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lunes, 6 de abril de 2020

ESTRELLAS ENGAÑOSAS

La otra latitud política del coronavirus
Luis Barragán
 
Supusimos la cuarentena, sesentena u ochentena, apta para toda la reflexión escrita pendiente, pero – condicionada y desconfiada – la impide la supervivencia sanitaria en casa, faltando el agua y, en buena parte del país, el flujo eléctrico; esto, por no citar las constantes diligencias por los alimentos, medicamentos y detergentes, siendo tan precarias las comunicaciones. Apenas, por escasas horas nocturnas, removemos papeles y libros, intentando legitimar el receso forzado por un tiempo ya interesadamente indeterminado, sabiendo la cuarentena un término propiamente médico y sanitario con independencia de sus cuantías.

Un vistazo a la prensa internacional, nos impone de la campaña de un marxismo que pretende salir ileso de la pandemia, a propósito de lo que libremente se informa en los países afectados en contraste de otros que celan el secreto de sus tragedias. En unos, se airea el conflicto entre la cesión de los derechos personales y ciudadanos y las aspiraciones a una extrema seguridad, mientras que, para otros, bastará con citar el testimonio desesperado de Carolina Cox en la Cuba que exporta a algunos legionarios de la medicina con fines propagandísticos. Al respecto, agreguemos, hay una insostenible prédica moral que permite traer a colación a Ludwig von Mises y su “Socialismo: análisis económico y sociológico”, manifestando que “el hombre no es malo, sin embargo, porque busque el placer y evite el dolor, esto es, porque quiera vivir”, con la pretensión socialista de reemplazar la moral de las sociedades abiertas a favor de la abnegación, el renunciamiento y el sacrificio de sí mismo, como un valor per se y cuya exclusividad, añadimos, tan fariseamente reclama (WBF, Buenos Aires, 1968: 469); por cierto, la sola y consabida fiesta de Los Roques, ilustra la realidad que padecemos bajo el actual régimen venezolano.

Aparentemente efímero, el reciente debate entre Slavoj Žižek y Byung-Chul Han, en torno al colapso o la reivindicación del capitalismo, siendo tan obscura la pretendida alternativa, le concede otra latitud política a los tiempos del coronavirus. De obscuridades sabemos de sobra en este rincón del mundo, pero, a pesar de todas las muy elocuentes evidencias, Anne Applebaum reportó el testimonio de Hans Modrow, uno de los líderes comunistas provenientes de la Alemania Oriental, quien cifró sus mejores esperanzas en el llamado socialismo bolivariano (https://www.anneapplebaum.com/2020/02/27/venezuela-is-the-eerie-endgame-of-modern-politics).

La Cuba entristecida que retrata Abraham Jiménez Enoa (https://gatopardo.com/opinion/desde-el-malecon/la-mayoria-de-los-cubanos-no-pueden-darse-el-lujo-de-quedarse-en-casa-coronavirus-cuba/?fbclid=IwAR0KWzQb2ZPaNeGQej499Dwp5r4koGDnQndYyjjubSVuAi5ei-PrCB2EwJc), otro ejemplo, marca un rumbo que ya transitamos acá. Applebaum, en febrero próximo pasado, se aproximó con sobriedad y eficacia a la situación venezolana (https://www.anneapplebaum.com/2020/02/27/venezuela-is-the-eerie-endgame-of-modern-politics), aunque dijo hallar una polarización que, a nuestro juicio, no la hay ante un régimen contundentemente rechazado por las grandes mayorías condenadas al hambre, como hizo Stalin con Ucrania.

Refería von Mises, el socialismo “no saca su fuerza de una necesidad interna del pensamiento político científico moderno, sino de la voluntad política de una época favorable al misticismo y al romanticismo” (ídem: 52), observación que había reiterado Jacques Maritain en varios de sus títulos. Empero, huérfano de alguna mística y sensibilidad, a falta del adecuado soporte teórico, aspira a (pre) fabricarlos en los tiempos mismos de una pandemia que se dice ajena – siendo la peor – a toda dimensión ética, ideológica y política.

06/04/2020:
Ilustración: Ghee Beom Kim.

MICROFÍSICA DEL PODER (EJERCICIO)

Del poder que nos habita
Luis Barragán

Largo ejercicio al trillar la centuria que  juró en vano  promisoria,  el poder establecido se ha actualizado con la pandemia a través de un discurso que va más allá de lo verbal, realizándose  por la suerte de un conglomerado confidencial de ideas, gestos, actitudes, hábitos, percepciones,  trastocadas en cultura. Siempre por constituirse, jamás estable y confiable, fiel a las circunstancias que debe superar, concebido como una experiencia militar, nos aproxima con modestia y cautela a Michel Foucault y sus obras, por cierto, ya difíciles de hallar físicamente (https://www.bloghemia.com/2018/12/michel-foucault-obras-completas-en-pdf.html), sobre todo “Microfisica del poder” (1980), en alianza con Carlos J. Rojas Osorio y su “Foucault y el pensamiento contemporáneo” (Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1995).

Escandalizada la opinión pública occidental por el arbitrario tratamiento que ha dado Viktor Orban, el gobernante húngaro que decretó el estado de excepción que luce tímido respecto a la aplicación hecha en Venezuela, el debate gana terreno en relación a la seguridad y a la cesión de los derechos ciudadanos. Anne Applebaum, no en balde ganadora del Premio Pulitzer por escribir sobre el Gulag y  finalista del National Book Award por revelar la hambruna stalinista de Ucrania, ha llamado la atención recientemente sobre la concentración del poder bajo el amparo del coronavirus, citando sendos ejemplos históricos  (https://www.anneapplebaum.com/2020/03/23/when-disease-comes-rulers-grab-more-power).

En nuestro país, sigue también postergado el inmediato tratamiento de otras dolencias y enfermedades, sujetos en lo posible todos al registro y seguimiento de las autoridades reales y sobrevenidas,  como varias y copiosamente se hizo con los más variados operativos (viviendas, alimentos, vehiculares, etc.), complementarios de los tributarios u otros parecidos, en un contexto sanitario ampliamente cuestionado.  La relación del poder con la población, es propia de los servicios de (contra) inteligencia, privando la sensación de una oportuna cuarentena para moderar la polémica política, quizá prolongable (al fin y al cabo, es un término ya propiamente médico), con el objetivo de una “renormalización” de la situación.

El pequeño artefacto electrónico de medición de la temperatura, ya visto en otras latitudes, no lo consigue  cualquier ciudadano en una botica, siendo monopolizado por las autoridades para simbolizar mejor su dominio en los espacios públicos, por ejemplo, además del intenso patrullaje (no precisamente de los profesionales de la salud).   Y, aunque frecuentemente no hallamos en Foucault las alternativas específicas y concretas a su diagnóstico, a esta suerte de mecanismos infinitesimales del poder que impiden el suministro de la gasolina para los médicos independientes, reprimiéndoles espontáneamente por videograbar sus angustiosas vicisitudes (https://twitter.com/reportesenlared/status/1245044197142470657), se une la convicción generalizada de que debemos librarnos de algo más que el coronavirus. 

Todos intuimos o sabemos que  no estamos ante un representante del Estado, como ocurrió, mal que bien, con la policía en tiempos pasados; e, incluso, como la hubo en la Caracas de 1834 de acuerdo a un extenso reportaje de Erasmo Colina (El Universal, Caracas: 24/04/1967). Por ello, la desconfianza frente a un poder que costará desmontar al habitarnos con una intimidad ganada por más de dos décadas que ahora se revela dramáticamente.

06/04/2020:

sábado, 4 de abril de 2020

CUADERNO DE BITACORA

De un primer vistazo, atrae la portada del libro de Anne Applebaum en su edición rusa, sobre el Gulag. La creemos toda una pieza de arte. Es siempre difícil el diseño y tanto que, a veces, siendo tan malo, no se compadece con las bondades del texto (y viceversa). Quizá tan difícil como fue el de diseñar las caratulas de los viejos long-plays que, reducidos al pequeño ejemplar digital de hoy, ha de extremar el genio del creativo. Por supuesto, esto tiene que ver con los países  libre y convincente mercado que gran alrededor de las vitrinas, estéticamente también exigentes, y no en la Venezuela decaída y retrocedida que ya no sabe de ellas, excepto los lugares sospechoss de generosas ofertas.

