La Constitución, la peste y la economía
Santiago Muñoz Machado / El País
El problema constitucional más importante que plantea la declaración de estado de alarma para combatir la covid-19 no radica, como insisten algunos artículos periodísticos y debates de estas últimas semanas, en si hubiera sido más procedente declarar el estado de excepción, sino en los límites de los poderes gubernamentales de emergencia.
Es capital la importancia de observar los procedimientos establecidos, pero mientras se discurre sobre la corrección constitucional de lo decidido, que ya es irreversible, no debería olvidarse el examen riguroso de lo que está sucediendo: desde hace más de un mes el Gobierno ha sido habilitado con poderes de excepción, que está ejerciendo con contundencia. Pero la valoración de la legitimidad de sus decisiones se está haciendo sin criterios precisos. Menudean las críticas sobre la laminación a que se están sometiendo los derechos y libertades, lo que es innegable, pero tiene que ser explicado con fundamentos serios.
Existen dos parámetros, de manejo muy sencillo, que pueden aplicarse para evaluar la constitucionalidad de las decisiones restrictivas de los derechos que se adoptan en situaciones de emergencia. Ambos están convalidados por todos los Estados de derecho: en primer lugar, los poderes de excepción se atribuyen para combatir circunstancias de excepción y, en consecuencia, no deben mantenerse más tiempo que el que duren los hechos excepcionales que los justifican. El retorno a la legalidad ordinaria debe ser inmediato en cuanto aquellos desaparezcan. En segundo lugar, el uso de los poderes de emergencia tiene que ajustarse estrictamente al principio de proporcionalidad. La verificación de que las decisiones se acomodan a este principio puede hacerse utilizando tres test: primero, idoneidad de la medida, es decir, si es adecuada para alcanzar el fin u objetivo que se persigue. Segundo, si existen o no alternativas menos gravosas que la decisión adoptada. Y tercero, si la actuación elegida producirá o no desventajas compensables con los beneficios que esperan obtenerse aplicándola.
El derecho de excepción no tiene muchos más misterios que los que acaban de exponerse, a los que solo habría que sumar las cuestiones concernientes al control parlamentario del Gobierno
Es más complejo el análisis de las políticas que emergerán al término de la crisis sanitaria para procurar la reconstrucción de nuestra economía tras la catástrofe del coronavirus. En 1977, cuando se aprobaron los Pactos de la Moncloa, España no tenía Constitución ni era miembro de la Comunidad Europea. En la actualidad, cualquier acuerdo o regulación nueva tienen que ceñirse a la Constitución de 1978 y a la constitución económica de la Unión Europea.
Esta restricción no es, desde luego, baladí. Un grupo importante de informaciones y comentarios que, por lo que se lee en los medios y circula en las redes sociales, produce inquietud a muchos ciudadanos, empresas y organizaciones sociales, son los que aventuran que las políticas de reconstrucción se orientarán hacia el incremento del peso “de lo público”, es decir, del Estado (incluidas comunidades autónomas y municipios), en nuestra economía. ¿Qué significa esto? Para algunos, el posible inicio de una etapa de nacionalizaciones y municipalizaciones. Y, a partir de esta suposición, puede desplegarse un ramillete completo de variantes: ¿de sectores económicos, de empresas concretas, de servicios, de la propiedad privada? ¿Se aspira a cambiar la economía social de mercado por una economía estatalizada?
El artículo 128 de la Constitución indica que toda la riqueza del país está subordinada al interés general y reconoce la iniciativa pública en la actividad económica, que puede concretarse en decisiones que reserven al sector público recursos o servicios esenciales. Este precepto ha sido analizado docenas de veces por los expertos y por nuestros más altos tribunales y no plantea, actualmente, ningún problema de interpretación. El modelo económico de nuestra Carta Magna no reside exclusivamente en aquel precepto. El artículo 33 proclama el derecho a la propiedad privada, y el 38, la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado, de lo que se concluye que nuestra Constitución permite que el Estado retenga en su mano empresas y servicios y, al mismo tiempo, impone la economía de mercado, basada en la propiedad privada, la empresa y la libre competencia.
La Constitución ha establecido su neutralidad respecto del equilibrio entre lo público y lo privado, de modo que las fuerzas políticas que dispongan del poder puedan desarrollar toda la gama de políticas económicas: desde las liberales hasta las socialistas. Es decir, que cada opción política puede elegir la “cantidad de Estado” que postula para la economía nacional, aunque sin destruir el mercado, que es un principio constitucional del que no puede prescindirse dado su carácter esencial para el ejercicio de la libertad de empresa.
Este principio de neutralidad es clásico en los tratados comunitarios y actualmente está recogido en el artículo 345 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. Significa lo mismo que en nuestra Constitución: la Unión acepta tanto la propiedad pública como la privada.
Ahora bien, las iniciativas públicas en materia económica que acuerden la reserva al Estado de servicios esenciales tienen que cumplir requisitos exigentes para ser legítimas: si suponen la privación de la propiedad privada o de cualquier derecho de los ciudadanos, ha de justificarse que concurre una razón de interés general evidente. La privación de la propiedad no puede consistir en una confiscación, sino que requiere el pago del precio de mercado del bien o derecho expropiado. Si la decisión se encamina a asumir la titularidad o la gestión de un servicio, ha de justificarse que es más sostenible y eficiente que la privada. Las empresas públicas tienen que competir en régimen de igualdad; por tanto, el Estado no puede reconocer a las suyas posiciones de privilegio ni ventajas competitivas de ninguna clase, en relación con las privadas; por ejemplo: no pueden las empresas públicas sobrevivir a base de ayudas, ni apelar a ellas porque sus gestores carezcan de la capacidad de gestión de un empresario eficaz en el marco de una economía de mercado. La Administración pública que acuerde nacionalizar, comunitarizar o municipalizar empresas tiene que contar con recursos financieros suficientes para atender los compromisos, europeos y nacionales, de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera, etcétera.
No está la economía española para que las entidades públicas asuman la gestión de empresas y servicios, me parece a mí. Siendo así, el fortalecimiento de lo público habrá de centrarse no en la economía, sino en los servicios sociales. Desde luego, en la sanidad pública, brutalmente puesta a prueba por la peste que nos asola, invirtiendo en su mejora lo que sea necesario; también en la educación, que es un servicio de rango constitucional. Y en procurar la realización de los demás servicios sociales en la medida en que se pueda y la Unión Europea tolere el incremento de nuestro déficit.
Los sectores económicos más dañados por la crisis lo que necesitarán del Estado son ayudas para afrontar su reconstrucción, y el Estado deberá asegurarse, mediante una regulación firme y estable, de que los recursos se emplean del modo más acorde con los intereses generales.
(*) Santiago Muñoz Machado es catedrático de Derecho Administrativo y director de la Real Academia Española.
Fuente:
https://www.almendron.com/tribuna/la-constitucion-la-peste-y-la-economia/
Fotografías:
Andrew Milligan /Pa Wire / DPA. Un profesional médico con ropa protectora y protección facial está de pie en la entrada de un laboratorio de pruebas en Glasgow: https://www.tagesspiegel.de/wissen/coronavirus-in-deutschland-und-der-welt-fast-69-000-euro-fuer-angehoerige-toter-pflegekraefte-in-grossbritannien/25560996.html
Coronavirus, nuevos informes y documentos del Istituto Superiore di Sanità después de la reunión del 22 de abril https://www.onb.it/2020/04/27/coronavirus-nuovi-report-e-documenti-dellistituto-superiore-di-sanita-dopo-il-meeting-del-22-aprile/
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lunes, 27 de abril de 2020
domingo, 30 de septiembre de 2018
PENOSO REFLEJO
De un indeseable parentesco
Luis Barragán
El 31 de octubre de 1978, fue aprobada por las Cortes Generales la Constitución Española, fruto del más amplio consenso de todas las fuerzas políticas y sociales. Y, significativamente, aguardará para su referéndum popular y definitiva sanción, efectuados a principios y finales de diciembre del mismo año.
Piedra angular de una exitosa transición democrática, junto a los pactos de La Moncloa, la opinión pública y el liderazgo ibéricos vuelven o deben volver su mirada a un acontecimiento inédito y a una experiencia decisiva que, ahora, puede perderse. A mediados de 1977, se había iniciado el proceso constituyente que no tardó en elaborar un proyecto – subrayemos – pública y vigorosamente debatido, capaz de abordar y superar toda la pesada herencia franquista con una extraordinaria madurez, consistencia y flexibilidad de los sectores dirigentes, añadidas las autonomías. No obstante, cumplida una larga etapa en la que España ha realizado importantes aportes a la democracia universal, tras andar el camino de un desarrollo económico antes desconocido, pendientes los más variados problemas que incluyen el de la equidad social, tememos que se acercan demasiado a un abismo, a un indecible suicidio que, en mucho, se parece al todavía no consumado en Venezuela.
Un rápido vistazo, nos impone de tres circunstancias que autorizan el parentesco. Por una parte, más allá, ha ganado terreno la maldición de los 40 años que, más acá, arrasando con todas nuestras positivas realizaciones, generó las condiciones para el ascenso de una inescrupulosa corriente populista devenida vulgar proyecto totalitario: el agotamiento de un programa político, en lugar de las correcciones y novedades que se imponían, legitimó o dijo legitimar una aventura por la que hemos pagado un altísimo e injusto precio y el país que, décadas atrás, lucía prometedor, siendo superiores sus indicadores económicos y niveles de movilidad e integración social al de la península, está en quiebra por muy petrolero que sea.
Por otra, el atascamiento es el de las nuevas promociones de un liderazgo que, acá, abriéndose el presente siglo, colapsó a favor de los elencos desconocidos que, improvisándose en el poder, apelando a los hechos de fuerza para preservarlo, ni siquiera asumen la gravísima responsabilidad moral en la actual catástrofe que generaron. Allende los grados cum fraude o la innecesaria remoción de los escombros históricos en El Valle de los Caídos, sentimos que, allá, a través de maniobras de ningún cuño ético, capitaneados por sectores podemizados, financiados e influidos por este califato petrolero y biométrico americano, avanzan o pudieran avanzar más en una estrategia de fulminación de la libertad y de sus logros.
Finalmente, está planteada una reforma constitucional que, acá, la intentamos con las mejores intenciones al aproximarnos al 40º aniversario de una Constitución que fue el producto de un irrefutable consenso. Allá, pudiera dar oportunidad a otra constituyente que sólo reparará en un texto que violentarán para incurrir en un posterior fraude electoral; abatidos por todos los vientos, dará paso a un proceso que hará de la zozobra y de la violencia, las llaves inauditas para un autoritarismo nacional populista trastocado en propuesta totalitaria. Disculpen, pero no es otro el sentimiento que tenemos al arribar pronto la meritoria Constitución Española a un significativo aniversario.
01/10/2018:
http://www.diariocontraste.com/2018/10/de-un-indeseable-parentesco-por-luis-barragan-luisbarraganj/
https://noticiasdevenezuela.org/2018/10/01/de-un-indeseable-parentesco-por-luis-barragan-luisbarraganj/
Luis Barragán
El 31 de octubre de 1978, fue aprobada por las Cortes Generales la Constitución Española, fruto del más amplio consenso de todas las fuerzas políticas y sociales. Y, significativamente, aguardará para su referéndum popular y definitiva sanción, efectuados a principios y finales de diciembre del mismo año.
Piedra angular de una exitosa transición democrática, junto a los pactos de La Moncloa, la opinión pública y el liderazgo ibéricos vuelven o deben volver su mirada a un acontecimiento inédito y a una experiencia decisiva que, ahora, puede perderse. A mediados de 1977, se había iniciado el proceso constituyente que no tardó en elaborar un proyecto – subrayemos – pública y vigorosamente debatido, capaz de abordar y superar toda la pesada herencia franquista con una extraordinaria madurez, consistencia y flexibilidad de los sectores dirigentes, añadidas las autonomías. No obstante, cumplida una larga etapa en la que España ha realizado importantes aportes a la democracia universal, tras andar el camino de un desarrollo económico antes desconocido, pendientes los más variados problemas que incluyen el de la equidad social, tememos que se acercan demasiado a un abismo, a un indecible suicidio que, en mucho, se parece al todavía no consumado en Venezuela.
Un rápido vistazo, nos impone de tres circunstancias que autorizan el parentesco. Por una parte, más allá, ha ganado terreno la maldición de los 40 años que, más acá, arrasando con todas nuestras positivas realizaciones, generó las condiciones para el ascenso de una inescrupulosa corriente populista devenida vulgar proyecto totalitario: el agotamiento de un programa político, en lugar de las correcciones y novedades que se imponían, legitimó o dijo legitimar una aventura por la que hemos pagado un altísimo e injusto precio y el país que, décadas atrás, lucía prometedor, siendo superiores sus indicadores económicos y niveles de movilidad e integración social al de la península, está en quiebra por muy petrolero que sea.
Por otra, el atascamiento es el de las nuevas promociones de un liderazgo que, acá, abriéndose el presente siglo, colapsó a favor de los elencos desconocidos que, improvisándose en el poder, apelando a los hechos de fuerza para preservarlo, ni siquiera asumen la gravísima responsabilidad moral en la actual catástrofe que generaron. Allende los grados cum fraude o la innecesaria remoción de los escombros históricos en El Valle de los Caídos, sentimos que, allá, a través de maniobras de ningún cuño ético, capitaneados por sectores podemizados, financiados e influidos por este califato petrolero y biométrico americano, avanzan o pudieran avanzar más en una estrategia de fulminación de la libertad y de sus logros.
Finalmente, está planteada una reforma constitucional que, acá, la intentamos con las mejores intenciones al aproximarnos al 40º aniversario de una Constitución que fue el producto de un irrefutable consenso. Allá, pudiera dar oportunidad a otra constituyente que sólo reparará en un texto que violentarán para incurrir en un posterior fraude electoral; abatidos por todos los vientos, dará paso a un proceso que hará de la zozobra y de la violencia, las llaves inauditas para un autoritarismo nacional populista trastocado en propuesta totalitaria. Disculpen, pero no es otro el sentimiento que tenemos al arribar pronto la meritoria Constitución Española a un significativo aniversario.
01/10/2018:
http://www.diariocontraste.com/2018/10/de-un-indeseable-parentesco-por-luis-barragan-luisbarraganj/
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viernes, 29 de diciembre de 2017
DESTEJERARSE
TRIBUNA
¿Es urgente reformar la Constitución?
Adela Cortina
El año próximo cumplirá 40 años la actual Constitución española, la novena en la historia de nuestro país, que nació para establecer un nuevo marco legal y de convivencia que sustituyera al que estuvo vigente durante los años del franquismo. Su fecundidad durante este tiempo ha sido difícilmente cuestionable, pero en los últimos días numerosas voces insisten en la necesidad de reformarla, porque lo consideran necesario para resolver problemas graves de nuestro país. En las páginas de este mismo diario se ha apuntado a menudo que España padece una triple crisis, socioeconómica, política y territorial, y que una reforma constitucional podría venir a paliarla.
Sin embargo, comentando estos asuntos con algunos amigos nos preguntábamos si esto es así, si la reforma de la Constitución es prioritaria, o más valdría empezar por los problemas urgentes e importantes que pueden resolverse con los mimbres con los que ya contamos, no sea cosa que el bosque de la reforma posible oculte los árboles de las cuestiones más acuciantes. No sea cosa que olvidemos lo prioritario.
