como en la falta de inversión en transporte, servicios públicos y vivienda, tal como es detectado por Mundó Tejada (2007) y Rosas Meza (2009).
A pesar de las proclamas igualitarias del régimen, la Caracas del chavismo ha acentuado sus segregaciones y fracturas, en buena parte como consecuencia de la inestabilidad política, que alcanzó sus picos entre los abriles de 2002 y 2003, caracterizados por enfrentamientos entre facciones opositoras y oficialistas en espacios públicos tradicionales e inusitados. Como ilustran Irazábal y Foley (2008) en este libro, desde las plazas locales y metropolitanas hasta las urbanizaciones y autopistas, algunas de esas ágoras improvisadas cobraron nuevos significados al ser tomadas por los bandos, pero acabarían debilitándose en términos de valores cívicos. Más allá de la inestabilidad política, a niveles más profundos y estructurales, la resentida retórica chavista ha atizado la lucha de clases, latente y preterida, pero sobrellevada por la democracia representativa de Punto Fijo, y con ello ha retrotraído a Caracas y a Venezuela toda a la inflamada antinomia entre oeste pobre y este rico, ahora con una renovada artillería de conflictividad y violencia, integralmente analizada por García-Guadilla en este volumen.
Como capital de un gobierno que pretende fortalecer ejes interurbanos y fluviales paralelos al centro-norte costero, pero que desarrolla a la vez políticas populistas tendentes, por ejemplo, a una saturación vehicular comparable a la de la Caracas saudita, con niveles de servicio vial que están ahora entre los más bajos del continente (Mundó Tejada, 2007), es difícil seguir asegurando el supuesto carácter antiurbano de la "Revolución bolivariana".
La lobreguez citadina del chavismo ha sido principalmente denunciada en términos del imaginario rural que se ha traído al centro mismo de Caracas ­con conucos y gallineros que colindan ahora con una de las chamuscadas torres del Parque Central­ y rastreada en las mercaderías insalubres y piratas que han colonizado espacios peatonales, lo que convierte a Caracas en capital latinoamericana de la buhonería y la basura (Negrón, 2004).
Sin embargo, con sus nuevos centros comerciales, trenes de cercanías y extensiones del metro, puede decirse que la enrojecida capital se debate ante un doble discurso oficial sobre lo urbano, expansivo y punitivo a la vez, como acaso conocieron, mutatis mutandis y en las antípodas, la Berlín de Speer y la Pekín de Mao.
Blandiendo el rojo oficialista con una ferocidad que en la historia del caudillismo latinoamericano hace pensar en Juan Manuel de Rosas y su mazorca policial, las huestes milicianas y las vallas rojas, que ahora campean en Caracas bajo el patronato del Che Guevara y otros santos revolucionarios, completan el tapiz anacrónico y populista de una ciudad apocalíptica pero auroral al mismo tiempo, porque proclama ser meca del socialismo del siglo XXI. La estrafalaria rojez de esa capital insurgente, ensangrentada también por las cifras de criminalidad rampante e impune, permite atribuirle ese color como predominante, así como explicarla y entenderla a través de la segregación y la violencia, la obsolescencia y el tercermundismo, distintivos todos de la súbita metrópoli modernista de otrora trocada hoy en revolucionaria meca roja.
Ilustración: Dalia Ferreira.

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