Claro está, hay editoriales con un diseño emblemático que reducen la posibilidades de portadas alternativas.  No obstante, este diseño corporativo (pensamos en Anagrama o Tusquets, por ejemplo) constituye una gran ventaja: apela a la confianza generada por la empresa. No imaginamos sus colecciones de los más variados formatos, trazos y colores.  Podemos convenir que el sello editorial (logotipo o  siglas, a modo de ilustración), bastará para experimentar adicionalmente con un preámbulo gráfico atractivo, aunque esto aumenta el costo de la edición. Valga recordar, por una parte, las viejas ediciones que hcieron de la figuración plástica o de la fotografía su fuerte, frente a la tradicional o concisa que sólo avisaba del libro. O de las viejas ediciones de Tecnos, sin motivo gráfico alguno, sólo respaldadas con el nombre de la editorial, sobre fondo verdoso; o del fondo anaranjado o amarillo, según la materia, de Amorrortu.  O de la moderación de Siglo Veintiuno.

Descubrimos esta portada de la Applebaum, por la búsqueda de una fotografía distinta para el blog al emplear caracteres rusos. Muy diminuta la muestra, hubo que hacerle una captura de imagen.

En fin, ¿cuáles portadas memorables por excelsas o por deleznables?

(LB)

SUPUESTA POLARIZACIÓN PARA UN LUGAR MUY REAL

Venezuela Is the Eerie Endgame of Modern Politics
Anne Applebaum / The Atlantic Post Column