En efecto, según el CIS, la principal preocupación de los españoles, con toda razón, es el desempleo, muy sensible en todos los grupos de edad, pero especialmente en ese 40% de jóvenes que nunca han tenido un trabajo ni se les presentan perspectivas de tenerlo a corto plazo. El Informe FOESSA de 2017 denuncia que el 70% de los hogares no ha percibido los efectos de la recuperación económica, se han precarizado las condiciones de vida de los españoles, nos hemos resignado a la precariedad y a la cronicidad de la pobreza. Continuando con la enumeración, España no cumple sus compromisos de acoger a refugiados e inmigrantes, el maltrato a las mujeres no disminuye, al fondo de pensiones le queda dinero para una sola paga más, la financiación autonómica es enigmática, arbitraria e injusta, la corrupción sigue siendo una lacra de la vida política y la evidencia de que buena parte de los políticos busca el interés particular destruye la confianza y la credibilidad en ellos y en las instituciones.
Para resolver estos problemas prioritarios no es necesario reformar leyes fundamentales, sino algo obvio: intentar encarnar en la vida compartida los valores de la Constitución vigente, que incluyen la libertad, la solidaridad y la igualdad en un país configurado no solo como un Estado de derecho, sino también como un Estado social y democrático de derecho, es decir, como una democracia liberal-social.
Precisamente esos valores nos permitieron, después de los años del franquismo, poder asumir como país algo tan necesario como una identidad, inspirada en este caso en lo que se ha llamado “patriotismo constitucional”. Un término, acuñado por Sternberger, que fue difundido por Habermas cuando Alemania intentaba darse una peculiar identidad, que no podía construirse apelando a la narración nacionalista del Tercer Reich, pero sí recurriendo a la ilusionante narrativa del triunfo del Estado de derecho y de una cultura liberal.
Una identidad de este tipo no se construye partiendo de la nada, claro está, porque toda identidad política supone unas raíces, una historia compartida o varias historias compartidas y entrelazadas. Pero sí que transforma esas historias en algo nuevo al adherirse a los valores universalistas de la Constitución. Como es obvio, esta era también una excelente opción para una España que contaba con historias, narrativas y símbolos compartidos, y optaba por los valores universalistas de una Constitución democrática. Diferentes tendencias sociales y políticas podían confluir en esa identidad nueva.
Sin duda, el patriotismo constitucional tiene límites, entre ellos —según dicen algunos autores—, que incurre en abstinencia emocional, que no suscita las adhesiones emotivas requeridas por cualquier forma de patriotismo. Lo cual sería una deficiencia, de ser cierto, porque la dimensión afectiva, la experiencia emocional de un vínculo colectivo, es esencial. Sin una motivación moral, que impulse la adhesión al modelo político, la democracia no funciona adecuadamente. Por eso en los últimos tiempos se insiste en la necesidad de articular razón y emociones en la vida política, como apuntaba Marcus en The Sentimental Citizen (2002), recordaba Nussbaum en Emociones políticas (2013) y, más recientemente, Ignacio Morgado en Emociones corrosivas (2017). Si una sociedad democrática no trata de crear adhesiones también emocionales hacia sus principios, no es extraño que propuestas totalitarias o autoritarias, fuertemente emotivas, erosionen e incluso destruyan la democracia.
No es fácil superar este obstáculo, pero para lograrlo podría servir una distinción, que se ha hecho en el mundo de las motivaciones cívicas, entre un compromiso primario y un compromiso derivado con la comunidad política. El compromiso primario es el que el ciudadano contrae directamente con la comunidad porque es la suya, ocurra en ella lo que ocurra. Es el compromiso propio del patriota nacionalista. Tiene la ventaja de asegurar la lealtad de quienes lo sienten así, pero también el inconveniente de ser acrítico con las malas actuaciones de la propia comunidad.
El compromiso derivado, por su parte, es el que el ciudadano contrae con su comunidad política, con su Estado, sobre todo porque le parece un instrumento eficaz para realizar valores y principios universales que él aprecia de forma primaria. En este caso, el ciudadano se siente perteneciente a su Estado, pero se identifica primariamente con los valores y principios éticos que el Estado puede ayudar a encarnar, y se adhiere a él de forma derivada. Lo mismo sucede en el caso de comunidades políticas supranacionales, como la Unión Europea, que generarían entonces un compromiso derivado.
Naturalmente, constatar que los valores de ese patriotismo constitucional no se encarnan en la vida diaria, que no se resuelven problemas prioritarios como los que mencionamos anteriormente, provoca una crisis socioeconómica y política y genera desafección. Y se puede reformar la Constitución, por supuesto, porque no hay ninguna ley que sea intocable, ni siquiera la fundamental, pero no es eso lo que llevará a superar la crisis.
En cuanto al problema territorial, lo urgente y lo importante es revisar el sistema de financiación para que cualquier ciudadano se sepa y sienta igualmente tratado en cualquier lugar de España. Al fin y al cabo, la igual dignidad de las personas y el trato igual constituyen la divisa progresista de la Ilustración.
(*) Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y directora de la Fundación ÉTNOR.
Ilustración: Eva Vázquez para un texto de Manuel Fraijó sobre el diálogo :https://elpais.com/elpais/2016/09/05/opinion/1473077159_395461.html
Fuente:
EL PAÍS, Madrid, 25 de diciembre de 2017
TRIBUNA
La Corona y la Constitución
El discurso de Felipe VI en la noche del 3 de octubre tuvo una gran importancia en la crisis catalana. Se trató de una intervención nada inoportuna y justificada por el papel que la Ley Fundamental otorga al Jefe del Estado
Javier García Fernández
Durante la crisis secesionista catalana, el Rey tuvo una relevante actuación expresada en su mensaje del 3 de octubre que fue considerado como una declaración de guerra por los independentistas, los comunes y Podemos. Más sorprendente es que algún trabajo académico, tras criticar la intervención regia, lamentase que el Rey no hablara de los contusionados por las cargas policiales. No hace falta ser constitucionalista para entender la crisis política que conocería la Monarquía parlamentaria si su titular criticara implícitamente a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad dirigidas por el ministro del Interior. Las críticas independentistas y de sus aliados incitan a analizar jurídicamente el mensaje del Rey, máxime cuando es la primera vez que el nuevo Monarca tiene que afrontar una crisis constitucional.
Antes de examinar el alcance jurídico del mensaje regio conviene aludir a la problemática constitucional de los mensajes de los jefes de Estado y, más particularmente, al mensaje del rey Juan Carlos en la noche del 23-F. El tema de los mensajes de los jefes de Estado ha dado lugar a una abundante bibliografía en el siglo XX. Aunque en las repúblicas no se pone en cuestión la potestad de dirigir mensajes al Parlamento o a los ciudadanos, los mensajes regios en las monarquías parlamentarias son vistos con cierto recelo salvo en situaciones muy asentadas en la opinión pública —los mensajes navideños— o en actos protocolarios y siempre con el refrendo presunto del Gobierno. En general, los mensajes regios, por tener los reyes una legitimación tradicional y no democrática, solo parecen justificados en situaciones políticas excepcionales.
Por eso tuvo interpretaciones variadas el discurso del rey Juan Carlos en la noche del golpe de Estado de 1981. Sin entrar en el anclaje constitucional que los juristas buscaron para este discurso, conviene resaltar que, a diferencia del discurso del rey Felipe, el del anterior Rey se produjo ex post a la actuación que él mismo realizó para cortar el golpe de Estado. Por eso afirmó que había cursado a los capitanes generales la orden que leyó a continuación.
Fue un discurso de gran importancia política, pero meramente informativo porque la actuación jurídica del Monarca se había producido con anterioridad, al cursar, como titular de un órgano constitucional que no estaba secuestrado, la orden que leyó. Lo contrario que el mensaje de Felipe VI que fue emitido cuando no había vacío de poder.
¿Qué encaje constitucional tiene el mensaje de Felipe VI? En primer lugar, era un mensaje ex ante porque no informó de ninguna actuación jurídica ya producida, como hizo el anterior Rey en 1981. Constatada esta diferencia, veamos cómo encaja esa actuación en la Constitución. En primer lugar, recordemos una potestad que se ha invocado con frecuencia tras el mensaje (y que también se invocó en 1981). Se ha dicho que el mensaje regio tenía su justificación en la expresión “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones” que contiene el artículo 56.1 de la Constitución, pero hay dos razones que obligan a acercarse con reservas a esta función genérica.
En primer lugar, es una expresión originada en la teoría política de Constant que ninguna Constitución española del siglo XIX contenía y que fue “repescada” por Santamaría de Paredes para acrecentar las potestades del rey en la Restauración. Que apareciera en la Constitución de 1978 es todo un anacronismo y obliga a ver en esta función una actuación informal, por medio de la influencia (Manuel Aragón Reyes: Textos Básicos de Derecho Constitucional, II, Madrid, 2001, página 32). En segundo lugar, aun cuando consideráramos que la función arbitral y moderadora es una función con un contenido preciso que habilitaría la actuación del Monarca, el método lingüístico nos dice que con su mensaje Felipe IV no pretendía arbitrar entre dos partes ni tampoco moderar el funcionamiento regular de las instituciones, expresión esta última que empleó precisamente como atribución de los legítimos poderes del Estado, en su conjunto.
Pero el hecho de que el mensaje no tuviera cobertura en la vaporosa función arbitral y moderadora no quiere decir que no tuviera encaje constitucional. A mi modo de ver, el discurso del Rey en la crisis catalana trae causa, en primer lugar, del juramento de guardar y hacer guardar la Constitución que el artículo 61.1 de la Constitución obliga a formular al Rey al ser proclamado ante las Cortes.
Ese mandato, que ni siquiera es una función o una facultad, posee suficiente densidad jurídica para que el Rey, excepcionalmente, se dirija a la opinión pública a advertir y a dar su opinión, dos de las funciones que Bagehot atribuía a los monarcas constitucionales. En segundo lugar, el Rey intervino en condición de símbolo de la unidad del Estado, como proclama el artículo 57.1 de la Constitución.
Si desde un punto de vista teleológico el discurso regio respondía a las previsiones constitucionales hay que ver si su contenido material también respondía a parámetros constitucionales, a fortiori cuando hay constitucionalistas que creen que el Rey carece de libertad de expresión.
Primeramente, el discurso describía muy negativamente la situación en Cataluña y lo hizo con una claridad que ninguna autoridad estatal había empleado hasta entonces. En segundo lugar, el Rey instó a los poderes del Estado a asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones para acabar tranquilizando a los ciudadanos y subrayando el compromiso de la Corona con la Constitución y la democracia. No parece que en el mensaje hubiera proposiciones de contenido inconstitucional.
En 1981 no se hubiera entendido que el Rey no diera órdenes a los mandos militares y en 2017 no se hubiera entendido el silencio del Monarca que quizá se habría interpretado como complicidad con los separatistas o como expresión de desidia o temor ante el problema.
El discurso, quizá exorbitante en una situación de regularidad institucional, no parece inoportuno en una crisis constitucional de esa importancia. Teleológicamente estaba justificado y su contenido material, con el refrendo presunto del Gobierno, era lo propio de quien simboliza la unidad del Estado y tiene que guardar y hacer guardar la Constitución.
(*) Javier García Fernández es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid.
Ilustración: Eva Vázquez: http://evavazquezblog.blogspot.com/2014/03/
Fuente:
domingo, 20 de diciembre de 2015
LARGOS EPISODIOS
EL PAÍS, Madrid, 21 de diciembre de 2015
TRIBUNA »
El nuevo ciclo político: pacto y reforma
Consolidar el respeto por las reglas de juego, configurar un Gobierno estable y poner en marcha la renovación constitucional son tres pasos sucesivos e inevitables a los que debe enfrentarse el Parlamento surgido del 20-D
José Luis García Delgado / Fernando Vallespín
Hace cuatro años España se hallaba en una encrucijada de la que no parecía encontrar salida. La crisis económica había devenido en crisis social y política, y el país se precipitaba hacia un escenario que sería definido por muchos como de “tormenta perfecta”. Cuatro años después, ese diagnóstico fatalista queda muy atrás, cada vez más distanciado —con la gravísima excepción del secesionismo catalán— por una realidad que en muchos aspectos ha conocido un intenso proceso de cambio.
En el ámbito económico, una recuperación que ha cobrado fuerza trimestre a trimestre —irán 10 con el cuarto de 2015— aleja los dos severos episodios recesivos sufridos entre 2009 y 2013, ganando al tiempo márgenes muy considerables de competitividad internacional. Es cierto que la alargada sombra de los efectos sociales de la crisis y de las políticas de ajuste sigue muy visible: sobre todo, el desempleo, todavía en una cota intolerable, máxime cuando el paro de larga duración y entre los jóvenes alcanza asimismo niveles inasumibles, y el problema de una ahondada desigualdad de rentas y de oportunidades, con lo que ello supone de foco no solo de justificado malestar social, sino incluso de potencial cuestionamiento de todo el sistema. Pero también es verdad que la situación calamitosa de la economía española con que comenzó la anterior legislatura parece ahora ya muy lejana: de engrosar la enfermería del sur de Europa, hoy se sitúa como la cuarta economía más pujante de la eurozona (solo por detrás de Irlanda, Luxemburgo y Eslovaquia).
Por su parte, el conjunto de la sociedad está demostrando una fortaleza en la respuesta más que notoria. Al destapar la corrupción, al poner de manifiesto el defectuoso funcionamiento de instituciones, al dejar al descubierto debilidades del modelo productivo, la crisis ha tensado la capacidad de respuesta de una buena parte del cuerpo social. Un intenso proceso adaptativo y de renovación es el resultado. Se ha aguzado el espíritu crítico ante la ineficiencia y ante las carencias. Hemos incorporado una nueva conciencia moral pública más estricta, menos permisiva, más exigente de ejemplaridad. Es muy notorio el dinamismo de la sociedad civil, dando vida a multiplicados foros, círculos y plataformas de creación de opinión. Hay un rechazo generalizado —sobresaliente en el contexto europeo— de actitudes xenófobas y violentas. Los cambios en las pautas familiares son muy profundos, sin que la institución de la familia haya dejado de desempeñar funciones solidarias y de cohesión social fundamentales.
En el propio ámbito político, las novedades no han dejado de sucederse en los últimos meses, impulsadas por el propio dinamismo del cambio social. La comparecencia de nuevas formaciones políticas y los movimientos adaptativos de los partidos más asentados han promovido un proceso no menor de renovación generacional y de comunicación con la sociedad, a la vez que se han adoptado medidas que han puesto coto a las lagunas legales que favorecían la financiación irregular. En poco tiempo ha quedado muy distante el “no nos representan”, y también se desvanecen muchos síntomas de fatiga de nuestra democracia que justificaban el clamor por una urgente reorganización de las reglas de juego. Ahora, el creciente interés por la cosa pública y la mayor participación electoral revelan una cierta recobrada confianza de los ciudadanos en la política, tal y como refleja su propio activismo, y una demanda de cambio institucional formal que responda al cambio social y político.
Dicho de otro modo: una realidad cambiante —en todas sus dimensiones: económica, social, política, cultural— ha ido por delante, a pesar de no contar siempre con el empuje de un liderazgo firme, de los procesos de cambio formales, exceptuando, eso sí, la abdicación del rey Juan Carlos, que sirvió para dar inicio simbólico a “un tiempo nuevo”. La democracia, en todo caso, es quien sale ganando con una sociedad más atenta a los intereses colectivos, más participativa y más exigente con quienes la representan.
De ahí la enorme importancia de las elecciones que acaban de celebrarse y de la nueva composición del tablero político, cuando además la fuerza desestabilizadora del independentismo en Cataluña ha adquirido una potencia inusitada. España, en suma, se halla en una coyuntura crucial para alumbrar una reforma política de gran calado, con una sociedad que la exige y está preparada para afrontarla. Esa ha de ser la tarea prioritaria de la nueva legislatura.
Para el Círculo Cívico de Opinión, tal inevitable reforma política debería cubrir tres etapas sucesivas. Desde ahora mismo, un gran pacto político entre los principales partidos que ratifique la unidad de España y la necesidad de respetar la Constitución y las leyes para cualquier reforma de las mismas.