Last month, Juan Guaidó appeared in Washington in the role of political totem. Venezuela’s main opposition leader—the man who is recognized by that country’s National Assembly, millions of his fellow citizens, and several dozen foreign countries as the rightful president of Venezuela—was one of the special guests at the State of the Union address. President Donald Trump welcomed Guaidó as living evidence that his own administration was “standing up for freedom in our hemisphere” and had “reversed the failed policies of the previous administration”; he called Venezuela’s current leader, Nicolás Maduro, an illegitimate ruler whose “grip on tyranny will be smashed and broken.” He gave no details of how that would happen. Trump, who has never been to Venezuela or shown any prior interest in it—or, for that matter, shown any interest in freedom anywhere else —presumably knows that the country matters to some voters in South Florida. To their credit, members of Congress gave a bipartisan standing ovation to Guaidó nevertheless.
Trump is not the only world leader to cite Venezuela for self-serving ends. Regardless of what actually happens there, Venezuela—especially when it was run by Maduro’s predecessor, the late Hugo Chávez—has long been a symbolic cause for the Marxist left as well. More than a decade ago, Hans Modrow, one of the last East German Communist Party leaders and now an elder statesman of the far-left Die Linke party, told me that Chávez’s “Bolivarian socialism” represented his greatest hope: that Marxist ideas—which had driven East Germany into bankruptcy—might succeed, finally, in Latin America. Jeremy Corbyn, the far-left leader of the British Labour Party, was photographed with Chávez and has described his regime in Venezuela as an “inspiration to all of us fighting back against austerity and neoliberal economics.” Chávez’s rhetoric also helped inspire the Spanish Marxist Pablo Iglesias to create Podemos, Spain’s far-left party. Iglesias has long been suspected of taking Venezuelan money, though he denies it. Even now, the idea of Venezuela inspires defensiveness and anger wherever dedicated Marxists still gather, whether they are Code Pink activists vowing to “protect” the Venezuelan embassy in Washington from the Venezuelan opposition or French Marxists who refuse to call Maduro a dictator.
One of the three was Susana Raffalli, a widely recognized Venezuelan expert in nutrition and food security. During her long career, Raffalli has worked all over the world, never imagining that her skills would be necessary in Venezuela, which has large oil reserves and was long a middle-income country. Raffalli and I met in a deceptively chic restaurant in Altamira, one of the wealthiest neighborhoods in Caracas. Just around the corner stood one of the shiny new hard currency stores, where people with dollars can buy things like Cheerios or large bottles of Heinz ketchup. Imported goods like these had disappeared in recent years as hyperinflation rendered the Venezuelan bolívar almost worthless, and as international sanctions and Venezuela’s own import controls disrupted trade. Now they are again available—but only to those who have access to foreign currency.
Members of the Chavista-Madurista elite do indeed have such access, and the new dollarization of the Venezuelan economy has suddenly allowed them to flaunt their money. One academic I met described how shocked he was to see a woman reach into her handbag and pull out $3,000 in cash to buy a designer coat. “What kind of person,” he mused, “could have that kind of money?” By contrast, his elderly neighbors—formerly middle-class people, living on fixed pensions with no access to dollars—look thin and wasted. He himself had left his university to work for a foreign charity, because an academic salary paid in bolívares is no longer sufficient to buy food.
The glitzy evidence of dollarization also masks the deep crisis of the rural poor. Upon Chávez’s death in 2013, Corbyn thanked him on Twitter for “showing that the poor matter and wealth can be shared.” But neither Chávez nor Maduro has ever shown anything of the sort. Whatever progress the country made against poverty in the past was due to high oil prices, which have since slumped. Now Maduro presides over a disaster that is devastating the poor above all. Raffalli told me that the food-production system began to break down nearly a decade ago, thanks to the expropriation of land and the destruction of small agricultural companies, though a few big ones survive. Widespread malnutrition began a few years later. The Catholic charity Caritas believes that 78 percent of Venezuelans eat less than they used to, and 41 percent go whole days without eating. The side effects of hunger—higher rates of both chronic and infectious diseases—are spreading too. But if you haven’t heard about hunger in Venezuela, that’s not an accident: The government is going to great lengths to hide it.
The tactics of deception include the use of outdated nutrition measures, which help conceal the severity of the problem. Government departments have also resorted to euphemistic jargon. “Malnutrition” has become “nutrition vulnerability,” Raffalli said, and a system of health centers for starving children is now the Service for Nutritional Education. The country’s National Assembly, which is controlled by the opposition, passed special measures to address the health crisis; the Supreme Court, which is controlled by Maduro, rejected them. Most ominously, doctors in Venezuelan hospitals have faced pressure not to list malnutrition as either a cause of illness or a cause of death. Though the official media do not mention these policies, people know about them anyway. Raffalli herself witnessed an extraordinary scene in one hospital: The parents of a child who had died from starvation tried to give her the corpse, because they were afraid that state officials would take it away and hide it. She was also in a rural region where children leave school at midday to hunt for birds or iguanas to cook and eat for lunch.
To anyone who knows the long history of the relationship between Marxist regimes and famine, this development seems uncannily familiar. More than 80 years ago, in the winter of 1932–33, Stalin confiscated the food of Ukrainian peasants and did nothing while nearly 4 million died. Then he covered up their deaths, even altering Soviet population statistics and murdering census officials to disguise what had happened. To anyone who knows the long history of Communist countries’ use of food as a weapon, the Venezuelan regime’s manipulation of the food supply comes as no surprise, either. Most Venezuelans—80 percent according to a recent survey—now rely on boxes of food, containing staples such as rice, grain, or oil, from the government. Agencies known as Local Committees for Supply and Production hand the packages out to people who register for a Patria (“fatherland”) card or smartphone app, which are also used to monitor participation in elections. Raffalli has called this policy “not a food program, but a program of penetration and social domination.” The hungrier people get, the more control the government exerts, and the easier it is to prevent them from protesting or objecting in any other way. Even people who are not starving now spend most of their time just getting by—standing in lines, trying to fix broken generators, working second or third jobs to earn a little bit more—all activities that keep them from politics.
But when Raffalli’s voice broke, she was talking about something else: the indifference that was growing, both at home and abroad. The United Nations, perhaps thanks to some officials who admired Chávez—or who do not admire Trump—has not launched a major humanitarian-aid program in Venezuela. “The trauma here is that it is forgotten by outsiders, and also forgotten by us,” Raffalli said. “We are getting used to it … you have to keep saying, ‘No, it’s not normal!” This, she said, is what Venezuela has become: “a country with some of the world’s biggest rivers, and yet we have water shortages. A country with vast reserves of oil, and yet people are cooking food over wood fires.” In this type of protracted crisis, “people start to lose hope. Hunger co-exists with fatigue and lack of hope. And we are forgetting what we used to be.”
And yet, despite the clear historical echoes, the cause of the crisis in Venezuela is not merely the familiar, fanatical application of Marxist theory. If some elements of recent Venezuelan history sound amazingly like a replay of Soviet history, other elements strongly resemble the more recent histories of Russia, Turkey, and other illiberal nationalist regimes whose leaders slowly chipped away at civil rights, rule of law, democratic norms, and independent courts, eventually turning their democracies into kleptocracies. This process also took place in Venezuela. Like the destruction of the economy, the destruction of the political culture took some time, because there were several decades’ worth of democratic institutions to destroy. Writing in The New Yorker in 1965, not long after a round of successful elections, a visitor to the country observed, rather elegantly, that “the high-minded, steadfast enthusiasm for the republican ideal is one of the determining factors in Venezuelan history … the Venezuelan seeks the City of Justice as his forerunners sought the City of Gold, with the same dedication, the same indestructible hope, and the same splendid determination.”
But democracy became weaker in the 1990s, thanks to widespread corruption linked to the oil industry. Chávez broke the rule of law completely. His first attempt to take power was via a coup d’état, in 1992. He won a legitimate election in 1998, but once in power he slowly changed the rules, eventually making it almost impossible for anyone to beat him. In 2004, he packed the Supreme Court; in 2009, he altered the electoral system. Just like other illiberal governments, the Venezuelan regime also sought to undermine abstract ideas of justice—which might have protected ordinary people from the authoritarian state—by dismissing them as a Western plot. Rafael Uzcátegui, an activist who runs PROVEA (the Venezuelan Education-Action Program on Human Rights), told me that the country’s rulers had tried to redefine the problem: “They said everything that we understood as human rights was a ‘liberal hegemonic imposition.’” They also created parallel institutions—such as the Bolivarian Alliance for the Peoples of Our America, Chávez’s version of the Organization of American States—to limit the influence of established multinational bodies and global human-rights groups inside Venezuela.  
Having gained full control of his nation’s legal and judicial institutions, Chávez did not use it to benefit poor Venezuelans, contrary to the mythology spread by far-left admirers. Instead, Chávez began to transfer the wealth of the country to his cronies. This process was extraordinarily well documented, in real time, by many people. A Foreign Affairs article about Chávez in 2006 spoke of “blatant violations of the rule of law and the democratic process.” A 2008 article in the same publication noted that “neither official statistics nor independent estimates show any evidence that Chávez has reoriented state priorities to benefit the poor.” The slide into spectacular corruption grew worse under Maduro. In Caracas, I met at least a dozen academics and journalists who are still charting the regime’s dishonest social-media campaigns, infringements on what remains of the constitutional order, and stunning corruption, as well as its humanitarian disaster. Their ability to observe and describe all of these things has not necessarily helped them to stop them.