Acto seguido, tras la formación de un Gobierno estable, el lanzamiento de una reforma política profunda y amplia, consensuada y discutida, que aborde los numerosos problemas de ineficiencia institucional en las Administraciones Públicas, en la justicia, en el funcionamiento de los partidos políticos, en la ley electoral, en la gigantesca y anquilosada clase política, en el desaforado aforamiento, en el burocrático funcionamiento del Congreso y del Senado, en la fiscalidad y en la financiación, en la economía sumergida y en tantas cosas y dimensiones tantas veces denunciadas.
La abdicación del rey Juan Carlos sirvió para dar inicio simbólico a “un tiempo nuevo”
El corolario —o tercer paso— tiene que ser, inevitablemente, un conjunto de reformas constitucionales que renueven el marco jurídico de la Constitución de 1978. Parte esencial de ello, pero ni mucho menos única, será una nueva articulación territorial del Estado que ofrezca una alternativa al actual dilema catalán entre la independencia y el statu quo. Una auténtica reforma constitucional que, finalmente, deberá ser refrendada en referéndum en toda España, lo que quiere decir también en Cataluña, integrando de nuevo así a la ciudadanía catalana en un proyecto común.
Solo entonces, y creemos que solo así, podremos recobrar la legitimidad y la calidad de la convivencia de que hemos disfrutado durante los últimos 40 años, un tiempo que ha acogido, en su conjunto, el periodo más fructífero y positivo de la historia moderna de España. España, los españoles, están preparados para ello. Estamos seguros de que, también esta vez, la sociedad impulsará las obligadas reformas para afrontar con solvencia este nuevo reto histórico.
)*) Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política y José Luis García Delgado, catedrático de Economía, en representación del Círculo Cívico de Opinión, del que son socios fundadores.
Ilustración: Nicolás Aznárez.
Otros artículos: http://elpais.com/elpais/2015/09/18/opinion/1442597413_179610.html; http://elpais.com/elpais/2015/05/05/opinion/1430835581_710044.html; y http://elpais.com/elpais/2014/10/28/opinion/1414496324_473803.html
TRIBUNA »
El nuevo ciclo político: pacto y reforma
Consolidar el respeto por las reglas de juego, configurar un Gobierno estable y poner en marcha la renovación constitucional son tres pasos sucesivos e inevitables a los que debe enfrentarse el Parlamento surgido del 20-D
José Luis García Delgado / Fernando Vallespín
Hace cuatro años España se hallaba en una encrucijada de la que no parecía encontrar salida. La crisis económica había devenido en crisis social y política, y el país se precipitaba hacia un escenario que sería definido por muchos como de “tormenta perfecta”. Cuatro años después, ese diagnóstico fatalista queda muy atrás, cada vez más distanciado —con la gravísima excepción del secesionismo catalán— por una realidad que en muchos aspectos ha conocido un intenso proceso de cambio.
En el ámbito económico, una recuperación que ha cobrado fuerza trimestre a trimestre —irán 10 con el cuarto de 2015— aleja los dos severos episodios recesivos sufridos entre 2009 y 2013, ganando al tiempo márgenes muy considerables de competitividad internacional. Es cierto que la alargada sombra de los efectos sociales de la crisis y de las políticas de ajuste sigue muy visible: sobre todo, el desempleo, todavía en una cota intolerable, máxime cuando el paro de larga duración y entre los jóvenes alcanza asimismo niveles inasumibles, y el problema de una ahondada desigualdad de rentas y de oportunidades, con lo que ello supone de foco no solo de justificado malestar social, sino incluso de potencial cuestionamiento de todo el sistema. Pero también es verdad que la situación calamitosa de la economía española con que comenzó la anterior legislatura parece ahora ya muy lejana: de engrosar la enfermería del sur de Europa, hoy se sitúa como la cuarta economía más pujante de la eurozona (solo por detrás de Irlanda, Luxemburgo y Eslovaquia).
Por su parte, el conjunto de la sociedad está demostrando una fortaleza en la respuesta más que notoria. Al destapar la corrupción, al poner de manifiesto el defectuoso funcionamiento de instituciones, al dejar al descubierto debilidades del modelo productivo, la crisis ha tensado la capacidad de respuesta de una buena parte del cuerpo social. Un intenso proceso adaptativo y de renovación es el resultado. Se ha aguzado el espíritu crítico ante la ineficiencia y ante las carencias. Hemos incorporado una nueva conciencia moral pública más estricta, menos permisiva, más exigente de ejemplaridad. Es muy notorio el dinamismo de la sociedad civil, dando vida a multiplicados foros, círculos y plataformas de creación de opinión. Hay un rechazo generalizado —sobresaliente en el contexto europeo— de actitudes xenófobas y violentas. Los cambios en las pautas familiares son muy profundos, sin que la institución de la familia haya dejado de desempeñar funciones solidarias y de cohesión social fundamentales.
En el propio ámbito político, las novedades no han dejado de sucederse en los últimos meses, impulsadas por el propio dinamismo del cambio social. La comparecencia de nuevas formaciones políticas y los movimientos adaptativos de los partidos más asentados han promovido un proceso no menor de renovación generacional y de comunicación con la sociedad, a la vez que se han adoptado medidas que han puesto coto a las lagunas legales que favorecían la financiación irregular. En poco tiempo ha quedado muy distante el “no nos representan”, y también se desvanecen muchos síntomas de fatiga de nuestra democracia que justificaban el clamor por una urgente reorganización de las reglas de juego. Ahora, el creciente interés por la cosa pública y la mayor participación electoral revelan una cierta recobrada confianza de los ciudadanos en la política, tal y como refleja su propio activismo, y una demanda de cambio institucional formal que responda al cambio social y político.
Dicho de otro modo: una realidad cambiante —en todas sus dimensiones: económica, social, política, cultural— ha ido por delante, a pesar de no contar siempre con el empuje de un liderazgo firme, de los procesos de cambio formales, exceptuando, eso sí, la abdicación del rey Juan Carlos, que sirvió para dar inicio simbólico a “un tiempo nuevo”. La democracia, en todo caso, es quien sale ganando con una sociedad más atenta a los intereses colectivos, más participativa y más exigente con quienes la representan.
De ahí la enorme importancia de las elecciones que acaban de celebrarse y de la nueva composición del tablero político, cuando además la fuerza desestabilizadora del independentismo en Cataluña ha adquirido una potencia inusitada. España, en suma, se halla en una coyuntura crucial para alumbrar una reforma política de gran calado, con una sociedad que la exige y está preparada para afrontarla. Esa ha de ser la tarea prioritaria de la nueva legislatura.
Para el Círculo Cívico de Opinión, tal inevitable reforma política debería cubrir tres etapas sucesivas. Desde ahora mismo, un gran pacto político entre los principales partidos que ratifique la unidad de España y la necesidad de respetar la Constitución y las leyes para cualquier reforma de las mismas.
Acto seguido, tras la formación de un Gobierno estable, el lanzamiento de una reforma política profunda y amplia, consensuada y discutida, que aborde los numerosos problemas de ineficiencia institucional en las Administraciones Públicas, en la justicia, en el funcionamiento de los partidos políticos, en la ley electoral, en la gigantesca y anquilosada clase política, en el desaforado aforamiento, en el burocrático funcionamiento del Congreso y del Senado, en la fiscalidad y en la financiación, en la economía sumergida y en tantas cosas y dimensiones tantas veces denunciadas.
La abdicación del rey Juan Carlos sirvió para dar inicio simbólico a “un tiempo nuevo”
El corolario —o tercer paso— tiene que ser, inevitablemente, un conjunto de reformas constitucionales que renueven el marco jurídico de la Constitución de 1978. Parte esencial de ello, pero ni mucho menos única, será una nueva articulación territorial del Estado que ofrezca una alternativa al actual dilema catalán entre la independencia y el statu quo. Una auténtica reforma constitucional que, finalmente, deberá ser refrendada en referéndum en toda España, lo que quiere decir también en Cataluña, integrando de nuevo así a la ciudadanía catalana en un proyecto común.
Solo entonces, y creemos que solo así, podremos recobrar la legitimidad y la calidad de la convivencia de que hemos disfrutado durante los últimos 40 años, un tiempo que ha acogido, en su conjunto, el periodo más fructífero y positivo de la historia moderna de España. España, los españoles, están preparados para ello. Estamos seguros de que, también esta vez, la sociedad impulsará las obligadas reformas para afrontar con solvencia este nuevo reto histórico.
)*) Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política y José Luis García Delgado, catedrático de Economía, en representación del Círculo Cívico de Opinión, del que son socios fundadores.
Ilustración: Nicolás Aznárez.
Otros artículos: http://elpais.com/elpais/2015/09/18/opinion/1442597413_179610.html; http://elpais.com/elpais/2015/05/05/opinion/1430835581_710044.html; y http://elpais.com/elpais/2014/10/28/opinion/1414496324_473803.html
miércoles, 4 de febrero de 2015
LOS LÍMITES DE LA CONSTITUCIÓN
EL PAÍS, Madrid, 01 de febrero de 2015
LA CUARTA PÁGINA
¿Reformar la Constitución?
Para fortalecer la democracia y el Estado de Derecho se necesita cambiar el funcionamiento interno y la financiación de los partidos. Otro problema grave es el agotamiento del modelo de organización territorial
Manuel Aragón Reyes
Que el sistema político español tiene graves problemas parece cierto. Que esos problemas quepa remediarlos a través de una reforma de la Constitución ya no lo es tanto, por dos razones: ni el derecho puede resolverlo todo ni es claro que todos esos problemas deriven de una defectuosa regulación constitucional que deba corregirse. Es posible que algunos puedan verse aliviados por cambios en la Constitución, otros sólo requieran de meras reformas legales, otros no habrá reforma constitucional que los resuelva, y todos precisen, más aún que de soluciones jurídicas, de una profunda transformación de la práctica política.
Por lo que se refiere a la actual debilidad de nuestras instituciones democráticas, erosionadas en su legitimación como consecuencia de una amplia desafección ciudadana, un problema que no es únicamente español, pues lo compartimos con otros países organizados bajo el mismo modelo de Estado democrático de derecho, sus causas no proceden, a mi juicio, de la Constitución, sino de un mal funcionamiento de los partidos políticos y probablemente también de una legislación electoral que no propicia la cercanía entre representantes y representados. De ahí derivan, creo, los problemas principales que tiene nuestra democracia: la desafortunada selección de líderes políticos, la atonía de nuestro parlamentarismo, la desmedida ocupación partidista de las instituciones técnicas de control e incluso la creciente desconfianza hacia la ley, percibida por los ciudadanos más como una decisión caprichosa en permanente mutación que como una norma racional y estable.
Es lógico que en una situación así prolifere la corrupción, que no es sólo económica sino también política y moral, como también lo es que sufra el Estado de derecho, con grave merma de la seguridad jurídica, que es su principal sustento. Como democracia y gobierno de las leyes son realidades conceptualmente inseparables, cuando enferman lo hacen conjuntamente, que es lo que hoy nos sucede. Y aunque es posible que ese mal, cuyos síntomas son evidentes, no haya alcanzado aún una gravedad extrema, es seguro que empeorará si no se toman con urgencia medidas adecuadas para atajarlo. Si queremos conservar cuanto de bueno hemos logrado los españoles a partir de la Transición política y de las tres primeras décadas de vida constitucional, deben adoptarse determinados cambios que sirvan para conjurar el riesgo evidente que hoy corre lo que con tanto esfuerzo, y de manera tan ejemplar, habíamos conseguido.
En tal sentido, para fortalecer la democracia y el Estado de derecho no creo, como ya he dicho, que se precise de una reforma de la Constitución (excepto quizás en un punto al que después me referiré), que dedica a ambos extremos una regulación cuyas prescripciones, en líneas generales (con la excepción apuntada), me parecen adecuadas y suficientes, salvo que se piense, lo que no es mi caso, que hay que sustituir la democracia representativa por una democracia directa que conduciría, no me caben dudas, a la destrucción del sistema de libertades en que toda democracia ha de asentarse.
Reconocer las singularidades no tiene por qué llevar a un federalismo asimétrico
Para revitalizar nuestra democracia constitucional, básicamente representativa, lo que sí se necesita, como requisito indispensable, aunque no suficiente, pues el derecho no lo puede todo, es una reforma legal sobre el funcionamiento interno y la financiación de los partidos, introduciendo controles eficaces y propiciando una mejora sustancial de la función de selección de liderazgos que hoy tan imperfectamente realizan. Esto último quizás no se logre sin revisar al mismo tiempo el sistema electoral, para lo que sí sería necesario reformar la Constitución, cuyas prescripciones (sobre todo la determinación de la provincia como circunscripción electoral para el Congreso de los Diputados) aunque pueden valer, y así ha sido, para organizar la representación, se presentan como un obstáculo para mejorar el modo de selección de los dirigentes políticos. Sólo si los partidos cambian radicalmente será posible encontrar algún remedio al grave deterioro de legitimidad política que hoy padecemos.
Otra fuente, indudable, de los problemas de nuestro sistema político procede de la organización territorial. El Estado autonómico, cuyos resultados, hasta hace unos diez años, fueron mayoritariamente positivos, ha entrado hoy en una fase de agotamiento, no sólo por no haber servido para disminuir la fuerza de los seccionalismos, ahora más pujantes que en las décadas anteriores, como lo muestra, al menos, la grave situación que existe en Cataluña, sino también porque se han puesto claramente de manifiesto muy importantes defectos en el funcionamiento general de la distribución territorial del poder. Es cierto que muchos de esos defectos se deben a un mal desarrollo del modelo, pero también lo es que otros, los principales, obedecen a razones estructurales, por lo que, para hacerles frente, además de adoptar reformas legales, me parece que resulta indispensable, aquí sí, realizar profundos cambios constitucionales.
No tanto para reformar el Senado, pues tengo muchas dudas sobre la utilidad, en los Estados compuestos, de una cámara de representación territorial, sino para sustituir el confuso sistema de distribución territorial de competencias que la Constitución y los Estatutos de Autonomía han previsto, por otro mucho más claro y eficaz, articulado de manera completa en el mismo texto de la Constitución, sin hacerlo recaer por completo, como hasta ahora, sobre las espaldas del Tribunal Constitucional, poniendo fin, además, al principio dispositivo que, plausible en los años del proceso constituyente, hoy no debe perpetuarse si queremos tener un Estado que funcione de manera aceptable. También para regular de modo preciso en la propia Constitución, lo que hoy no sucede, un modelo equilibrado y eficaz de financiación autonómica. Y de paso para eliminar muchos preceptos constitucionales de derecho transitorio, hoy completamente obsoletos. No creo, sin embargo, que esa reforma constitucional deba denominar necesariamente como federal a un Estado, el nuestro, que ya lo es, pero sí que refuerce los rasgos federales del Estado autonómico. Lo que no cabe, a mi juicio, es buscar la salida a nuestros problemas territoriales a través de la confederación, fórmula incompatible con un Estado eficaz e incluso, más aún, con un Estado constitucional.
Y en este punto es donde cabe plantear el problema de la integración constitucional de los nacionalismos. Problema, a mi juicio, jurídicamente insoluble si identificamos nacionalismo con independentismo, pues la mejor Constitución posible no serviría para que sus pretensiones desaparecieran, aunque una Constitución que preserve mejor las singularidades políticas, históricas y culturales de determinados pueblos de España sí puede servir para aliviar las tensiones nacionalistas o, al menos, para detener su expansión, pues que en nuestro ordenamiento sean lícitos, por fortuna, los nacionalismos no significa que ese ordenamiento pueda basarse en ellos. Por lo demás, el reconocimiento de aquellas singularidades, en mayor medida de lo hecho hasta ahora, no tiene por qué significar exactamente el establecimiento de un federalismo asimétrico, fórmula de muy difícil administración, pero sí buscar, para determinadas comunidades, modos de organización interna diferenciada y fórmulas de participación especial en las tareas comunes del Estado, preservando siempre, eso sí, la igualdad sustancial de derechos de los ciudadanos y la no discriminación entre Comunidades Autónomas.
Aunque los he expuesto separadamente, en el fondo los problemas de nuestra democracia y de nuestra organización territorial están enlazados. Y ambos requieren no sólo de reformas jurídicas, incluida la reforma constitucional que, cuando es necesaria, sirve precisamente para consolidar el sistema, sino también de reformas políticas, y estas últimas cabe resumirlas en dos: defender con firmeza en el campo de las ideas los valores de la España constitucional, democrática y autonómica, lo que hasta ahora se ha hecho muy poco, y ejercer una efectiva ejemplaridad pública desde el Gobierno y los partidos, un magisterio de costumbres, hoy tan escaso, que resulta indispensable para mejorar la educación cívica de los españoles. Al fin y al cabo, la virtud de los ciudadanos, tan necesaria en una democracia, sólo se logra si también son virtuosos los gobernantes, esto es, si hay un buen y no un mal gobierno.
(*) Manuel Aragón es catedrático de Derecho Constitucional.
LA CUARTA PÁGINA
¿Reformar la Constitución?
Para fortalecer la democracia y el Estado de Derecho se necesita cambiar el funcionamiento interno y la financiación de los partidos. Otro problema grave es el agotamiento del modelo de organización territorial
Manuel Aragón Reyes
Que el sistema político español tiene graves problemas parece cierto. Que esos problemas quepa remediarlos a través de una reforma de la Constitución ya no lo es tanto, por dos razones: ni el derecho puede resolverlo todo ni es claro que todos esos problemas deriven de una defectuosa regulación constitucional que deba corregirse. Es posible que algunos puedan verse aliviados por cambios en la Constitución, otros sólo requieran de meras reformas legales, otros no habrá reforma constitucional que los resuelva, y todos precisen, más aún que de soluciones jurídicas, de una profunda transformación de la práctica política.
Por lo que se refiere a la actual debilidad de nuestras instituciones democráticas, erosionadas en su legitimación como consecuencia de una amplia desafección ciudadana, un problema que no es únicamente español, pues lo compartimos con otros países organizados bajo el mismo modelo de Estado democrático de derecho, sus causas no proceden, a mi juicio, de la Constitución, sino de un mal funcionamiento de los partidos políticos y probablemente también de una legislación electoral que no propicia la cercanía entre representantes y representados. De ahí derivan, creo, los problemas principales que tiene nuestra democracia: la desafortunada selección de líderes políticos, la atonía de nuestro parlamentarismo, la desmedida ocupación partidista de las instituciones técnicas de control e incluso la creciente desconfianza hacia la ley, percibida por los ciudadanos más como una decisión caprichosa en permanente mutación que como una norma racional y estable.
Es lógico que en una situación así prolifere la corrupción, que no es sólo económica sino también política y moral, como también lo es que sufra el Estado de derecho, con grave merma de la seguridad jurídica, que es su principal sustento. Como democracia y gobierno de las leyes son realidades conceptualmente inseparables, cuando enferman lo hacen conjuntamente, que es lo que hoy nos sucede. Y aunque es posible que ese mal, cuyos síntomas son evidentes, no haya alcanzado aún una gravedad extrema, es seguro que empeorará si no se toman con urgencia medidas adecuadas para atajarlo. Si queremos conservar cuanto de bueno hemos logrado los españoles a partir de la Transición política y de las tres primeras décadas de vida constitucional, deben adoptarse determinados cambios que sirvan para conjurar el riesgo evidente que hoy corre lo que con tanto esfuerzo, y de manera tan ejemplar, habíamos conseguido.
En tal sentido, para fortalecer la democracia y el Estado de derecho no creo, como ya he dicho, que se precise de una reforma de la Constitución (excepto quizás en un punto al que después me referiré), que dedica a ambos extremos una regulación cuyas prescripciones, en líneas generales (con la excepción apuntada), me parecen adecuadas y suficientes, salvo que se piense, lo que no es mi caso, que hay que sustituir la democracia representativa por una democracia directa que conduciría, no me caben dudas, a la destrucción del sistema de libertades en que toda democracia ha de asentarse.
Reconocer las singularidades no tiene por qué llevar a un federalismo asimétrico
Para revitalizar nuestra democracia constitucional, básicamente representativa, lo que sí se necesita, como requisito indispensable, aunque no suficiente, pues el derecho no lo puede todo, es una reforma legal sobre el funcionamiento interno y la financiación de los partidos, introduciendo controles eficaces y propiciando una mejora sustancial de la función de selección de liderazgos que hoy tan imperfectamente realizan. Esto último quizás no se logre sin revisar al mismo tiempo el sistema electoral, para lo que sí sería necesario reformar la Constitución, cuyas prescripciones (sobre todo la determinación de la provincia como circunscripción electoral para el Congreso de los Diputados) aunque pueden valer, y así ha sido, para organizar la representación, se presentan como un obstáculo para mejorar el modo de selección de los dirigentes políticos. Sólo si los partidos cambian radicalmente será posible encontrar algún remedio al grave deterioro de legitimidad política que hoy padecemos.
Otra fuente, indudable, de los problemas de nuestro sistema político procede de la organización territorial. El Estado autonómico, cuyos resultados, hasta hace unos diez años, fueron mayoritariamente positivos, ha entrado hoy en una fase de agotamiento, no sólo por no haber servido para disminuir la fuerza de los seccionalismos, ahora más pujantes que en las décadas anteriores, como lo muestra, al menos, la grave situación que existe en Cataluña, sino también porque se han puesto claramente de manifiesto muy importantes defectos en el funcionamiento general de la distribución territorial del poder. Es cierto que muchos de esos defectos se deben a un mal desarrollo del modelo, pero también lo es que otros, los principales, obedecen a razones estructurales, por lo que, para hacerles frente, además de adoptar reformas legales, me parece que resulta indispensable, aquí sí, realizar profundos cambios constitucionales.
No tanto para reformar el Senado, pues tengo muchas dudas sobre la utilidad, en los Estados compuestos, de una cámara de representación territorial, sino para sustituir el confuso sistema de distribución territorial de competencias que la Constitución y los Estatutos de Autonomía han previsto, por otro mucho más claro y eficaz, articulado de manera completa en el mismo texto de la Constitución, sin hacerlo recaer por completo, como hasta ahora, sobre las espaldas del Tribunal Constitucional, poniendo fin, además, al principio dispositivo que, plausible en los años del proceso constituyente, hoy no debe perpetuarse si queremos tener un Estado que funcione de manera aceptable. También para regular de modo preciso en la propia Constitución, lo que hoy no sucede, un modelo equilibrado y eficaz de financiación autonómica. Y de paso para eliminar muchos preceptos constitucionales de derecho transitorio, hoy completamente obsoletos. No creo, sin embargo, que esa reforma constitucional deba denominar necesariamente como federal a un Estado, el nuestro, que ya lo es, pero sí que refuerce los rasgos federales del Estado autonómico. Lo que no cabe, a mi juicio, es buscar la salida a nuestros problemas territoriales a través de la confederación, fórmula incompatible con un Estado eficaz e incluso, más aún, con un Estado constitucional.
Y en este punto es donde cabe plantear el problema de la integración constitucional de los nacionalismos. Problema, a mi juicio, jurídicamente insoluble si identificamos nacionalismo con independentismo, pues la mejor Constitución posible no serviría para que sus pretensiones desaparecieran, aunque una Constitución que preserve mejor las singularidades políticas, históricas y culturales de determinados pueblos de España sí puede servir para aliviar las tensiones nacionalistas o, al menos, para detener su expansión, pues que en nuestro ordenamiento sean lícitos, por fortuna, los nacionalismos no significa que ese ordenamiento pueda basarse en ellos. Por lo demás, el reconocimiento de aquellas singularidades, en mayor medida de lo hecho hasta ahora, no tiene por qué significar exactamente el establecimiento de un federalismo asimétrico, fórmula de muy difícil administración, pero sí buscar, para determinadas comunidades, modos de organización interna diferenciada y fórmulas de participación especial en las tareas comunes del Estado, preservando siempre, eso sí, la igualdad sustancial de derechos de los ciudadanos y la no discriminación entre Comunidades Autónomas.
Aunque los he expuesto separadamente, en el fondo los problemas de nuestra democracia y de nuestra organización territorial están enlazados. Y ambos requieren no sólo de reformas jurídicas, incluida la reforma constitucional que, cuando es necesaria, sirve precisamente para consolidar el sistema, sino también de reformas políticas, y estas últimas cabe resumirlas en dos: defender con firmeza en el campo de las ideas los valores de la España constitucional, democrática y autonómica, lo que hasta ahora se ha hecho muy poco, y ejercer una efectiva ejemplaridad pública desde el Gobierno y los partidos, un magisterio de costumbres, hoy tan escaso, que resulta indispensable para mejorar la educación cívica de los españoles. Al fin y al cabo, la virtud de los ciudadanos, tan necesaria en una democracia, sólo se logra si también son virtuosos los gobernantes, esto es, si hay un buen y no un mal gobierno.
(*) Manuel Aragón es catedrático de Derecho Constitucional.
jueves, 25 de diciembre de 2014
SOBRIEDAD CONTRASTANTE
EL PAÍS, Madrid, 6 de diciembre de 2014
LA CUARTA PÁGINA
Alegato por una reforma de la Constitución
Hace falta una mirada crítica, pero no derogatoria, sobre un texto que es el resultado de un entendimiento histórico entre ciudadanos de un Estado en construcción. Y que nos devolvió la convivencia en libertad
Santos Juliá
No goza de buena fama la Constitución de 1978: en el mejor de los casos, se dice de ella que fue resultado de un compromiso apócrifo, por haber aplazado a un incierto futuro la resolución de los conflictos que dividían a las fuerzas políticas en torno a las candentes cuestiones de distribución territorial del poder; en el peor, se achaca la generalización de las autonomías y la negativa a acometer la construcción de un Estado federal al miedo a las guerras del pasado y a los sables del presente, a la obsesiva exterminación de la memoria, a la renuncia o traición a los principios, a la persistencia o resabios del franquismo y otras lindezas por el estilo. El veredicto: una Constitución culpable de los males que aquejan hoy al Estado.
Para empezar por el principio, no estaría mal recordarnos tal como éramos entonces. Por edad unos, y por experiencias políticas acumuladas otros, la mayoría de quienes participaron en el debate constituyente de 1978 se sentían, y estaban, más preocupados por edificar Estado que por construir nación. En verdad, a muchos de quienes nacimos poco antes o poco después de la Guerra Civil, la nación, por decirlo malamente y pronto, nos importaba una higa. Ahítos de la única, católica, verdadera nación española, vagamos durante años con hambre de Estado democrático. Estado y valores correspondientes a la ciudadanía política: libertad, democracia, garantía de derechos, justicia, nos importaban infinitamente más que los valores atribuidos a la identidad nacional, cuando nacional calificaba a movimiento, no todavía a Assemblea de Catalunya.
Fue por eso, y por las solidaridades y amistades derivadas de los encuentros entre disidentes del régimen y militantes de la oposición a partir de 1956 y, con más frecuencia e intensidad, desde 1962, por lo que tras conocerse el resultado de las primeras elecciones generales, diputados que venían de la derecha, la izquierda y el centro, se encontraron ante una oportunidad inédita en nuestra historia constitucional, la de entenderse como ciudadanos de un Estado en construcción más que como miembros de una nación construida. De ahí que los términos nacionalidad y autonomía no crearan ningún problema a la gran mayoría de miembros de la ponencia ni de la comisión constitucional y que las presiones que llegaron de fuera del Parlamento, ni pocas ni livianas, no alcanzaran el grado de calor suficiente como para fundir un vocablo —autonomía— directamente traído de la Constitución de la República, y otro —nacionalidad— incorporado por vez primera a una Constitución española.
Ciertamente, y en lo que a la construcción de Estado se refiere, los constituyentes sólo acordaron los procedimientos que habrían de seguirse para dotar de instituciones a las provincias de similares características históricas, culturales y económicas que decidieran formar una comunidad autónoma. Pero esta recuperación del principio dispositivo republicano no tuvo nada que ver con el miedo o la desmemoria, sino con una antigua reivindicación del derecho de las regiones y nacionalidades a la autonomía, de la que la oposición a la dictadura hizo su bandera. No era el Estado el que establecía y llenaba de contenido la autonomía de nacionalidades y regiones, sino estas las que veían reconocido por el Estado una especie de derecho ancestral. Y porque tenían que responder a una diferente demanda de autonomía, los constituyentes no se plantearon siquiera proceder a una distribución homogénea del poder al modo de los Estados federales, sino al modo que en España ya lo había intentado la República con el llamado Estado integral.
Vivimos ya en un Estado federal, perfectible, con deficiencias de origen que es necesario arreglar
En la República no hubo tiempo, pero sí en la nueva democracia, de recorrer todo el camino y desarrollar todas las potencialidades del principio dispositivo. Tiempo y proyecto político: desde la aprobación de sus estatutos, las élites políticas y los gestores de la cultura dispusieron de un libre y continuado poder de Estado que ejercieron, con mayor o menor intensidad, al servicio de la construcción de identidades diferenciadas. Y ha sido esa política, no la Constitución ni el sistema autonómico finalmente alumbrado, la que nos ha traído al punto en que estamos y que, a la vista de los nuevos estatutos de autonomía promulgados en la primera década del siglo, podría definirse como inversión radical de las preocupaciones que dieron origen a la Constitución: ahora, lo que nada importa es el Estado, aplicados como están todos los poderes regionales a la construcción de naciones.
El desarrollo federativo del Estado autonómico y esta inversión en la jerarquía de las demandas políticas reclama hace al menos una década una reforma de la Constitución, que no ha sido posible porque cada uno de los dos grandes partidos de ámbito estatal se empantanó en la política suicida de dañar la legitimidad de su adversario, comprometiendo de esta manera la suya propia. Ante la crecida de la política de crispación, el PSOE optó por abandonar el proyecto reformista anunciado en la primera investidura del presidente Zapatero para lanzar de manera irresponsable una carrera de reformas de los Estatutos con el no disimulado propósito de modificar la Constitución por la puerta de atrás: si la Constitución se ha quedado estrecha, cambiemos los estatutos. En esa operación, el principio dispositivo que había actuado en la puesta en marcha y consolidación del sistema de las autonomías quemó sus últimas reservas energéticas hasta quedar no ya agotado, sino tirado al cubo de la basura.
Pero si del compulsivo ordeño del principio dispositivo no se puede extraer ni una gota más de leche, si la construcción del Estado de las autonomías ha concluido y, a pesar de eso, la distribución territorial del poder aparece hoy más conflictiva que nunca, entonces es que hay que reformar el Estado. ¿Convirtiendo el Estado autonómico en un Estado federal? Vivimos ya en un Estado federal, perfectible, sin duda; con deficiencias de origen que es necesario arreglar, nadie lo discute; de un tipo especial, todos estamos de acuerdo; pero federal. No es en la ausencia de federalismo donde radica la cruz del problema, sino en el hecho de que en el Estado español conviven hoy malamente varias naciones, varias culturas y varias lenguas, una realidad nueva, resultado, no de la Constitución sino de las políticas nacionalizadoras seguidas desde su promulgación.