Some elements of Chávez’s method will seem strangely familiar to anyone who has studied other kleptocracies. The Venezuelan writer Moisés Naím has described his country’s political system as a “loose confederation of foreign and domestic criminal enterprises with the president in the role of mafia boss,” which makes it sound very much like Vladimir Putin’s Russia. In Caracas, I sat in a room full of people who were debating just exactly how much money the regime had stolen—$200 billion? $600 billion?—a parlor game that gets played in Moscow too. Scattered around the Venezuelan capital are several brand-new, completely empty apartment buildings that are reportedly a side effect of money laundering: Their owners are storing stolen money in glass and concrete, hoping that real-estate prices will rise someday. A couple of years ago, a court in Miami charged a network of Venezuelan officials with laundering $1.2 billion into property and assets in Florida and elsewhere. Investigations into that case and others still involve law-enforcement agencies all over the world.
How did Chávez get away with this level of theft? How can Maduro sustain it? Among other things, the two strongmen have made it almost impossible for the independent press to function, undermined the credibility of experts, and distracted supporters, both domestic and foreign, with a combination of fairy tales—how wonderful were the lives of the poor!—and conspiracy theories. For Americans, some elements of this story should hit uncomfortably close to home. At the height of his power, Chávez appeared every Sunday on his own surreal, unscripted reality-television program, called Aló Presidente. He would interview supporters, hire and fire ministers, insult people, even declare war while on air, using television much as President Trump uses Twitter, to shock and entertain, sometimes continuing for many hours. Chávez made up names for his enemies—“El Diablo” was one of several for President George W. Bush—and he was vulgar and rude. These traits convinced people that he was “authentic.” Just as Trump used to shout “You’re fired” as a kind of punch line on The Apprentice, Chávez would shout “Exprópiese!” at buildings and property, supposedly owned by rich people, that he intended to expropriate.
Over time, Chávez successfully polarized society into groups of fanatical supporters and equally dedicated enemies—warring tribes who felt they had little in common. Some of the differences were based on class or race, but not all. One Venezuelan I met—he owned a bookstore before people could no longer afford to buy books—told me that he fell out with a university friend who’d become a fanatical Chavista. They never made up.
Even now, polarization is built into the streetscape of Caracas. In the middle-class Chacao district, which is controlled by the opposition, the names of activists murdered by the regime are painted onto a fence that stands near a square where many anti-Maduro demonstrations have been held. In the working-class neighborhoods, one sees pro-regime murals and billboards, though many of these defy the clichés. Some of them, heavy on Venezuelan flags and “No Trump” slogans, could easily be described as nationalist rather than socialist. Others—the paintings of Chávez’s eyes, for example—belong more strictly to what can only be described as a cult of personality.
None of those signs and symbols necessarily means that the regime is popular. Most of the political scientists whom I met reckoned that Maduro has the support of no more than a quarter of the population—some of whom support him only for the food boxes or out of fear. Those who speak out, especially from the slums, are periodically subjected to violence too. In one poor neighborhood, I met a woman whose cousin had recorded a video of himself, draped in a Venezuelan flag, going to an anti-government demonstration, and posted it on Facebook. A neighbor recognized him and told the authorities—another act with Stalinist echoes. A couple of days later, police thugs from the Special Actions Force—a unit known as FAES, which Maduro created in 2017 supposedly to “fight terrorism” —abducted and murdered him.
Extrajudicial murders like this one are now common. An initiative called Mi Convive—whose mission is to monitor and reduce violence—registered 1,271 extrajudicial murders in Caracas alone from May 2017 to December 2019, out of more than 3,300 violent deaths in the city. Late last year, the UN high commissioner for human rights concluded that FAES and other police had killed 6,800 Venezuelans from January 2018 to May 2019, a period of sharp political conflict. The commissioner’s report included details of torture, such as electric-shock treatment and waterboarding. Precisely because those who criticize the government can be subjected to harassment or violence, especially if they come from the slums, I am withholding the names of some of the Venezuelans whom I met or interviewed.
But cynicism is just as powerful a demotivator as fear. Over and over again, people told me that while they don’t dislike Guaidó, they do not believe he can win. So what if the Trump administration recognizes him as the rightful president? The Venezuelan army does not. Democracy is broken, elections are unfair, the police can enter anyone’s house at any time, so how can the regime be brought down? One of Guaidó’s former teachers, a university professor, told me he had let his former student know that he would not come to any more demonstrations until he knew exactly what he was demonstrating for. What is the realistic path to change?
Polarization adds to this cynicism by creating suspicion and mistrust on both sides; people hear politicians shouting diametrically opposing slogans or presenting contradictory facts, and their instinct is to cover their ears. Then they retreat inward—or they leave, in vast numbers. The 4.5 million people who are thought to have left Venezuela in recent years have done so either by walking across the border into neighboring countries or by seeking to study or work abroad. Historically, Venezuela was a magnet for immigrants, not a source of refugees. The current exodus has left enormous gaps in many institutions, broken up families, and destroyed circles of friends.
The second person I met who started to cry was a translator. At one event, I responded in English to a question about the wave of Venezuelan refugees now spreading across South America, North America, and Europe. As the translator put my answer into Spanish, she broke down. “I suddenly thought of my nieces and nephews,” she told me afterward. “All of those hopeful young people, all gone.”
The third time someone cried was in rather different circumstances. I was in La Vega, one of the slums that cling to the hills around Caracas, a little bit like the favelas around Rio de Janeiro. The paved roads in La Vega attest to the money that was once available to spend on infrastructure; the jerry-rigged electricity cables and water pipelines attest to that infrastructure’s decline. We were sitting in a community kitchen created by a group called Alimenta la Solidaridad (a name that translates loosely to “food solidarity”), which serves regular meals to children in poor neighborhoods. This is one of a pair of initiatives originally conceived by Roberto Patiño, a young opposition politician turned humanitarian activist. The first one is Mi Convive, the group that monitors and mitigates violence; its name, also translated loosely, means “live together.” Patiño was a student leader who campaigned on behalf of a previous opposition leader, Henrique Capriles, who ran for president and lost by a tiny and probably fraudulent margin in 2013. As he traveled around the country, Patiño told me, he was shocked by the lack of faith that people had in the whole process. They didn’t hate Capriles; they just thought that “everything related to politics is a lie.”
Patiño’s organizations are not political, and they are not intended to affect election campaigns directly. Instead, they seek to undermine the polarization, and dampen the cynicism, that has frozen Venezuelan society. Propaganda divides people. Fear isolates them. By contrast, Alimenta and Mi Convive create projects that bring people together, regardless of their socioeconomic status or political views, building networks of friendship and support. The projects are staffed, in part, by educated, middle-class people in their 20s and 30s who have deliberately decided not to emigrate, though any of them could. Alberto Kabbabe, the co-founder and executive director of Alimenta, has a degree in chemical engineering; he says most of his university friends have left for the U.S. or Colombia. Back when he was in the student movement with Patiño, Kabbabe didn’t imagine himself running community kitchens, but then, none of the group did. “I thought I would be doing politics, but something more … sophisticated,” one told me. But in a society where sophisticated politics feel pointless and impossible, working to create links between wealthy and poor neighborhoods feels positive and creative. “The government made people believe that we are all different and enemies. In fact, we are all different, but we can work together,” Kabbabe told me.
A trio of them took me to see a couple of the kitchens in La Vega. We began with a visit to a Jesuit school. Alimenta has worked closely alongside the order, which has a particular interest in refugees and the very poor. The Jesuit fathers in Caracas—I met several—reminded me of the kinds of priests who used to work in Polish working-class neighborhoods in the 1980s, when the Catholic Church was a unifying national institution in Poland and not part, as it is now, of a divisive war over modern culture.
From the school we went to one of the community kitchens—in reality, a dining space set up on a dirt floor beneath a corrugated-tin roof. The women who worked there were all volunteers, some of whom had lost their access to the free government food boxes because they work for Alimenta. They said they didn’t care—the food served at the kitchens is healthier anyway—and there are other benefits. “We can do something to make a difference,” one of the volunteers told me, and that creates a kind of psychological satisfaction, even aside from the food. Some of the women have become advocates for their communities, speaking out about school closures, water shortages, and the other hardships that Venezuela’s decline has imposed on them.
Conditions were a little better in another section of La Vega, farther down the hillside. There, the community kitchen is inside a real building, connected to a convent. Posted on the walls are lists of daily menus; the space smells slightly of disinfectant and the floors positively shine. The volunteer who runs the kitchen—gray-haired, wearing blue jeans and an Alimenta la Solidaridad T-shirt—showed us around. She started to tell her life story, a tale of bad luck and crises, a son who was shot during local violence, another who died in an accident. But now she has had some success: Her daughters are studying, and she is feeding children—a role that allows her to keep an eye on local families in trouble. This is when she started to cry. One of the women from Alimenta—several decades younger, from a different neighborhood and a luckier family background—stood up and put her hand on her shoulder. The older woman stopped for a moment, and then resumed her story.
I am tempted to end here with a warning, because Venezuela does represent the conclusion to a lot of processes we see in the world today. Venezuela is the endgame of ideological Marxism; the culmination of the assault on democracy, courts, and the press now unfolding in so many countries; and the outer limit of the politics of polarization. But I don’t want, as so many have done, to treat Venezuela as just a symbol. It’s a real place, and the hardships faced by the people who live there have not ended, culminated, or been limited at all. Whatever the United States and other members of the international community do next in Venezuela, the goal should be to help real Venezuelans, not to further an ideological argument, especially as the humanitarian and political crises deepen and spread.