Encerrarse en la negación absoluta de todo tipo de cambio es el mejor camino hacia el desastre
¿Es posible un Estado que reconozca constitucionalmente este hecho nuevo? Un hombre sabio y, además, bueno, como lo era Juan J. Linz, respondió hace años que sí, que “un Estado democrático, multinacional, multicultural y multilingüe es posible”. A condición, añadía, de que abandonemos las dos ideas dominantes en los procesos de construcción del Estado y de la nación: “Que todo Estado debe esforzarse por convertirse en un Estado nacional y que toda nación debe aspirar a convertirse en un Estado”. Que abandonemos: se trata, pues, de un abandono más que de una nueva conquista. Un doble abandono, en realidad, pues se refiere al Estado de todos y a la nación de cada cual y a los poderes ejercidos por partidos políticos como titulares del poder del Estado y como gestores de identidades nacionales: una distribución de poder al que se desnudaría de simbólicas legitimaciones nacionales, siempre excluyentes, nunca inclusivas; y una reorganización del Estado, concluía Linz, que no puede responder a criterios homogéneos ya que intenta dar respuesta a demandas distintas.
De acuerdo, es más fácil decirlo que hacerlo, porque la tarea que tenemos por delante consiste en una nueva redistribución de un poder asentado en bases institucionales consolidadas, las desarrolladas a partir de la ahora denostada Constitución de 1978. Pero aunque sea cierto que piedra tirada no vuelve al puño, y muchas piedras nos hemos arrojado a la cabeza en los últimos años, merece la pena intentarlo, porque solo una cosa es cierta: encerrarse en la negación absoluta a toda clase de reformas en el orden constitutivo —como Juan Valera criticaba de Cea Bermúdez— es el mejor camino hacia el desastre.
Habrá que intentarlo, pues, y para ello tendríamos que aprender a entendernos y sentirnos no tanto como miembros de tal o cual nación sino como ciudadanos de un Estado democrático y multinacional que no conoce fronteras interiores marcadas por identidades homogéneas, divididas y excluyentes. Nadie dice que sea fácil, pero quizá, para iniciar el aprendizaje, no resulte superfluo echar una mirada atrás, crítica, pero no por eso derogatoria, a la Constitución que nos devolvió la convivencia en libertad y nos inició en el camino de la autonomía como ciudadanos de un mismo Estado democrático.
(*) Santos Juliá es historiador.
Fotografía: LB, Asamblea Nacional, 21/10/14.
BREVE NOTA LB: La imagen se refiere a la asistencia de los artistas de TV (o un canal local), reconociendo la sancionada ley que los protege. Todo un espectáculo en el parlamento: demagogia para un instrumento insustentable. Escasa sobriedad.
LA CUARTA PÁGINA
Alegato por una reforma de la Constitución
Hace falta una mirada crítica, pero no derogatoria, sobre un texto que es el resultado de un entendimiento histórico entre ciudadanos de un Estado en construcción. Y que nos devolvió la convivencia en libertad
Santos Juliá
No goza de buena fama la Constitución de 1978: en el mejor de los casos, se dice de ella que fue resultado de un compromiso apócrifo, por haber aplazado a un incierto futuro la resolución de los conflictos que dividían a las fuerzas políticas en torno a las candentes cuestiones de distribución territorial del poder; en el peor, se achaca la generalización de las autonomías y la negativa a acometer la construcción de un Estado federal al miedo a las guerras del pasado y a los sables del presente, a la obsesiva exterminación de la memoria, a la renuncia o traición a los principios, a la persistencia o resabios del franquismo y otras lindezas por el estilo. El veredicto: una Constitución culpable de los males que aquejan hoy al Estado.
Para empezar por el principio, no estaría mal recordarnos tal como éramos entonces. Por edad unos, y por experiencias políticas acumuladas otros, la mayoría de quienes participaron en el debate constituyente de 1978 se sentían, y estaban, más preocupados por edificar Estado que por construir nación. En verdad, a muchos de quienes nacimos poco antes o poco después de la Guerra Civil, la nación, por decirlo malamente y pronto, nos importaba una higa. Ahítos de la única, católica, verdadera nación española, vagamos durante años con hambre de Estado democrático. Estado y valores correspondientes a la ciudadanía política: libertad, democracia, garantía de derechos, justicia, nos importaban infinitamente más que los valores atribuidos a la identidad nacional, cuando nacional calificaba a movimiento, no todavía a Assemblea de Catalunya.
Fue por eso, y por las solidaridades y amistades derivadas de los encuentros entre disidentes del régimen y militantes de la oposición a partir de 1956 y, con más frecuencia e intensidad, desde 1962, por lo que tras conocerse el resultado de las primeras elecciones generales, diputados que venían de la derecha, la izquierda y el centro, se encontraron ante una oportunidad inédita en nuestra historia constitucional, la de entenderse como ciudadanos de un Estado en construcción más que como miembros de una nación construida. De ahí que los términos nacionalidad y autonomía no crearan ningún problema a la gran mayoría de miembros de la ponencia ni de la comisión constitucional y que las presiones que llegaron de fuera del Parlamento, ni pocas ni livianas, no alcanzaran el grado de calor suficiente como para fundir un vocablo —autonomía— directamente traído de la Constitución de la República, y otro —nacionalidad— incorporado por vez primera a una Constitución española.
Ciertamente, y en lo que a la construcción de Estado se refiere, los constituyentes sólo acordaron los procedimientos que habrían de seguirse para dotar de instituciones a las provincias de similares características históricas, culturales y económicas que decidieran formar una comunidad autónoma. Pero esta recuperación del principio dispositivo republicano no tuvo nada que ver con el miedo o la desmemoria, sino con una antigua reivindicación del derecho de las regiones y nacionalidades a la autonomía, de la que la oposición a la dictadura hizo su bandera. No era el Estado el que establecía y llenaba de contenido la autonomía de nacionalidades y regiones, sino estas las que veían reconocido por el Estado una especie de derecho ancestral. Y porque tenían que responder a una diferente demanda de autonomía, los constituyentes no se plantearon siquiera proceder a una distribución homogénea del poder al modo de los Estados federales, sino al modo que en España ya lo había intentado la República con el llamado Estado integral.
Vivimos ya en un Estado federal, perfectible, con deficiencias de origen que es necesario arreglar
En la República no hubo tiempo, pero sí en la nueva democracia, de recorrer todo el camino y desarrollar todas las potencialidades del principio dispositivo. Tiempo y proyecto político: desde la aprobación de sus estatutos, las élites políticas y los gestores de la cultura dispusieron de un libre y continuado poder de Estado que ejercieron, con mayor o menor intensidad, al servicio de la construcción de identidades diferenciadas. Y ha sido esa política, no la Constitución ni el sistema autonómico finalmente alumbrado, la que nos ha traído al punto en que estamos y que, a la vista de los nuevos estatutos de autonomía promulgados en la primera década del siglo, podría definirse como inversión radical de las preocupaciones que dieron origen a la Constitución: ahora, lo que nada importa es el Estado, aplicados como están todos los poderes regionales a la construcción de naciones.
El desarrollo federativo del Estado autonómico y esta inversión en la jerarquía de las demandas políticas reclama hace al menos una década una reforma de la Constitución, que no ha sido posible porque cada uno de los dos grandes partidos de ámbito estatal se empantanó en la política suicida de dañar la legitimidad de su adversario, comprometiendo de esta manera la suya propia. Ante la crecida de la política de crispación, el PSOE optó por abandonar el proyecto reformista anunciado en la primera investidura del presidente Zapatero para lanzar de manera irresponsable una carrera de reformas de los Estatutos con el no disimulado propósito de modificar la Constitución por la puerta de atrás: si la Constitución se ha quedado estrecha, cambiemos los estatutos. En esa operación, el principio dispositivo que había actuado en la puesta en marcha y consolidación del sistema de las autonomías quemó sus últimas reservas energéticas hasta quedar no ya agotado, sino tirado al cubo de la basura.
Pero si del compulsivo ordeño del principio dispositivo no se puede extraer ni una gota más de leche, si la construcción del Estado de las autonomías ha concluido y, a pesar de eso, la distribución territorial del poder aparece hoy más conflictiva que nunca, entonces es que hay que reformar el Estado. ¿Convirtiendo el Estado autonómico en un Estado federal? Vivimos ya en un Estado federal, perfectible, sin duda; con deficiencias de origen que es necesario arreglar, nadie lo discute; de un tipo especial, todos estamos de acuerdo; pero federal. No es en la ausencia de federalismo donde radica la cruz del problema, sino en el hecho de que en el Estado español conviven hoy malamente varias naciones, varias culturas y varias lenguas, una realidad nueva, resultado, no de la Constitución sino de las políticas nacionalizadoras seguidas desde su promulgación.
Encerrarse en la negación absoluta de todo tipo de cambio es el mejor camino hacia el desastre
¿Es posible un Estado que reconozca constitucionalmente este hecho nuevo? Un hombre sabio y, además, bueno, como lo era Juan J. Linz, respondió hace años que sí, que “un Estado democrático, multinacional, multicultural y multilingüe es posible”. A condición, añadía, de que abandonemos las dos ideas dominantes en los procesos de construcción del Estado y de la nación: “Que todo Estado debe esforzarse por convertirse en un Estado nacional y que toda nación debe aspirar a convertirse en un Estado”. Que abandonemos: se trata, pues, de un abandono más que de una nueva conquista. Un doble abandono, en realidad, pues se refiere al Estado de todos y a la nación de cada cual y a los poderes ejercidos por partidos políticos como titulares del poder del Estado y como gestores de identidades nacionales: una distribución de poder al que se desnudaría de simbólicas legitimaciones nacionales, siempre excluyentes, nunca inclusivas; y una reorganización del Estado, concluía Linz, que no puede responder a criterios homogéneos ya que intenta dar respuesta a demandas distintas.
De acuerdo, es más fácil decirlo que hacerlo, porque la tarea que tenemos por delante consiste en una nueva redistribución de un poder asentado en bases institucionales consolidadas, las desarrolladas a partir de la ahora denostada Constitución de 1978. Pero aunque sea cierto que piedra tirada no vuelve al puño, y muchas piedras nos hemos arrojado a la cabeza en los últimos años, merece la pena intentarlo, porque solo una cosa es cierta: encerrarse en la negación absoluta a toda clase de reformas en el orden constitutivo —como Juan Valera criticaba de Cea Bermúdez— es el mejor camino hacia el desastre.
Habrá que intentarlo, pues, y para ello tendríamos que aprender a entendernos y sentirnos no tanto como miembros de tal o cual nación sino como ciudadanos de un Estado democrático y multinacional que no conoce fronteras interiores marcadas por identidades homogéneas, divididas y excluyentes. Nadie dice que sea fácil, pero quizá, para iniciar el aprendizaje, no resulte superfluo echar una mirada atrás, crítica, pero no por eso derogatoria, a la Constitución que nos devolvió la convivencia en libertad y nos inició en el camino de la autonomía como ciudadanos de un mismo Estado democrático.
(*) Santos Juliá es historiador.
Fotografía: LB, Asamblea Nacional, 21/10/14.
BREVE NOTA LB: La imagen se refiere a la asistencia de los artistas de TV (o un canal local), reconociendo la sancionada ley que los protege. Todo un espectáculo en el parlamento: demagogia para un instrumento insustentable. Escasa sobriedad.
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Santos Juliá
viernes, 11 de julio de 2014
DE LA ESCASA IMPORTANCIA
EL PAÍS, Madrid, 11 de julio de 2014
LA CUARTA PÁGINA
Porque me da la gana
La Constitución de 1978 está siendo cuestionada por nuevos extremismos y viejas intolerancias. La crisis económica, los egoísmos autonómicos y el aumento del sectarismo de partida han provocado grandes grietas
Nicolas Redondo Terreros
En ningún país de nuestro entorno sería posible plantear el reto que las instituciones catalanas han planteado al Estado español. Ni en Francia ni en Alemania, ni siquiera en la desordenada Italia sería imaginable una acción como la planteada por la clase dominante catalana. Y tampoco sería previsible que se manifestara en esos países el desapego que muestran el resto de los españoles ante cuestión de tamaña envergadura. La reacción indiferente no era imprevisible, por no ser una novedad; ya Américo Castro escribía a su veterano maestro Menéndez Pidal lo siguiente: “No hay en España otra problemática más grave que la de su unidad, precisamente por la gran cantidad de españoles a quienes importa muy poco”.
El caso británico o el escocés, para entendernos, es un argumento más y mejor para mantener mi tesis. No sólo es radical la diferencia entre las vicisitudes históricas de los británicos y las nuestras —los escoceses fueron un reino que combatió contra Inglaterra y defendió su personalidad política y cultural hasta principios del siglo XVIII, mientras que Cataluña nunca existió sola. Jaime I de Aragón en el siglo XIII acudió en ayuda del rey de Castilla para sofocar la rebelión de los musulmanes de Murcia. Tres razones adujo El Conquistador: “Por servir a Dios”, la primera; “para salvar a España”, la segunda, y la última porque “ellos ganasen el honor y la prez de salvarla”—.
En Gran Bretaña sería igualmente imposible plantear un golpe a las leyes y a las normas de la magnitud que ha planteado el soberanismo catalán…; sería imposible, como en los países mencionados anteriormente, manifestar una deserción de la ley por los mismos representantes de las instituciones.
El caso escocés no hace más que remarcar las peculiaridades negativas del nacionalismo catalán y de quienes, en el resto de España, se apresuran a recurrir a la arbitrariedad, al trato casuístico del asunto, para encontrar soluciones que tranquilicen, aunque fuese transitoriamente, a los independentistas; soluciones basadas en acuerdos políticos, sin importar mucho que pudieran convertirse en verdaderos fraudes de ley que vaciaran de contenido las leyes existentes. Es decir, en contraposición, los catalanes y el resto de los españoles nos dibujamos como una unidad muy definida, que no reacciona con la objetividad de quienes creen que las leyes obligan por igual a todos, y que convierten el magma del pueblo, con sus impulsos y pasiones, en una comunidad, tal y como la entienden desde hace siglos las sociedades de nuestro entorno.
El caso escocés no hace más que remarcar las peculiaridades negativas del nacionalismo catalán
En toda España, saltarse la ley, burlar la norma o driblar la pragmática ha sido desde siempre asunto y cuestión para presumir. Menéndez Pidal señalaba que tal peculiaridad ya era recogida y blasonada en nuestro teatro nacional: “El teatro nacional asocia a las más poderosas emociones dramáticas el sentimiento de justicia, sobre todo cuando esta se realiza por cima de la literal legalidad en beneficio de casos individuales… Juicios salomónicos en el que el albedrío, fuera de toda ley estricta, saca victoriosa la equidad de entre las dificultades que la estorban” y menciona a modo de ejemplo El mejor alcalde, el rey, Fuenteovejuna, Peribáñez o El alcalde de Zalamea. ¡Sí!, porque poco importa si damos la espalda a la ley para provecho propio o en la búsqueda de una justicia abstracta o una equidad interpretable. El hecho relevante en Madrid y Barcelona es que dar la espalda a la norma, buscar ejemplaridad en su aplicación, clamar por la justicia en contra de la aplicación de la ley no es excepción.
Son muchos más los ejemplos que podemos exponer de esta falta de sujeción a las normas. En la historia de España el conseguir burlar la ley ha sido cosa alabada, de mérito, porque entre la ley y nosotros, cada uno de nosotros, estuvo Dios, el Rey o la necesidad de defender la religión católica, confundida con los intereses civiles del reino; y ahora, en los tiempos modernos, se interponen nuestras respectivas ideologías o intereses revestidos de trascendencia política o la simple y gozosa picaresca, cuando los intereses son personales.
Nunca tuvimos impresión de hacer daño, porque el daño se inflige a una persona, a un individuo con nombre y apellido; es imposible, desde nuestra perspectiva individualista, hacérselo a una comunidad, entendida como una organización social perdurable que persigue objetivos plausibles y materiales de bienestar social. La comunidad así entendida es muy diferente a las expresiones, más o menos sólidas, de populismo, tan frecuentes en nuestra historia y que han dado al arte y la literatura obras inmortales o han sido origen y causa de nuestra aventura americana, pero que a la hora de construir una comunidad han sido una endiablada cadena que nos ha mantenido lejos de la razón, confundiendo lo posible con lo irrealizable, lo trascendente y lo terrenal, lo real y lo imaginado.
La consecuencia de esta confusión ha sido una sociedad en la que el respeto a la ley positiva, la elaborada por el legislador, no ha sido la única referencia, compartiendo su relevancia con la religión en las filas conservadoras, la historia imaginada en las de los nacionalistas, la ejemplaridad moral entre los Savonarolas de turno, o la utopía decimonónica para los conservadores de izquierdas, que también los hay.
La Constitución de 1978 fue un intento de torcer el brazo a nuestra historia, alejándonos por igual de la mezcla de religión e imperio de unos y de la quimera revolucionaria de los otros. La moderación, el pragmatismo, la laicidad política, la transformación del enemigo en adversario, el reconocimiento confiado de las diferencias fraguadas en una historia común, fueron las señas de identidad de aquel experimento, hoy cuestionado por nuevos extremismos y viejas intolerancias.
La crisis económica, los egoísmos autonómicos, el debilitamiento de la legitimidad institucional y el aumento del sectarismo de partida, han provocado grandes grietas en la experiencia de 1978, han hecho reaparecer el cuestionamiento de las leyes, el conocido y despreciable “porque a mí me da la gana”. Los idearios nacionalistas que sólo tienen sentido en la negación y el rechazo de los otros, la política como un ejercicio sectario en la búsqueda de la satisfacción de los instintos más básicos de la parroquia, la consideración del yo como expresión de un populismo incivil y no de un individualismo positivo, por encima de la comunidad, son otros ejemplos de la crisis política.
Esto es así para desgracia de todos, también para los nacionalistas catalanes porque se han convertido en pertinaces albaceas de una historia que creímos que no volvería a repetirse y creen, sin embargo, representar la modernidad más avanzada; pero también para el resto de los españoles, porque unos están dispuestos a refugiarse en la arbitrariedad, en la búsqueda de soluciones de “apaciguamiento temporal” que les proporcione una tranquilidad de conciencia que no heredarán sus hijos, y otros porque vemos peligrar una excepcional aventura de concordia social y divergencia política inteligente, que comenzó con la ilusión y la esperanza de la mayoría de nuestra sociedad.
No prescribo que las cosas queden como están. La que ha sido nuestra historia común, que siempre defenderé, no tiene por qué ser cadena para el futuro. Pero lo que tenga que ser, que sea desde el respeto a la ley, sin dar la espalda a las normas aprobadas democráticamente, sin refugiarnos en una arbitrariedad, que, se justifique como se justifique, no deja de ser una vuelta a lo peor de nuestro pasado.
La última garantía de que sigamos el camino iniciado con la Constitución de 1978, que ha sido quien nos ha acercado a los países de nuestro entorno, es que el debate sea público y tolerante en el resto de España, que lo es, pero también en Cataluña; y que los dirigentes respeten la ley sin miedo a aplicarla o a cambiarla y sin buscar ejemplaridad. Pero sobre todas las garantías necesarias para solucionar los problemas que plantea una sociedad en el siglo XXI se erige el derecho de una sociedad a decidir su futuro y hasta ahora no conocemos una sociedad distinta a la española, avalada su existencia por la historia y por la aprobación en el año 1978 de una Constitución que define muy precisamente el sujeto de la soberanía y, por tanto, de la decisión.
(*) Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad.
Ilustración: Eduardo Estrada.
LA CUARTA PÁGINA
Porque me da la gana
La Constitución de 1978 está siendo cuestionada por nuevos extremismos y viejas intolerancias. La crisis económica, los egoísmos autonómicos y el aumento del sectarismo de partida han provocado grandes grietas
Nicolas Redondo Terreros
En ningún país de nuestro entorno sería posible plantear el reto que las instituciones catalanas han planteado al Estado español. Ni en Francia ni en Alemania, ni siquiera en la desordenada Italia sería imaginable una acción como la planteada por la clase dominante catalana. Y tampoco sería previsible que se manifestara en esos países el desapego que muestran el resto de los españoles ante cuestión de tamaña envergadura. La reacción indiferente no era imprevisible, por no ser una novedad; ya Américo Castro escribía a su veterano maestro Menéndez Pidal lo siguiente: “No hay en España otra problemática más grave que la de su unidad, precisamente por la gran cantidad de españoles a quienes importa muy poco”.
El caso británico o el escocés, para entendernos, es un argumento más y mejor para mantener mi tesis. No sólo es radical la diferencia entre las vicisitudes históricas de los británicos y las nuestras —los escoceses fueron un reino que combatió contra Inglaterra y defendió su personalidad política y cultural hasta principios del siglo XVIII, mientras que Cataluña nunca existió sola. Jaime I de Aragón en el siglo XIII acudió en ayuda del rey de Castilla para sofocar la rebelión de los musulmanes de Murcia. Tres razones adujo El Conquistador: “Por servir a Dios”, la primera; “para salvar a España”, la segunda, y la última porque “ellos ganasen el honor y la prez de salvarla”—.
En Gran Bretaña sería igualmente imposible plantear un golpe a las leyes y a las normas de la magnitud que ha planteado el soberanismo catalán…; sería imposible, como en los países mencionados anteriormente, manifestar una deserción de la ley por los mismos representantes de las instituciones.
El caso escocés no hace más que remarcar las peculiaridades negativas del nacionalismo catalán y de quienes, en el resto de España, se apresuran a recurrir a la arbitrariedad, al trato casuístico del asunto, para encontrar soluciones que tranquilicen, aunque fuese transitoriamente, a los independentistas; soluciones basadas en acuerdos políticos, sin importar mucho que pudieran convertirse en verdaderos fraudes de ley que vaciaran de contenido las leyes existentes. Es decir, en contraposición, los catalanes y el resto de los españoles nos dibujamos como una unidad muy definida, que no reacciona con la objetividad de quienes creen que las leyes obligan por igual a todos, y que convierten el magma del pueblo, con sus impulsos y pasiones, en una comunidad, tal y como la entienden desde hace siglos las sociedades de nuestro entorno.
El caso escocés no hace más que remarcar las peculiaridades negativas del nacionalismo catalán
En toda España, saltarse la ley, burlar la norma o driblar la pragmática ha sido desde siempre asunto y cuestión para presumir. Menéndez Pidal señalaba que tal peculiaridad ya era recogida y blasonada en nuestro teatro nacional: “El teatro nacional asocia a las más poderosas emociones dramáticas el sentimiento de justicia, sobre todo cuando esta se realiza por cima de la literal legalidad en beneficio de casos individuales… Juicios salomónicos en el que el albedrío, fuera de toda ley estricta, saca victoriosa la equidad de entre las dificultades que la estorban” y menciona a modo de ejemplo El mejor alcalde, el rey, Fuenteovejuna, Peribáñez o El alcalde de Zalamea. ¡Sí!, porque poco importa si damos la espalda a la ley para provecho propio o en la búsqueda de una justicia abstracta o una equidad interpretable. El hecho relevante en Madrid y Barcelona es que dar la espalda a la norma, buscar ejemplaridad en su aplicación, clamar por la justicia en contra de la aplicación de la ley no es excepción.
Son muchos más los ejemplos que podemos exponer de esta falta de sujeción a las normas. En la historia de España el conseguir burlar la ley ha sido cosa alabada, de mérito, porque entre la ley y nosotros, cada uno de nosotros, estuvo Dios, el Rey o la necesidad de defender la religión católica, confundida con los intereses civiles del reino; y ahora, en los tiempos modernos, se interponen nuestras respectivas ideologías o intereses revestidos de trascendencia política o la simple y gozosa picaresca, cuando los intereses son personales.
Nunca tuvimos impresión de hacer daño, porque el daño se inflige a una persona, a un individuo con nombre y apellido; es imposible, desde nuestra perspectiva individualista, hacérselo a una comunidad, entendida como una organización social perdurable que persigue objetivos plausibles y materiales de bienestar social. La comunidad así entendida es muy diferente a las expresiones, más o menos sólidas, de populismo, tan frecuentes en nuestra historia y que han dado al arte y la literatura obras inmortales o han sido origen y causa de nuestra aventura americana, pero que a la hora de construir una comunidad han sido una endiablada cadena que nos ha mantenido lejos de la razón, confundiendo lo posible con lo irrealizable, lo trascendente y lo terrenal, lo real y lo imaginado.
La consecuencia de esta confusión ha sido una sociedad en la que el respeto a la ley positiva, la elaborada por el legislador, no ha sido la única referencia, compartiendo su relevancia con la religión en las filas conservadoras, la historia imaginada en las de los nacionalistas, la ejemplaridad moral entre los Savonarolas de turno, o la utopía decimonónica para los conservadores de izquierdas, que también los hay.
La Constitución de 1978 fue un intento de torcer el brazo a nuestra historia, alejándonos por igual de la mezcla de religión e imperio de unos y de la quimera revolucionaria de los otros. La moderación, el pragmatismo, la laicidad política, la transformación del enemigo en adversario, el reconocimiento confiado de las diferencias fraguadas en una historia común, fueron las señas de identidad de aquel experimento, hoy cuestionado por nuevos extremismos y viejas intolerancias.
La crisis económica, los egoísmos autonómicos, el debilitamiento de la legitimidad institucional y el aumento del sectarismo de partida, han provocado grandes grietas en la experiencia de 1978, han hecho reaparecer el cuestionamiento de las leyes, el conocido y despreciable “porque a mí me da la gana”. Los idearios nacionalistas que sólo tienen sentido en la negación y el rechazo de los otros, la política como un ejercicio sectario en la búsqueda de la satisfacción de los instintos más básicos de la parroquia, la consideración del yo como expresión de un populismo incivil y no de un individualismo positivo, por encima de la comunidad, son otros ejemplos de la crisis política.
Esto es así para desgracia de todos, también para los nacionalistas catalanes porque se han convertido en pertinaces albaceas de una historia que creímos que no volvería a repetirse y creen, sin embargo, representar la modernidad más avanzada; pero también para el resto de los españoles, porque unos están dispuestos a refugiarse en la arbitrariedad, en la búsqueda de soluciones de “apaciguamiento temporal” que les proporcione una tranquilidad de conciencia que no heredarán sus hijos, y otros porque vemos peligrar una excepcional aventura de concordia social y divergencia política inteligente, que comenzó con la ilusión y la esperanza de la mayoría de nuestra sociedad.
No prescribo que las cosas queden como están. La que ha sido nuestra historia común, que siempre defenderé, no tiene por qué ser cadena para el futuro. Pero lo que tenga que ser, que sea desde el respeto a la ley, sin dar la espalda a las normas aprobadas democráticamente, sin refugiarnos en una arbitrariedad, que, se justifique como se justifique, no deja de ser una vuelta a lo peor de nuestro pasado.
La última garantía de que sigamos el camino iniciado con la Constitución de 1978, que ha sido quien nos ha acercado a los países de nuestro entorno, es que el debate sea público y tolerante en el resto de España, que lo es, pero también en Cataluña; y que los dirigentes respeten la ley sin miedo a aplicarla o a cambiarla y sin buscar ejemplaridad. Pero sobre todas las garantías necesarias para solucionar los problemas que plantea una sociedad en el siglo XXI se erige el derecho de una sociedad a decidir su futuro y hasta ahora no conocemos una sociedad distinta a la española, avalada su existencia por la historia y por la aprobación en el año 1978 de una Constitución que define muy precisamente el sujeto de la soberanía y, por tanto, de la decisión.
(*) Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad.
Ilustración: Eduardo Estrada.
viernes, 6 de septiembre de 2013
SIN TABÚES
EL PAÍS, Madrid, 8 de mayo de 2013
TRIBUNA
Las Fuerzas Armadas en una nueva Constitución
La eventual reforma de la Carta Magna debe incluir un nuevo tratamiento de los asuntos militares
Javier García Fernández
Cuando se reforme la Constitución no debería faltar un nuevo tratamiento de las Fuerzas Armadas. Antes de identificar artículos concretos, veamos los criterios aplicables a la regulación constitucional de las Fuerzas Armas y de la Defensa. Tres criterios emergen para aplicar en la reforma:
» La experiencia de la aplicación de los artículos “militares” de la Constitución. Desde 1978 se conocen la eficacia jurídica y la proyección social de los preceptos constitucionales. Cuando surgen tensiones territoriales, ciertos militares retirados, en la reserva (o con vocación de pasar rápidamente a esta) invocan el artículo 8º con interpretaciones peregrinas o proclives a la autonomía política de las Fuerzas Armadas. Además, el artículo 63.3, que regula la declaración de guerra, es inaplicable y el artículo 30 sobre las obligaciones militares de los españoles está obsoleto.
» La jurisprudencia constitucional. Esta jurisprudencia se limita a los derechos de los militares profesionales, pero hay una sentencia que destaca sobre todas, la 219/2001, de 31 de octubre, que abrió la puerta a la creación de asociaciones de militares profesionales.
» La orientación de la legislación militar. Desde 1978 muchas leyes han regulado los temas militares. Las leyes más importantes que han configurado el régimen jurídico de las Fuerzas Armadas son la Ley Orgánica de la Defensa Nacional de 2005, la Ley de la Carrera Militar de 2007 y la Ley Orgánica de Derechos y Deberes de los Miembros de las Fuerzas Armadas de 2011. Al lado de estas normas recientes no podemos olvidar, por su incidencia sobre materias constitucionales, la Ley Orgánica de Abolición de la Pena de Muerte en Tiempo de Guerra de 1995 y la Ley de Régimen del Personal de las Fuerza Armadas de 1999, que puso fin al servicio militar. Estas leyes han formado un corpus normativo completo que señala las atribuciones de cada órgano en materia de Defensa y el alcance de los derechos fundamentales de los militares.
El nuevo texto debe consagrar el control parlamentario de las operaciones en el exterior
El primer artículo, el más importante y más invocado, es el artículo 8º, que establece que las Fuerzas Armadas tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. Este artículo está ubicado en el Título Preliminar, que contiene los grandes principios y describe los sujetos de la vida política. El Preliminar es uno de los títulos cuya reforma necesita un procedimiento agravado, lo que no significa, como se dice interesadamente, que el artículo 8º se sitúe jerárquicamente por encima de otros preceptos, como el 97, que establece que el Gobierno dirige la Administración militar y la defensa del Estado: los procedimientos de reforma de los artículos de la Constitución no establecen una jerarquía entre los artículos, sino una vía más larga o más corta de revisión, pues en el texto constitucional no puede haber preeminencia entre artículos.
Hay que recordar la gran semejanza del artículo 8º con el artículo 37 de la Ley Orgánica del Estado de 1967, a pesar de que no había antecedentes porque siempre se evitó señalar las funciones de las Fuerzas Armadas, salvo en la Constitución de 1812. Se puede entender que este artículo sirviera para aplacar a unos militares que aún no habían cortado sentimentalmente con el franquismo o que ese precepto, conectado al artículo 62.h), que atribuye al Rey el mando supremo de las Fuerzas Armadas, se concibiera como un instrumento adicional en manos del Monarca si surgía algún conflicto militar.