Fuente:
Fotografías:
Carlos García Rawlins (Reuters): Protestas en Caracas (2014).


Venezuela es el misterioso final de la política moderna
Anne Applebaum 

El mes pasado, Juan Guaidó apareció en Washington en el papel de tótem político. El principal líder de la oposición de Venezuela, el hombre que es reconocido por la Asamblea Nacional de ese país, millones de sus conciudadanos y varias docenas de países extranjeros como el presidente legítimo de Venezuela, fue uno de los invitados especiales en el discurso del Estado de la Unión. El presidente Donald Trump dio la bienvenida a Guaidó como evidencia viviente de que su propia administración estaba "defendiendo la libertad en nuestro hemisferio" y había "revertido las políticas fallidas de la administración anterior"; llamó al actual líder de Venezuela, Nicolás Maduro, un gobernante ilegítimo cuyo "control sobre la tiranía será aplastado y roto". No dio detalles de cómo sucedería eso. Trump, que nunca ha estado en Venezuela ni ha mostrado ningún interés previo en él, o, de hecho, ha mostrado interés en la libertad en cualquier otro lugar, presumiblemente sabe que el país es importante para algunos votantes en el sur de Florida. Para su crédito, los miembros del Congreso dieron una gran ovación bipartidista a Guaidó, sin embargo.
Trump no es el único líder mundial que cita a Venezuela para fines egoístas. Independientemente de lo que realmente sucede allí, Venezuela, especialmente cuando fue dirigida por el predecesor de Maduro, el fallecido Hugo Chávez, también ha sido durante mucho tiempo una causa simbólica para la izquierda marxista. Hace más de una década, Hans Modrow, uno de los últimos líderes del Partido Comunista de Alemania Oriental y ahora un anciano estadista del partido de extrema izquierda Die Linke, me dijo que el "socialismo bolivariano" de Chávez representaba su mayor esperanza: que las ideas marxistas, que había llevado a Alemania Oriental a la bancarrota, podría tener éxito, finalmente, en América Latina. Jeremy Corbyn, el líder de extrema izquierda del Partido Laborista británico, fue fotografiado con Chávez y describió su régimen en Venezuela como "una inspiración para todos nosotros luchando contra la austeridad y la economía neoliberal". La retórica de Chávez también ayudó a inspirar al marxista español Pablo Iglesias a crear Podemos, el partido de extrema izquierda de España. Desde hace tiempo se sospecha que Iglesias tomó dinero venezolano, aunque lo niega. Incluso ahora, la idea de Venezuela inspira defensa y enojo dondequiera que se reúnan marxistas dedicados, ya sean activistas del Código Rosa que prometen "proteger" a la embajada venezolana en Washington de la oposición venezolana o marxistas franceses que se niegan a llamar a Maduro un dictador .
Y sin embargo, Venezuela no es una idea. Es un lugar real, lleno de personas reales que están pasando por una crisis sin precedentes y, de alguna manera, muy inquietante. Si simboliza algo, es el poder distorsionador de los símbolos. En realidad, el país no ofrece consuelo a los marxistas juveniles ni a los antiimperialistas autodenominados, ni a los fanáticos de Donald Trump. Pasé unos días allí a principios de este mes, por invitación académica. Durante el curso de conversaciones ordinarias conmigo, tres personas se echaron a llorar mientras hablaban de su vida y su país.
Una de las tres fue Susana Raffalli, una reconocida experta venezolana en nutrición y seguridad alimentaria. Durante su larga carrera, Raffalli ha trabajado en todo el mundo, sin imaginar que sus habilidades serían necesarias en Venezuela, que tiene grandes reservas de petróleo y fue durante mucho tiempo un país de ingresos medios. Raffalli y yo nos conocimos en un restaurante engañosamente elegante en Altamira, uno de los barrios más ricos de Caracas. A la vuelta de la esquina estaba una de las nuevas y brillantes tiendas de divisas, donde las personas con dólares pueden comprar cosas como Cheerios o botellas grandes de ketchup Heinz. Los bienes importados como estos habían desaparecido en los últimos años cuando la hiperinflación hizo que el bolívar venezolano fuera casi inútil, y las sanciones internacionales y los propios controles de importación de Venezuela interrumpieron el comercio. Ahora están nuevamente disponibles, pero solo para aquellos que tienen acceso a moneda extranjera.
Los miembros de la élite chavista-madurista sí tienen ese acceso, y la nueva dolarización de la economía venezolana les ha permitido hacer alarde de su dinero. Un académico que conocí describió lo sorprendido que estaba al ver a una mujer meter la mano en su bolso y sacar $ 3,000 en efectivo para comprar un abrigo de diseñador. "¿Qué tipo de persona", reflexionó, "podría tener ese tipo de dinero?" Por el contrario, sus vecinos mayores, antes personas de clase media, que vivían con pensiones fijas sin acceso a dólares, se ven delgados y malgastados. Él mismo había dejado su universidad para trabajar para una organización benéfica extranjera, porque un salario académico pagado en bolívares ya no es suficiente para comprar comida.
La evidencia deslumbrante de la dolarización también oculta la profunda crisis de la población rural pobre. Tras la muerte de Chávez en 2013, Corbyn le agradeció en Twitter por "demostrar que los pobres y la riqueza se pueden compartir". Pero ni Chávez ni Maduro han mostrado nada por el estilo. Cualquier progreso realizado en el país contra la pobreza en el pasado se debió a los altos precios del petróleo, que desde entonces se han desplomado. Ahora Maduro preside un desastre que está devastando a los pobres sobre todo. Raffalli me dijo que el sistema de producción de alimentos comenzó a fallar hace casi una década, gracias a la expropiación de tierras y la destrucción de pequeñas empresas agrícolas, aunque sobreviven algunas grandes. La desnutrición generalizada comenzó unos años más tarde. La organización benéfica católica Caritas cree que el 78 por ciento de los venezolanos come menos de lo que solía y el 41 por ciento pasa días enteros sin comer. Los efectos secundarios del hambre (tasas más altas de enfermedades crónicas e infecciosas) también se están extendiendo. Pero si no ha oído hablar del hambre en Venezuela, eso no es un accidente: el gobierno hará todo lo posible para ocultarlo.
Las tácticas de engaño incluyen el uso de medidas nutricionales obsoletas, que ayudan a ocultar la gravedad del problema. Los departamentos gubernamentales también han recurrido a la jerga eufemística. La "desnutrición" se ha convertido en una "vulnerabilidad nutricional", dijo Raffalli, y un sistema de centros de salud para niños hambrientos es ahora el Servicio de Educación Nutricional. La Asamblea Nacional del país, controlada por la oposición, aprobó medidas especiales para abordar la crisis de salud; la Corte Suprema, controlada por Maduro, los rechazó. Lo más inquietante es que los médicos de los hospitales venezolanos se han visto presionados a no mencionar la desnutrición como causa de enfermedad o de muerte. Aunque los medios oficiales no mencionan estas políticas, la gente las conoce de todos modos. Raffalli misma fue testigo de una escena extraordinaria en un hospital: los padres de un niño que había muerto de hambre trataron de entregarle el cadáver, porque temían que los funcionarios estatales se lo llevaran y lo ocultaran. También estaba en una región rural donde los niños salen de la escuela al mediodía para cazar pájaros o iguanas para cocinar y almorzar.
Para cualquiera que conozca la larga historia de la relación entre los regímenes marxistas y la hambruna, este desarrollo parece extrañamente familiar. Hace más de 80 años, en el invierno de 1932–33, Stalin confiscó la comida de los campesinos ucranianos y no hizo nada mientras murieron casi 4 millones. Luego cubrió sus muertes, incluso alterando las estadísticas de la población soviética y asesinando a funcionarios del censo para ocultar lo que había sucedido. Para cualquiera que conozca la larga historia del uso de los alimentos por parte de los países comunistas, la manipulación del suministro de alimentos por parte del régimen venezolano tampoco es una sorpresa. La mayoría de los venezolanos —80 por ciento según una encuesta reciente— ahora dependen de cajas de alimentos, que contienen alimentos básicos como arroz, granos o aceite, del gobierno. Las agencias conocidas como Comités Locales de Abastecimiento y Producción entregan los paquetes a las personas que se registran para una tarjeta Patria ("patria") o una aplicación para teléfonos inteligentes, que también se utilizan para controlar la participación en las elecciones. Raffalli ha llamado a esta política "no un programa de alimentos, sino un programa de penetración y dominación social". Cuanto más hambrientos se sienten las personas, más control ejerce el gobierno y más fácil es evitar que protesten u objeten de cualquier otra manera. Incluso las personas que no se mueren de hambre ahora pasan la mayor parte de su tiempo simplemente haciendo cola, tratando de arreglar generadores rotos, trabajando en el segundo o tercer trabajo para ganar un poco más, todas las actividades que los alejan de la política.