Hoy no está justificado un artículo con ese tenor en el Título Preliminar. Las Fuerzas Armadas, como parte de la Administración del Estado, no pueden aparecer junto a los partidos, sindicatos y organizaciones empresariales, porque la Administración está al servicio de la sociedad y debe tener otra ubicación. El artículo 8º debe salir del Título Preliminar para situarse en el Título IV, dedicado al Gobierno y a la Administración, en una posición fronteriza al artículo 104, dedicado a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Aunque el actual precepto no dice que las Fuerzas Armadas actúan sin dirección política (como olvidan los que propugnan sibilinamente la autonomía militar, plena o limitada), el nuevo artículo debe recordar que los Ejércitos actúan a las órdenes o bajo la dependencia del Gobierno, como reza el artículo 104.
En segundo lugar, hay que ver las referencias a la guerra que contiene la Constitución. El artículo 15 declaró abolida la pena de muerte salvo lo que pudieran disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra, pero la Ley Orgánica 11/1995 abolió la pena de muerte en tiempo de guerra, por lo que debería llevarse esta abolición a la Constitución. El artículo 63.3 atribuye al Rey, previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz pero la guerra es incompatible, con la Carta de Naciones Unidas, por lo que hay que corregir este anacronismo. Lo mismo puede decirse del artículo 169 que prohíbe iniciar la reforma constitucional en tiempo de guerra. Si la guerra es ya una situación de facto, no jurídica, la reforma constitucional no debe quedar condicionada a situaciones de facto de interpretación discrecional.
Hay anacronismos, como las alusiones a la pena de muerte o ala declaración de guerra
Tenemos también el derecho y el deber de defender a España del artículo 30. Cuando la Ley de Régimen del Personal de 1999 suprimió el servicio militar obligatorio, se abrió una situación que solo se recompuso con la Ley de Tropa y Marinería de 2006. Hay que acomodar el artículo 30 a la situación social asumida desde 1999, sin cerrar la puerta a llamamientos extraordinarios, como hace la Ley de la Carrera Militar de 2007 con la figura del reservista obligatorio.
Por último, las referencias de la Constitución al Gobierno y a la Administración deben revisarse. El artículo 97 dice que el Gobierno dirige “la Administración civil y militar”, lo que configura dos Administraciones que parecen distintas, lo que no es así. Además, ¿el Gobierno solo dirige la Administración militar y no el conjunto de las Fuerzas Armadas? El artículo 97 debe retocarse. También habrá que corregir el artículo 26, que prohíbe los Tribunales de Honor en el ámbito de la Administración civil sin impedir su funcionamiento en la Administración militar. Y habrá que examinar si no extendemos la prohibición de sanciones que impliquen la privación de libertad, que el artículo 25.3 establece para la Administración civil, a esa Administración militar. Finalmente, aunque ya esté regulado en la Ley Orgánica de la Defensa Nacional de 2005, debería constitucionalizarse el control parlamentario de las operaciones en el exterior, pues la experiencia nos muestra que los Gobiernos suelen sentirse incómodos con ests debates parlamentarios.
(*) Javier García Fernández es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense de Madrid.
Fotografía: Tomada de la red de redes.
TRIBUNA
Las Fuerzas Armadas en una nueva Constitución
La eventual reforma de la Carta Magna debe incluir un nuevo tratamiento de los asuntos militares
Javier García Fernández
Cuando se reforme la Constitución no debería faltar un nuevo tratamiento de las Fuerzas Armadas. Antes de identificar artículos concretos, veamos los criterios aplicables a la regulación constitucional de las Fuerzas Armas y de la Defensa. Tres criterios emergen para aplicar en la reforma:
» La experiencia de la aplicación de los artículos “militares” de la Constitución. Desde 1978 se conocen la eficacia jurídica y la proyección social de los preceptos constitucionales. Cuando surgen tensiones territoriales, ciertos militares retirados, en la reserva (o con vocación de pasar rápidamente a esta) invocan el artículo 8º con interpretaciones peregrinas o proclives a la autonomía política de las Fuerzas Armadas. Además, el artículo 63.3, que regula la declaración de guerra, es inaplicable y el artículo 30 sobre las obligaciones militares de los españoles está obsoleto.
» La jurisprudencia constitucional. Esta jurisprudencia se limita a los derechos de los militares profesionales, pero hay una sentencia que destaca sobre todas, la 219/2001, de 31 de octubre, que abrió la puerta a la creación de asociaciones de militares profesionales.
» La orientación de la legislación militar. Desde 1978 muchas leyes han regulado los temas militares. Las leyes más importantes que han configurado el régimen jurídico de las Fuerzas Armadas son la Ley Orgánica de la Defensa Nacional de 2005, la Ley de la Carrera Militar de 2007 y la Ley Orgánica de Derechos y Deberes de los Miembros de las Fuerzas Armadas de 2011. Al lado de estas normas recientes no podemos olvidar, por su incidencia sobre materias constitucionales, la Ley Orgánica de Abolición de la Pena de Muerte en Tiempo de Guerra de 1995 y la Ley de Régimen del Personal de las Fuerza Armadas de 1999, que puso fin al servicio militar. Estas leyes han formado un corpus normativo completo que señala las atribuciones de cada órgano en materia de Defensa y el alcance de los derechos fundamentales de los militares.
El nuevo texto debe consagrar el control parlamentario de las operaciones en el exterior
El primer artículo, el más importante y más invocado, es el artículo 8º, que establece que las Fuerzas Armadas tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. Este artículo está ubicado en el Título Preliminar, que contiene los grandes principios y describe los sujetos de la vida política. El Preliminar es uno de los títulos cuya reforma necesita un procedimiento agravado, lo que no significa, como se dice interesadamente, que el artículo 8º se sitúe jerárquicamente por encima de otros preceptos, como el 97, que establece que el Gobierno dirige la Administración militar y la defensa del Estado: los procedimientos de reforma de los artículos de la Constitución no establecen una jerarquía entre los artículos, sino una vía más larga o más corta de revisión, pues en el texto constitucional no puede haber preeminencia entre artículos.
Hay que recordar la gran semejanza del artículo 8º con el artículo 37 de la Ley Orgánica del Estado de 1967, a pesar de que no había antecedentes porque siempre se evitó señalar las funciones de las Fuerzas Armadas, salvo en la Constitución de 1812. Se puede entender que este artículo sirviera para aplacar a unos militares que aún no habían cortado sentimentalmente con el franquismo o que ese precepto, conectado al artículo 62.h), que atribuye al Rey el mando supremo de las Fuerzas Armadas, se concibiera como un instrumento adicional en manos del Monarca si surgía algún conflicto militar.
Hoy no está justificado un artículo con ese tenor en el Título Preliminar. Las Fuerzas Armadas, como parte de la Administración del Estado, no pueden aparecer junto a los partidos, sindicatos y organizaciones empresariales, porque la Administración está al servicio de la sociedad y debe tener otra ubicación. El artículo 8º debe salir del Título Preliminar para situarse en el Título IV, dedicado al Gobierno y a la Administración, en una posición fronteriza al artículo 104, dedicado a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Aunque el actual precepto no dice que las Fuerzas Armadas actúan sin dirección política (como olvidan los que propugnan sibilinamente la autonomía militar, plena o limitada), el nuevo artículo debe recordar que los Ejércitos actúan a las órdenes o bajo la dependencia del Gobierno, como reza el artículo 104.
En segundo lugar, hay que ver las referencias a la guerra que contiene la Constitución. El artículo 15 declaró abolida la pena de muerte salvo lo que pudieran disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra, pero la Ley Orgánica 11/1995 abolió la pena de muerte en tiempo de guerra, por lo que debería llevarse esta abolición a la Constitución. El artículo 63.3 atribuye al Rey, previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz pero la guerra es incompatible, con la Carta de Naciones Unidas, por lo que hay que corregir este anacronismo. Lo mismo puede decirse del artículo 169 que prohíbe iniciar la reforma constitucional en tiempo de guerra. Si la guerra es ya una situación de facto, no jurídica, la reforma constitucional no debe quedar condicionada a situaciones de facto de interpretación discrecional.
Hay anacronismos, como las alusiones a la pena de muerte o ala declaración de guerra
Tenemos también el derecho y el deber de defender a España del artículo 30. Cuando la Ley de Régimen del Personal de 1999 suprimió el servicio militar obligatorio, se abrió una situación que solo se recompuso con la Ley de Tropa y Marinería de 2006. Hay que acomodar el artículo 30 a la situación social asumida desde 1999, sin cerrar la puerta a llamamientos extraordinarios, como hace la Ley de la Carrera Militar de 2007 con la figura del reservista obligatorio.
Por último, las referencias de la Constitución al Gobierno y a la Administración deben revisarse. El artículo 97 dice que el Gobierno dirige “la Administración civil y militar”, lo que configura dos Administraciones que parecen distintas, lo que no es así. Además, ¿el Gobierno solo dirige la Administración militar y no el conjunto de las Fuerzas Armadas? El artículo 97 debe retocarse. También habrá que corregir el artículo 26, que prohíbe los Tribunales de Honor en el ámbito de la Administración civil sin impedir su funcionamiento en la Administración militar. Y habrá que examinar si no extendemos la prohibición de sanciones que impliquen la privación de libertad, que el artículo 25.3 establece para la Administración civil, a esa Administración militar. Finalmente, aunque ya esté regulado en la Ley Orgánica de la Defensa Nacional de 2005, debería constitucionalizarse el control parlamentario de las operaciones en el exterior, pues la experiencia nos muestra que los Gobiernos suelen sentirse incómodos con ests debates parlamentarios.
(*) Javier García Fernández es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense de Madrid.
Fotografía: Tomada de la red de redes.
jueves, 1 de septiembre de 2011
REFORM(H)ABILIDAD

EL PAÍS, Madrid, 29/08/11
Una Constitución dura de reformar
Más de 82.000 personas piden un referéndum para imponer un techo al déficit público - Los políticos españoles son reacios a retocar la Carta Magna y a hacer consultas populares
FERNANDO J. PÉREZ
El pasado martes, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, anunció en el Congreso, para sorpresa de todos, que había pactado con el PP la reforma de la Constitución para introducir en ella el criterio de estabilidad presupuestaria, lo que facilita el límite al déficit público. Durante toda la semana, los partidos mayoritarios han negociado a matacaballo un texto que registraron en el Congreso para su toma en consideración en el pleno de mañana. La reforma ha expuesto crudamente dos de las más arraigadas tradiciones del derecho político español. La extrema celeridad con que se va a modificar el texto constitucional contrasta con la habitual alergia de los dirigentes españoles a emprender reformas de calado de la Ley Fundamental, como la que modifique el papel del Senado o la que suprima la prevalencia del hombre en la sucesión a la Corona.
Cinco firmas por segundo en Internet para lograr la consulta popular
Peces-Barba: "No hay que dar vueltas a un acuerdo que goza de mayoría"
Pérez Royo: "La consulta muchas veces es un arma que carga el diablo"
Llamazares: "El PSOE no se ha curado aún de la consulta de la OTAN"
Una catedrática cree que la mayoría parlamentaria ya da garantía democrática
La reforma de la Ley Fundamental que planteó el PSOE duerme en un cajón
Navarro: "España es una de las democracias menos participativas"
Esta aversión a los cambios choca, además, con la relativa naturalidad con la que otros países europeos ponen al día sus normas básicas. "En España nuestra tradición en materia de reforma constitucional es que no hay reforma. Aquí, si se quiere cambiar la Constitución se cambia directamente de Constitución, y esa es una tradición muy mala", afirma Roberto Blanco, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago de Compostela, que resume la opinión de sus colegas catedráticos consultados por este periódico.
La segunda costumbre hispánica que ha revelado la reforma exprés es la escasa afición al referéndum como forma de ratificación de los acuerdos políticos. En este caso, el hábito es compartido con la inmensa mayoría de las democracias occidentales con la excepción de Suiza, un destino bastante exótico en materia de organización política, y de algunos estados de EE UU, como California. Sin embargo, esta vez el hecho de que la modificación constitucional del techo de gasto se tramite por el procedimiento ordinario previsto en su artículo 167, que excluye la posibilidad de consulta popular a menos que lo soliciten un 10% de diputados o senadores, ha puesto en pie de guerra a la izquierda minoritaria. También ha desatado un notable movimiento de protesta en Internet.
Al cierre de esta edición 82.177 personas habían firmado un manifiesto, promovido por el catedrático de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Pompeu Fabra Vicenç Navarro, para exigir a los portavoces de los grupos parlamentarios en el Congreso y el Senado que fuercen la convocatoria del referéndum vinculante sobre la reforma de la Constitución. En la iniciativa, colgada en la página web www.actuable.es, Navarro afirma que "la democracia española es de las menos participativas de las existentes en la Unión Europea" y hace un llamamiento al Movimiento del 15-M a secundar la protesta pro consulta popular. También en el magma opinativo de las redes sociales, en especial en Twitter, la petición del referéndum ha sido tema destacado. Las firmas de Internet carecen de validez jurídica, pero simbolizan la presión a los parlamentarios, los únicos que pueden forzar un referéndum para cambiar la Constitución. Ayer, en Madrid, unas 1.500 personas se manifestaron para pedir un referéndum para la reforma constitucional y había actos convocados en otras ciudades.
Los catedráticos discrepan abiertamente sobre la conveniencia de llevar a la Constitución una reforma que incluya el techo de gasto y sobre la fórmula sumarísima que se ha escogido. Sin embargo, todos coinciden en que se trata de una cuestión "muy técnica" que "en principio" no requeriría pasar por un referéndum.
Gregorio Peces-Barba, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III y uno de los siete padres de la Constitución de 1978 a propuesta del PSOE, se muestra favorable a la reforma y considera que "no tiene mucho sentido estar dando vueltas a algo en lo que están de acuerdo aquellos que tienen mayoría suficiente".
En una línea parecida se manifiesta Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla. Para él, la reforma del artículo 135 de la Ley Fundamental registrada esta pasada semana "no es propiamente una reforma sino que es la constitucionalización de una situación de emergencia económica". Según él, los plazos para la convocatoria y la celebración de un referéndum supondrían una "cierta contradicción" con una actuación que se pretende perentoria.
"Pongamos que se convoca un referéndum y sale que no. Ahí transmitiríamos el contramensaje más fuerte que podemos transmitir. Si pasara eso, no me querría imaginar con qué prima de riesgo iba a colocar España su deuda", afirma Pérez Royo.
El jurista sevillano tira de derecho comparado y de historia europea reciente y pasada para sopesar el riesgo de una consulta popular. "El referéndum es un arma que carga el diablo, porque muchas veces se utiliza como arma de los ciudadanos para protestar contra el poder constituido. (...) En España, el referéndum sobre la permanencia en la OTAN de 1986 se ganó, pero por muy poco. En Francia es casi una tradición que el Gobierno los pierda: perdió el de mayo de 1946 sobre la Constitución de la IV República; el referéndum constitucional de abril de 1969, lo que forzó la renuncia de Charles de Gaulle; y en 2005, el de ratificación de la Constitución europea. En este tiempo, los únicos que se aprueban en Francia son el de la V República, de 1958, el de la elección del presidente por sufragio universal y más adelante el del Tratado de Maastricht, aunque este solo con el 50,2% de votos favorables", recuerda el catedrático.
La tradición del referéndum no se da en muchos países, prosigue Pérez Royo: "En Estados Unidos los referendos solo son estatales, los federales están prohibidos, y tienen más papel de iniciativa legislativa que de actuación jurídica. Suiza es la excepción y no sirve como punto de referencia. Allí, aunque hay multitud de consultas, la participación suele ser mucho más baja que la registrada en España con los referendos de estatutos de autonomía. En Alemania lo tienen constitucionalmente prohibido y en el Reino Unido no se hace prácticamente nunca, creo que solo una vez desde la II Guerra Mundial".