Pero cuando la voz de Raffalli se quebró, estaba hablando de otra cosa: la indiferencia que estaba creciendo, tanto en casa como en el extranjero. Las Naciones Unidas, quizás gracias a algunos funcionarios que admiraban a Chávez, o que no admiran a Trump, no han lanzado un importante programa de ayuda humanitaria en Venezuela. "El trauma aquí es que es olvidado por extraños, y también olvidado por nosotros", dijo Raffalli. "Nos estamos acostumbrando a eso ... tienes que seguir diciendo, '¡No, no es normal!" Esto, dijo, es en lo que se ha convertido Venezuela: "un país con algunos de los ríos más grandes del mundo y, sin embargo, tenemos escasez de agua". Un país con vastas reservas de petróleo y, sin embargo, la gente está cocinando alimentos sobre fuegos de leña ”. En este tipo de crisis prolongada, “las personas comienzan a perder la esperanza. El hambre coexiste con la fatiga y la falta de esperanza. Y nos estamos olvidando de lo que solíamos ser ".
Y , sin embargo, a pesar de los claros ecos históricos, la causa de la crisis en Venezuela no es simplemente la aplicación familiar y fanática de la teoría marxista. Si algunos elementos de la historia venezolana reciente suenan asombrosamente como una repetición de la historia soviética, otros elementos se parecen mucho a las historias más recientes de Rusia, Turquía y otros regímenes nacionalistas iliberales cuyos líderes lentamente redujeron los derechos civiles, el estado de derecho, las normas democráticas, y tribunales independientes, que eventualmente convierten sus democracias en cleptocracias. Este proceso también tuvo lugar en Venezuela. Al igual que la destrucción de la economía, la destrucción de la cultura política tomó algún tiempo, porque había varias décadas de instituciones democráticas para destruir. Escribiendo en The New Yorker en 1965, no mucho después de una ronda de elecciones exitosas, un visitante del país observó, con elegancia, que "el entusiasmo firme y decidido por el ideal republicano es uno de los factores determinantes en la historia de Venezuela ... el venezolano busca la Ciudad de la Justicia como sus precursores buscaron la Ciudad del Oro, con la misma dedicación, la misma esperanza indestructible y la misma espléndida determinación ".
Pero la democracia se debilitó en la década de 1990, gracias a la corrupción generalizada vinculada a la industria petrolera. Chávez violó el estado de derecho por completo. Su primer intento de tomar el poder fue a través de un golpe de estado, en 1992. Ganó una elección legítima en 1998, pero una vez en el poder cambió lentamente las reglas, lo que eventualmente hizo casi imposible que alguien lo golpeara. En 2004, llenó la Corte Suprema; en 2009 alteró el sistema electoral . Al igual que otros gobiernos iliberales, el régimen venezolano también buscó socavar las ideas abstractas de justicia, que podrían haber protegido a la gente común del estado autoritario, al desestimarlas como un complot occidental. Rafael Uzcátegui, un activista que dirige PROVEA (el Programa Venezolano de Acción y Educación en Derechos Humanos), me dijo que los gobernantes del país habían tratado de redefinir el problema: "Dijeron que todo lo que entendíamos como derechos humanos era una" imposición hegemónica liberal. '”También crearon instituciones paralelas, como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, la versión de Chávez de la Organización de Estados Americanos, para limitar la influencia de los organismos multinacionales establecidos y los grupos globales de derechos humanos dentro de Venezuela.
Habiendo obtenido el control total de las instituciones legales y judiciales de su país, Chávez no lo usó para beneficiar a los venezolanos pobres, en contra de la mitología difundida por los admiradores de extrema izquierda. En cambio, Chávez comenzó a transferir la riqueza del país a sus compinches. Este proceso fue extraordinariamente bien documentado, en tiempo real, por muchas personas. Un artículo de Asuntos Exteriores sobre Chávez en 2006 habló de "violaciones flagrantes del estado de derecho y el proceso democrático". Un artículo de 2008 en la misma publicación señaló que "ni las estadísticas oficiales ni las estimaciones independientes muestran ninguna evidencia de que Chávez haya reorientado las prioridades estatales para beneficiar a los pobres". La caída hacia la corrupción espectacular empeoró bajo Maduro. En Caracas, conocí al menos a una docena de académicos y periodistas que todavía están trazando las campañas de medios sociales deshonestas del régimen, las infracciones de lo que queda del orden constitucional y la corrupción deslumbrante, así como su desastre humanitario. Su habilidad para observar y describir todas estas cosas no necesariamente los ha ayudado a detenerlos.
Algunos elementos del método de Chávez le parecerán extrañamente familiares a cualquiera que haya estudiado otras cleptocracias. El escritor venezolano Moisés Naím describió el sistema político de su país como una "confederación informal de empresas criminales extranjeras y nacionales con el presidente en el papel de jefe de la mafia", lo que lo hace parecer muy parecido a la Rusia de Vladimir Putin. En Caracas, me senté en una habitación llena de personas que debatían exactamente cuánto dinero había robado el régimen: ¿ $ 200 mil millones? $ 600 mil millones? —Un juego de salón que también se juega en Moscú. Esparcidos por la capital venezolana hay varios edificios de apartamentos completamente nuevos y completamente vacíos que, según los informes, son un efecto secundario del lavado de dinero: sus propietarios almacenan dinero robado en vidrio y concreto, con la esperanza de que los precios inmobiliarios aumenten algún día. Hace un par de años, un tribunal de Miami acusó a una red de funcionarios venezolanos de lavar $ 1.2 mil millones en propiedades y activos en Florida y otros lugares . Las investigaciones sobre ese caso y otros aún involucran a agencias de aplicación de la ley en todo el mundo.
¿Cómo salió Chávez con este nivel de robo? ¿Cómo puede Maduro sostenerlo? Entre otras cosas, los dos hombres fuertes han hecho que sea casi imposible para la prensa independiente funcionar, socavando la credibilidad de los expertos y distraídos seguidores, tanto nacionales como extranjeros, con una combinación de cuentos de hadas: ¡cuán maravillosas fueron las vidas de los pobres! —Y teorías de la conspiración. Para los estadounidenses, algunos elementos de esta historia deberían ser incómodos cerca de casa. En el apogeo de su poder, Chávez apareció todos los domingos en su propio programa de televisión de realidad surrealista, sin guión, llamado Al ó Presidente . Entrevistó a simpatizantes, contrató y ministros de bomberos, insultó a la gente, incluso declaró la guerra mientras estaba en el aire, usando la televisión de la misma manera que el presidente Trump usa Twitter, para sorprender y entretener, a veces continuando durante muchas horas. Chávez inventó nombres para sus enemigos: "El Diablo" fue uno de varios para el presidente George W. Bush, y fue vulgar y grosero. Estos rasgos convencieron a la gente de que él era "auténtico". Al igual que Trump solía gritar "Estás despedido" como una especie de frase en The Apprentice , Chávez gritaba "¡ Exprópiese !" en edificios y propiedades, supuestamente propiedad de personas ricas, que pretendía expropiar.
Con el tiempo, Chávez polarizó con éxito a la sociedad en grupos de seguidores fanáticos y enemigos igualmente dedicados, tribus en guerra que sentían que tenían poco en común. Algunas de las diferencias se basaron en la clase o la raza, pero no todas. Un venezolano que conocí —él era dueño de una librería antes de que la gente ya no pudiera permitirse comprar libros— me dijo que se había peleado con un amigo de la universidad que se había convertido en un chavista fanático. Nunca se inventaron.
Incluso ahora, la polarización está integrada en el paisaje urbano de Caracas. En el distrito de clase media de Chacao, controlado por la oposición, los nombres de los activistas asesinados por el régimen están pintados en una cerca que se encuentra cerca de una plaza donde se han llevado a cabo muchas manifestaciones contra Maduro. En los vecindarios de la clase trabajadora, uno ve murales y carteles a favor del régimen, aunque muchos de estos desafían los clichés. Algunos de ellos, cargados de banderas venezolanas y lemas de "No Trump", podrían describirse fácilmente como nacionalistas en lugar de socialistas. Otros, las pinturas de los ojos de Chávez, por ejemplo, pertenecen más estrictamente a lo que solo puede describirse como un culto a la personalidad.
Ninguno de esos signos y símbolos significa necesariamente que el régimen es popular. La mayoría de los politólogos a quienes conocí reconocieron que Maduro tiene el apoyo de no más de una cuarta parte de la población, algunos de los cuales lo apoyan solo por las cajas de comida o por miedo. Quienes hablan, especialmente desde los barrios bajos, también son objeto de violencia periódicamente. En un barrio pobre, conocí a una mujer cuyo primo había grabado un video de sí mismo, envuelto en una bandera venezolana, yendo a una manifestación antigubernamental, y lo publicó en Facebook. Un vecino lo reconoció y le dijo a las autoridades: otro acto con ecos estalinistas. Un par de días después, matones policiales de la Fuerza de Acciones Especiales, una unidad conocida como FAES, que Maduro creó en 2017 supuestamente para "combatir el terrorismo", lo secuestraron y asesinaron.
Los asesinatos extrajudiciales como este ahora son comunes. Una iniciativa llamada Mi Convive, cuya misión es monitorear y reducir la violencia, registró 1,271 asesinatos extrajudiciales solo en Caracas desde mayo de 2017 hasta diciembre de 2019, de más de 3,300 muertes violentas en la ciudad. A fines del año pasado, el alto comisionado de la ONU para los derechos humanos concluyó que FAES y otros policías habían asesinado a 6.800 venezolanos desde enero de 2018 hasta mayo de 2019, un período de agudo conflicto político. El informe del comisionado incluía detalles de tortura , como el tratamiento de descargas eléctricas y el submarino. Precisamente porque quienes critican al gobierno pueden ser objeto de hostigamiento o violencia, especialmente si provienen de los barrios bajos, estoy reteniendo los nombres de algunos de los venezolanos a quienes conocí o entrevisté.
Pero el cinismo es un desmotivador tan poderoso como el miedo. Una y otra vez, la gente me dijo que aunque no les desagrada Guaidó, no creen que pueda ganar. Entonces, ¿qué pasa si la administración Trump lo reconoce como el presidente legítimo? El ejército venezolano no lo hace. La democracia está rota, las elecciones son injustas, la policía puede entrar a la casa de cualquier persona en cualquier momento, entonces, ¿cómo puede derribar el régimen? Uno de los antiguos maestros de Guaidó, un profesor universitario, me dijo que le había hecho saber a su antiguo alumno que no asistiría a más manifestaciones hasta que supiera exactamente por qué se estaba manifestando . ¿Cuál es el camino realista para cambiar?
La polarización se suma a este cinismo al crear sospecha y desconfianza en ambos lados; la gente escucha a los políticos gritar consignas diametralmente opuestas o presentar hechos contradictorios, y su instinto es cubrirse los oídos. Luego se retiran hacia adentro, o se van, en gran número. Los 4.5 millones de personas que se cree que abandonaron Venezuela en los últimos años lo han hecho cruzando la frontera hacia países vecinos o buscando estudiar o trabajar en el extranjero. Históricamente, Venezuela fue un imán para los inmigrantes, no una fuente de refugiados. El éxodo actual ha dejado enormes brechas en muchas instituciones, familias separadas y círculos de amigos destruidos.
La segunda persona que conocí que comenzó a llorar fue un traductor. En un evento, respondí en inglés a una pregunta sobre la ola de refugiados venezolanos que ahora se está extendiendo por América del Sur, América del Norte y Europa. Cuando la traductora puso mi respuesta al español, se vino abajo. "De repente pensé en mis sobrinas y sobrinos", me dijo después. "Todos esos jóvenes esperanzados, todos se fueron".
La tercera vez que alguien lloró fue en circunstancias bastante diferentes. Estaba en La Vega, uno de los barrios marginales que se aferran a las colinas alrededor de Caracas, un poco como las favelas alrededor de Río de Janeiro. Los caminos pavimentados en La Vega atestiguan el dinero que una vez estuvo disponible para gastar en infraestructura; Los cables de electricidad y las tuberías de agua manipulados por el tambor atestiguan el declive de esa infraestructura. Estábamos sentados en una cocina comunitaria creada por un grupo llamado Alimenta la Solidaridad (un nombre que se traduce libremente como "solidaridad alimentaria"), que sirve comidas regulares a niños en barrios pobres. Esta es una de un par de iniciativas originalmente concebidas por Roberto Patiño, un joven político opositor convertido en activista humanitario. El primero es Mi Convive, el grupo que monitorea y mitiga la violencia; su nombre, también traducido libremente, significa "vivir juntos". Patiño era un líder estudiantil que hizo campaña en nombre de un anterior líder de la oposición, Henrique Capriles, quien se postuló para presidente y perdió por un margen pequeño y probablemente fraudulento en 2013. Mientras viajaba por el país, Patiño me dijo que estaba sorprendido por la falta de fe que la gente tuvo en todo el proceso. No odiaban a Capriles; simplemente pensaron que "todo lo relacionado con la política es una mentira".
Las organizaciones de Patiño no son políticas, y no tienen la intención de afectar directamente las campañas electorales. En cambio, buscan socavar la polarización y amortiguar el cinismo que ha congelado a la sociedad venezolana. La propaganda divide a las personas. El miedo los aísla. Por el contrario, Alimenta y Mi Convive crean proyectos que unen a las personas, independientemente de su estatus socioeconómico o puntos de vista políticos, construyendo redes de amistad y apoyo. Los proyectos están integrados, en parte, por personas educadas de clase media de entre 20 y 30 años que han decidido deliberadamente no emigrar, aunque cualquiera de ellos podría hacerlo. Alberto Kabbabe, cofundador y director ejecutivo de Alimenta, es licenciado en ingeniería química; Él dice que la mayoría de sus amigos universitarios se han ido a los Estados Unidos o Colombia. Cuando estaba en el movimiento estudiantil con Patiño, Kabbabe no se imaginaba a sí mismo dirigiendo cocinas comunitarias, pero ninguno del grupo sí. "Pensé que estaría haciendo política, pero algo más ... sofisticado", me dijo uno. Pero en una sociedad donde la política sofisticada se siente inútil e imposible, trabajar para crear vínculos entre barrios ricos y pobres se siente positivo y creativo. “El gobierno hizo creer a la gente que todos somos diferentes y enemigos. De hecho, todos somos diferentes, pero podemos trabajar juntos ”, me dijo Kabbabe.
Un trío de ellos me llevó a ver un par de cocinas en La Vega. Comenzamos con una visita a una escuela jesuita. Alimenta ha trabajado en estrecha colaboración con la orden, que tiene un interés particular en los refugiados y los muy pobres. Los padres jesuitas en Caracas, conocí a varios, me recordaron los tipos de sacerdotes que solían trabajar en barrios de clase trabajadora polacos en la década de 1980, cuando la Iglesia Católica era una institución nacional unificadora en Polonia y no era parte, como lo es ahora. , de una guerra divisiva sobre la cultura moderna .
De la escuela fuimos a una de las cocinas comunitarias, en realidad, un espacio de comedor ubicado en un piso de tierra debajo de un techo de chapa ondulada. Las mujeres que trabajaban allí eran todas voluntarias, algunas de las cuales habían perdido su acceso a las cajas de comida gratuitas del gobierno porque trabajaban para Alimenta. Dijeron que no les importaba, la comida que se sirve en las cocinas es más saludable de todos modos, y hay otros beneficios. "Podemos hacer algo para marcar la diferencia", me dijo uno de los voluntarios, y eso crea una especie de satisfacción psicológica, incluso aparte de la comida. Algunas de las mujeres se han convertido en defensoras de sus comunidades, hablando sobre el cierre de escuelas, la escasez de agua y las otras dificultades que el declive de Venezuela les ha impuesto.
Las condiciones fueron un poco mejores en otra sección de La Vega, más abajo de la ladera. Allí, la cocina comunitaria está dentro de un edificio real, conectado a un convento. En las paredes hay listas de menús diarios; el espacio huele ligeramente a desinfectante y los pisos brillan positivamente. El voluntario que dirige la cocina, canoso, vestido con jeans azules y una camiseta de Alimenta la Solidaridad, nos mostró los alrededores. Ella comenzó a contar la historia de su vida, una historia de mala suerte y crisis, un hijo que recibió un disparo durante la violencia local, otro que murió en un accidente. Pero ahora ha tenido cierto éxito: sus hijas están estudiando y está alimentando a sus hijos, un papel que le permite vigilar a las familias locales en problemas. Esto es cuando ella comenzó a llorar. Una de las mujeres de Alimenta, varias décadas más joven, de un vecindario diferente y de una familia más afortunada, se levantó y le puso la mano en el hombro. La mujer mayor se detuvo por un momento y luego retomó su historia.
Estoy tentado a terminar aquí con una advertencia, porque Venezuela representa la conclusión de muchos procesos que vemos en el mundo de hoy. Venezuela es el final del marxismo ideológico; la culminación del asalto a la democracia, los tribunales y la prensa que ahora se desarrolla en tantos países; y el límite exterior de la política de polarización. Pero no quiero, como tantos lo han hecho, tratar a Venezuela como un simple símbolo. Es un lugar real, y las dificultades que enfrentan las personas que viven allí no han terminado, culminado o limitado en absoluto. Independientemente de lo que hagan los Estados Unidos y otros miembros de la comunidad internacional en Venezuela, el objetivo debe ser ayudar a los verdaderos venezolanos, no promover un argumento ideológico, especialmente a medida que las crisis humanitarias y políticas se profundizan y se extienden.