El miedo a que los votantes rechacen la propuesta de fijar un techo de gasto en la Constitución es, según el diputado Gaspar Llamazares, la clave que explica la no convocatoria del referéndum. "Es poco edificante que los partidos mayoritarios hablen de escuchar a la gente y hacer guiños al 15-M y cuando llega la ocasión de demostrar esa voluntad se nieguen sistemáticamente a convocar el referéndum. El PP no los convoca porque lleva en sus genes organizar el partido y el Estado de arriba hacia abajo y el PSOE se curó para muchas décadas tras el escarmiento que sufrió en el referéndum de la OTAN, que todavía le dura", sostiene el diputado de Izquierda Unida. Esta formación ha sido la principal valedora, con UPyD y BNG, de la improbable consulta popular. Posteriormente se ha sumado a la petición el portavoz de CiU, Josep Antoni Duran i Lleida.
Para María Luisa Balaguer, catedrática de Derecho Constitucional de la Universidad de Málaga, la convocatoria del referéndum "no ofrece mayores garantías democráticas" que la ratificación de la reforma de la Constitución por tres quintos de los parlamentarios en el Congreso y el Senado, como obliga la propia Ley Fundamental. En su opinión, el principio de estabilidad presupuestaria que se va a consagrar en el texto constitucional es un "tema muy técnico que se escapa un poco al debate ciudadano". Además, constata, "parece que la urgencia impide una reforma de la Constitución con tanto debate".
Los juristas coinciden en que el referéndum no es necesario en este caso, no solo desde el punto de vista legal sino también desde el político. Las diferencias entre los expertos surgen al analizar el procedimiento utilizado para implantar la reforma. El más duro, sin duda, es Roberto Blanco. El catedrático gallego considera "disparatado" que se plantee la reforma constitucional "sin consenso, a toda velocidad y con la legislatura ya acabada desde que Zapatero anunció la fecha de las elecciones". "Esto va ser un trágala para las minorías, que representan a cinco o seis millones de españoles", prosigue Blanco, "y se corre el riesgo de deslegitimar la Constitución al estirarla y contraerla como un chicle. Si hay tanta urgencia, el presidente del Gobierno debería tener la valentía de decirle al país por qué promueve la reforma, y no se lo ha explicado ni a su propio partido".
Según este catedrático, "la invocación de la urgencia no puede ser una invocación abstracta". Además, considera que en este acuerdo se debió haber contado con la opinión del Consejo de Política Fiscal y Financiera -que reúne a los consejeros de Economía y Hacienda de las regiones- y a la Federación Española de Municipios y Provincias, ya que la reforma afecta al gasto de las comunidades autónomas y las entidades locales.
Enfrente, Peces-Barba recuerda que "la Constitución está para usarla, no es una cosa sagrada e intocable" y opina que "está bien" que se le dé "dignidad constitucional" a la estabilidad presupuestaria. Eso sí, según el redactor de la Ley Fundamental, "se debería garantizar todo el progreso social que se ha logrado en este país en el ámbito de la sanidad, la educación y la seguridad social, sobre todo por los Gobiernos del PSOE". Para Peces-Barba, que la reforma de 2011 no logre el consenso alcanzado en 1978 no supone mayor problema. "Sería mucho mejor que estuvieran todos de acuerdo, pero allá ellos si no lo ven. Eso no debe echar para atrás la reforma", afirma.
Los catedráticos andaluces -Pérez Royo y Balaguer- ocupan una posición intermedia. Para ellos, la introducción del techo de gasto en la Constitución es una medida de urgencia derivada, además, del proceso de construcción europea. "En teoría las constituciones no están concebidas para aplacar a los mercados y su reforma debe hacerse de manera adecuada, pero la necesidad obliga. Si nos encontramos con que los mercados no compran deuda pública española, con que no nos podemos financiar y con que el Estado entra en quiebra, entonces podemos tener la Constitución más bonita que queramos, que no servirá para nada", afirma Javier Pérez Royo. "No me extrañaría que en el azaroso proceso de construcción política europea se tengan que dar muchas más garantías económicas", añade.
La reforma más amplia de la Constitución planteada hasta ahora reposa en un cajón. La llevó José Luis Rodríguez Zapatero en su programa electoral de 2004 y afectaba a cuatro puntos muy concretos: la igualdad del hombre y la mujer en la sucesión en la Jefatura del Estado, la reforma del Senado, la inclusión del nombre de las comunidades autónomas y la mención a la Constitución europea. Sin embargo, la tensión territorial derivada de la reforma de los estatutos de autonomía y el temor a abrir un debate sobre la Corona dieron al traste con el proyecto. El propio Zapatero lo desechó en 2008 tras no lograr el mínimo consenso y el líder del PP, Mariano Rajoy, al ser preguntado por ello esta semana, afirmó que "en el futuro, Dios proveerá". Peces-Barba opina que el PP se negó inicialmente a incorporar estos cambios al texto "porque quieren hacerlos ellos, y eso puede cambiar el sentido de esas reformas, aunque en todo caso necesitarán al PSOE".
Respecto a la poca inclinación de los españoles a reformar la Constitución, Pérez Royo afirma que "es una asignatura pendiente" que nos diferencia del resto de países europeos. "Aquí no reformamos nunca, hacemos una Constitución nueva cuando estamos al borde del abismo o porque no hay más remedio: cuando se muere Franco, con el 14 de abril de 1931 o en 1876, tras la huida de Amadeo de Saboya y la guerra carlista".
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EL PAÍS, Madrid, 29/08/11
Manuel Fraga, el primer ‘indignado’ que exigió el referéndum
El fundador del PP defendió durante los debates constitucionales que toda modificación fuera votada por el pueblo y acusó al PSOE de fomentar la “partitocracia”
PABLO XIMÉNEZ DE SANDOVAL
A la espera del discurso de siete minutos que haga el diputado Gaspar Llamazares en el Congreso de los Diputados, el alegato más serio que se ha hecho en favor de que el pueblo pueda votar las reformas constitucionales data de 1978. Lo firma Manuel Fraga Iribarne, entonces diputado de Alianza Popular (AP) y miembro del grupo de siete personas que redactó el primer borrador de la Constitución que hoy quieren reformar PSOE y PP. Fraga defendió hasta el último minuto que toda reforma constitucional debía ser ratificada en referéndum, con argumentos que muchos encontrarán perfectamente válidos hoy día y que podrían incendiar Twitter. PSOE, PC y UCD le cerraron el paso e impusieron el límite ya conocido: solo habrá referéndum si lo pide el 10% de alguna de las dos Cámaras.
Los debates de entonces son una asombrosa paradoja respecto a la situación actual. Fraga presionó para introducir en el texto elementos de “democracia semidirecta” y acusó a los demás partidos de fomentar una “partitocracia” que podía acabar secuestrando la Constitución. “La voz del pueblo, si no es la voz de Dios, debe decir la última palabra en democracia”, dijo Manuel Fraga, que hoy es senador por Galicia, con 88 años.
La primera versión de la Constitución española de 1978 no dejaba lugar a dudas sobre la necesidad de que los españoles se pronunciaran sobre su reforma. “Las propuestas de reforma constitucional, cuando fueren de carácter parcial, deberán ser aprobadas por la mayoría de los dos tercios de cada Cámara y sometidas a referéndum”. Siempre. Sin excepciones. Así estaba escrito en el artículo 127 del texto que se debatió en la ponencia constitucional del Congreso de los Diputados que se reunió por primera vez hace exactamente 34 años por estas fechas.
Pero el PSOE no estaba dispuesto a que cualquier retoque en la Constitución tuviera que pasar por un referéndum. Le parecía que echaría para atrás a los partidos a la hora de decidirse a perfeccionar la Constitución y, además, podía convertirse incluso en un incordio para el ciudadano. El Grupo Socialista presentó una enmienda, la número 373 de las más de 3.000 enmiendas presentadas, que limitaba el referéndum a que “lo solicite, dentro de los quince días siguientes a su aprobación, una quinta parte de los miembros de una de las Cámaras”. Es decir, prácticamente la redacción que ha llegado hasta hoy, pero con un límite de peticiones aún mayor (harían falta 70 diputados y 52 senadores para convocar referéndum). Posteriormente, lo rebajó sobre la marcha a un 10%.
El PSOE justificó su enmienda con estas palabras: “Exigir un referéndum para toda reforma constitucional no parece necesario y puede ser, incluso, un factor de despolitización de los ciudadanos, si se exige la ratificación para varias y pequeñas reformas. En reformas constitucionales de carácter técnico y no político, no parece conveniente, por tanto, el requisito del referéndum. Por otro lado, con esta enmienda queda garantizado el cumplimiento de ese requisito para aquellos casos en los que una quinta parte de cualquiera de las dos Cámaras así lo pida”.
La enmienda acabó encontrando su sitio en el texto final durante los debates en comisión, con la ayuda del Partido Comunista y la Unión de Centro Democrático. Todos contra Fraga, el ponente de la derechista Alianza Popular.
El debate del Título X (de la reforma constitucional), que se puede consultar en el Diario de Sesiones de la Comisión Constitucional del 20 de junio de 1978 comenzó con el acuerdo de todos los grupos para eliminar por completo la posibilidad de que la Constitución pudiera ser reformada por iniciativa popular.
Fraga, entonces diputado y líder de una minoría conservadora (solo ocho nueve años antes había sido ministro del dictador Francisco Franco), aunque admitía límites a la democracia directa, se quejó con estas palabras: “[Suprimir la iniciativa popular] sería, primero, reforzar la partitocracia; segundo, seguir un concepto de democracia gobernada, más que democracia gobernante, en la clásica distinción que estableció el profesor [Georges] Burdeau; pero, por encima de todo, poner, a lo que debe ser la seguridad y permanencia de la Constitución, un inconveniente, una nueva posibilidad de que cauces cerrados se conviertan en lugares ciegos donde un día la demasía de una crecida de las aguas pueda producir destrozos irreparables”. Fraga utilizó muchas veces esta metáfora de la presa, que si no tiene vías para aliviar la presión del agua, un día acabará destruida por una riada.
El contrincante parlamentario de Fraga era Gregorio Peces-Barba, del PSOE. El diputado socialista, que hoy tiene 73 años, respondió: “No es una democracia semidirecta lo que aquí se plantea, sino fórmulas que recuerdan mucho más a las fórmulas plebiscitarias o incluso a esas agrupaciones de ciudadanos que se producían para aclamar a los líderes de los regímenes autoritarios del General Perón o del General Franco”. Es decir, que los socialistas intentaban blindar la Constitución contra los populismos.
La referencia envenenada a Franco no quedó sin respuesta por parte de Fraga: “Pienso escribir una carta contando esta historia peronista del señor Peces-Barba que va a ser el éxito cómico del año”, dijo para el Diario de Sesiones.
El ponente comunista, Jordi Solé Tura, dio todas las claves de la situación: “Precisamente el problema que tenemos en nuestro país es consolidar un sistema de partidos que es tremendamente precario”. Solé Tura creía que la “democracia semidirecta” también se lograba favoreciendo “la participación, la asociación, el protagonismo del individuo asociado y no el protagonismo del individuo que circunstancialmente se asocia por la vía de las grandes aclamaciones”. Los “grandes actos plebiscitarios se prestan a manipulaciones extraparlamentarias”, advirtió el diputado Solé Tura, fallecido en 2009.
Posteriormente, socialistas, comunistas y centristas de la UCD volvieron a juntar sus votos para eliminar la obligación de referéndum. Sobre la enmienda del PSOE, pusieron el límite del 10%. En apenas unos minutos de intervención, a Fraga le dio tiempo a dudar de la capacidad intelectual de sus colegas, a referirse al derecho romano, citó a Émmanuel-Joseph Sièyes, a Pier Luigi Zampetti y a Antonio Gramsci, para acabar clamando que “suprimir el referéndum obligatorio en todos los casos de reforma constitucional es un nuevo paso atrás en el camino hacia la democracia y un nuevo paso peligroso en la dirección de la partitocracia”.
Fraga rechazaba que, a la hora de reformar la Constitución, hubiera títulos más importantes que otros. Su discurso cobra una actualidad asombrosa cuando dice: “¿Es que el Título VII que establece el modelo económico y social no es importante?”. Precisamente el Título VII, en su artículo 135, es lo que han pactado reformar PSOE y PP sin hacer un referéndum de ratificación.
Aquel 20 de junio, la Comisión Constitucional rechazó los argumentos de Fraga y puso un límite a la iniciativa popular de reforma constitucional y al referéndum de ratificación. En tono conciliador, el diputado de UCD Gabriel Cisneros (que después sería diputado del PP y falleció en 2007) se esforzó por explicarle a Fraga que lo que habían aprobado no era tan grave: “Creemos que el no exigir necesariamente el referéndum (…) por una parte puede tener una significación prudente y realista por evitar el esfuerzo y movilización que supone un referéndum frente a alguna corrección que el curso de los acontecimientos posteriores acredite necesaria (…) por otra parte, el que baste una minoría tan modesta como es la de una décima parte de diputados o senadores para poner en marcha la necesidad del referéndum, es también una cautela prudente que no desnaturaliza y que políticamente no es fácil excluir que esa sea una posibilidad realista, la del ejercicio de ese derecho por una minoría tan poco cualificada de parlamentarios que permitirá, en todo caso, no sustraer al conocimiento general popular una decisión de reforma constitucional que merezca la pena”.
Las razones de unos y otros deben ser entendidas en el contexto histórico de 1978, y sobre todo, en que ninguno de los presentes en aquellos debates se podía imaginar que el texto aprobado definitivamente el 31 de octubre de ese año no se volvería a tocar jamás. De las intervenciones recogidas en los debates se deduce que los ponentes constitucionales actuaban convencidos de que la Constitución sería objeto de reformas y retoques técnicos con cierta frecuencia, al menos en el corto plazo.
Fraga dijo que el Título X, de la reforma constitucional, era “tan importante como todo el resto de la Constitución”, porque en él se concibe “el desarrollo político ulterior, tema que la experiencia demuestra que es una de las más importantes cuestiones a la hora de una decisión constitucional”. Es decir, que el veterano ministro de Franco daba por hecho un “desarrollo político” de la Constitución en años venideros, y le daba mucha importancia al peso que ciudadanos, partidos, Cortes o Gobierno iban a tener en ese supuesto proceso.
Fraga, al frente de un partido en ese momento minoritario y tirando a reaccionario, quería más poder popular convencido de que sus opciones estaban en movilizar a una mayoría de españoles (recién salidos de 40 años de franquismo y con muchas dudas) en contra de cuestiones que él detestaba e intentó por todos los medios eliminar de la Carta Magna, como por ejemplo la distinción de las nacionalidades históricas. Socialistas y comunistas, por su parte, defendían la futura democracia de fuerzas populistas que pudieran frenar las reformas. Si no fuera porque la Transición se fraguó en pactos entre élites políticas comprometidas con el cambio, con una educación democrática que el común de los españoles no tenía, nunca habría llegado a romper con el pasado. Eso era lo que la izquierda intentaba proteger limitando el referéndum.
Pero Peces-Barba no se imaginaba que los partidos (ni siquiera el suyo gobernando 14 años seguidos) jamás abordarían una reforma seria del texto y una generación de españoles crecería en democracia sin que nadie le preguntara nunca su opinión sobre nada. Y Fraga no se imaginaba que, un mes de agosto de 2011, las masas que iban a pedir en las calles votar en referéndum no serían precisamente conservadoras, y que sería un partido fundado por él mismo, el Partido Popular, quien de la mano del PSOE negaría con más convicción la posibilidad de un referéndum, algo que él consideraba imprescindible hace 34 años.
Fotografía: Los siete miembros de la ponencia que redactó el anteproyecto de la Constitución de 1978 en 200. En la imagen, de izquierda a derecha. Jordi Sole Tura, Miguel Roca, Jose Pedro Perez Llorca, Gregorio Peces Barba, Miguel Herrero de Miñon, Manuel Fraga y Gabriel Cisneros / MIGUEL GENER
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