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DEPENDE DEL DÍA

CONVERSACIONES DE LA PANDEMIA
Anne Applebaum: “Estos momentos serán recordados como una gran ruptura histórica”
La historiadora advierte sobre los riesgos que afronta la democracia y que Occidente puede perder el liderazgo mundial si su gestión de la pandemia no es buena
Félix Badía

La historiadora y periodista Anne Applebaum (Washington DC, 1964) ha dedicado buena parte de su trayectoria a estudiar el convulso siglo XX de Europa del Este y la URSS. El último de sus libros, Hambruna roja (Debate), relataba la criminal política de Stalin respecto a Ucrania. Desde entonces, sin embargo, esta escritora, columnista también de The Atlantic , ha centrado su análisis en la crisis de la democracia liberal, un proceso de degradación en el que ahora se cruza la epidemia de coronavirus que ha incrementado aún más las incertidumbres. ¿Optimista o pesimista? “Depende del momento del día”.
La epidemia de coronavirus ha llegado en un momento en que las democracias liberales tienen mala salud. De hecho, ese es el tema de su próximo libro. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Para mí el principal problema de muchas democracias liberales es que los sistemas políticos no han sido capaces de evolucionar a la misma velocidad que los cambios tecnológicos, económicos y de la información. En un momento en que tantas cosas se pueden hacer rápidamente, la democracia toma mucho tiempo y da la impresión de que no ofrece respuestas de forma ágiles. La gente, entonces, busca atajos en sistemas diferentes: “tal vez el sistema chino es mejor, tal vez el ruso es mejor, tal vez ellos pueden tomar decisiones más rápidamente…”.
A eso se añade que hay dos crisis, una real y otra, digamos, más imaginaria, vinculadas ambas a la globalización y que esta epidemia ha exacerbado. La primera es que ya hace años que para mucha gente se ha hecho evidente que sus gobiernos no tienen el control de las economías, ven que decisiones tomadas en China o en Washington pueden afectar a su negocio, por ejemplo, en Barcelona. En cierta forma eso puede llevar a revivir ciertos tipos de nacionalismo.
Pero hay un segundo aspecto que reside en la naturaleza de los nuevos medios de comunicación que están debilitando a los medios tradicionales. En consecuencia, las sociedades que antes estaban acostumbradas a un debate público ahora, en cambio, se encuentran divididas en algo parecido a dos cámaras de eco en cuyo interior se producen los debates.
Las democracias se están deteriorando, pero ¿cree que la epidemia de coronavirus puede acelerar este proceso?
No quiero predecir lo que ocurrirá, porque están sucediendo muchas cosas todavía. Vemos, por ejemplo, que la gente está dispuesta a ceder en muchas cosas, como la libertad a cambio de seguridad. Siempre en la historia se puede constatar que cuando la gente teme a la muerte o a una pandemia está dispuesta a ceder poderes al Estado, a diferencia de lo ocurre en momentos de normalidad. La pregunta es cuánto y cómo los Estados van a utilizar esa posibilidad, si van a aprovechar esta situación o no para acumular poder en una persona o un partido político, si estos cambios van a producirse por un período corto y luego esos poderes volverán a la gente. Eso depende mucho de qué decisiones tomen los gobiernos próximamente.
Está viniendo un gran cambio en este sentido, en el que Asia va delante de nosotros, y, al margen de China, sino a países como Corea del Sur o Taiwan, que son democracias. Se trata de empezar a entender el uso de la tecnología o de la inteligencia artificial para monitorizar y centralizar la gestión contra la pandemia. Mucha gente en esas sociedades está dispuesta a ceder un cierto nivel de privacidad a cambio de la seguridad y de que las economías sigan funcionando. Creo que en algún momento tendremos este debate también en los países occidentales, y de nuevo, veremos qué decisiones tomamos al respecto, si serán temporales o permanentes o quién controlará los datos. Ese será un tema muy importante de debate en el próximo año.
Pero también hay oportunidades para modernizar la democracia.
¿Qué oportunidades de modernización?
La modernización del Estado, y no puedo hablar por España, pero sí por Estados Unidos o Polonia, que son los países en los que vivo. Uno de los aspectos que esta crisis ha mostrado es que tenían una total falta de preparación desde el punto de vista del sistema sanitario, de la interpretación de la información o de la política de comunicación, que en Estados Unidos y la Casa Blanca ha estado llena de fallos.
No podemos seguir en un mundo moderno con este tipo de incompetencia, que haya gente incapaz en los servicios de salud pública. Hay que revisar los mecanismos por los cuales esa gente llega a los puestos en que se toman decisiones o por los que se hace seguimiento de la salud de la población.
Por otra parte, el funcionamiento del Gobierno y de la burocracia, el desplazamiento de muchas operaciones de la administración hacia el ámbito online es algo que va a suceder, y tenemos que ver cómo hacemos eso de forma eficiente y segura para la gente, preservando la privacidad y la libertad.
Las democracias, de alguna manera, se la están jugando. Si gestionan mal la situación actual pueden dar alas a los movimientos autoritarios.
Es posible. Si los países occidentales no consiguen gestionar bien esta situación y en cambio los países asiáticos sí, será un gran desprestigio para Occidente. Una de las realmente grandes tragedias del momento es que Estados Unidos tiene hoy a un presidente como Donald Trump . En lugar de tener a alguien que buscara unir a personas y esfuerzos para combatir el coronavirus, le tenemos a él, y el problema no es que sólo que sea un nacionalista, sino que es un narcisista que no está interesado realmente en el destino de su país. Tenemos una terrible mala suerte en estos momentos. El país líder del mundo occidental en las últimas décadas está ahora liderado por la persona más catastróficamente errónea.
Tal vez los europeos encuentren la manera de trabajar conjuntamente en los próximos meses, tal vez pasado el primer shock Alemania y los países grandes de la Unión Europea puedan encontrar la manera de coordinarse. Si, en cambio, los países democráticos de Asia, como Taiwan, Corea o Japón, que tienen buenos sistemas de sanidad y una burocracia más sofisticada, dan una mejor respuesta, el liderazgo de Occidente se verá seriamente cuestionando.
En estos días la Unión europea en conjunto está siendo criticada por no ser capaz de dar la respuesta necesaria a lo que está sucediendo.
Creo que la crítica a la UE es injusta porque no tienen competencias en salud pública, que depende de las autoridades estatales. Aquí lo que está por ver es como la UE gestionará la crisis económica que está viniendo.
En general, aunque no tenemos la perspectiva histórica, ¿usted cree que esta crisis representará un paréntesis o una ruptura?
No me gustan las predicciones y no sé qué pasará la semana que viene, pero no hay duda de que esta época será recordada como una ruptura importante. Lo que sucederá a continuación depende de las decisiones que tomen los países en las próximas semanas. Pero creo que sí, estamos en un gran momento de cambio.
¿Es usted optimista o pesimista?
¿Sabe? Depende del momento del día. Me levanto por la mañana, veo la luz del sol y me siento optimista; pero empiezo a leer las noticias y me siento pesimista. Pero si transitamos a través de esta situación sin que se produzca una gran tragedia y si tomamos las decisiones correctas, seremos más pobres en los próximos meses y años, sí, pero tampoco creo que será el fin del mundo, no soy apocalíptica en ese sentido. Es una gran ruptura, el sistema mundial tal como lo conocemos está dejando de funcionar en estos momentos y cuando se ponga en marcha de nuevo será muy diferente.

Fuente:
Cfr.

viernes, 3 de abril de 2020

DEL PODER ACRECENTADO

When Disease Comes, Rulers Grab More Power
Anne Applebaum / The Atlantic Post Column

That same day, we called our college-freshman son in the United States and told him to get to the airport. He had been planning to stay with friends and family after his university closed. Instead, we gave him 30 minutes’ notice to get on one of the last flights to London, connecting to one of the last flights to Berlin. By the time he landed in Europe on Sunday, Poland had shut its borders to all public transportation. He took a train from Berlin to Frankfurt an der Oder, a town at the Polish-German border. Then he got out and walked across, carrying his luggage, as if in a Cold War movie about a spy exchange. He saw roadblocks, soldiers with guns, men in hazmat suits taking temperatures. My husband picked him up on the other side.
Poland was not the first European country to shut its borders, nor was it the last. About a dozen European countries have now halted or dramatically slowed border crossings. In addition, the Schengen Area—the European Union’s free-movement zone—has now stopped admitting non-EU citizens. The medical evidence for these dramatic border closures is muddy: Amy Pope, a former National Security Council staffer who worked on the Ebola crisis in 2014, told me that the Obama administration considered closing borders to travelers from West Africa at the time, but “scientists strongly advised against it, as it would likely make the outbreak worse.” Border closures, without careful planning, can slow down movement of equipment and expertise or create clusters of infectious people at airports and other checkpoints. Closures also give the illusion of resolute action without changing the reality on the ground. Back in January, President Donald Trump’s decision to stop flights from China gave him and his administration the false sense that they had stopped COVID-19. They had not.
In Poland’s case, the abrupt, seemingly unplanned decision caused massive chaos. Polish citizens are now stranded all over the place, and the government has been forced to arrange charter flights to get them home. Thousands of citizens of Ukraine, Belarus, and the Baltic states—including truck drivers and tourists just trying to get home—were lined up in their cars at the Polish-German border for several days, using nearby fields as a toilet, because border guards were refusing non-Poles entry. The German Red Cross was handing out food, drinks, and blankets.
None of these harsh, dramatic measures stopped the virus in Poland. The epidemic had already begun to spread a few weeks earlier and is still spreading. But despite the chaos—perhaps even because of the chaos—the border clampdown is immensely popular. The state is doing something. And this may be a harbinger of what is to come.
There is nothing new about the sudden enthusiasm for aggressive government intervention during a health crisis. Throughout history, pandemics have led to an expansion of the power of the state. As the Black Death spread across Europe in 1348, the authorities in Venice closed the city’s port to vessels coming from plague-infested areas and forced all travelers into 30 days of isolation, which eventually became 40 days; hence the word quarantine. A couple of centuries later, William Cecil, the chief minister to Queen Elizabeth I, battled the plague in England with a law that allowed authorities to shut the sick in their houses for six weeks. A few years later, the Plague Act of 1604 made criticizing these and other measures illegal.
At least while they were frightened, people complied. At times when people fear death, they go along with measures that they believe, rightly or wrongly, will save them—even if that means a loss of freedom. Such measures have been popular in the past. Liberals, libertarians, democrats, and freedom-lovers of all kinds should not fool themselves: They will be popular now too.
In some European countries, we are already watching that process unfold with a good deal of social consensus. Italy has gone into total lockdown. All shops and businesses are closed except those deemed essential; roadblocks are in place to prevent unnecessary travel; public parks and playgrounds are shut. Italian police already have fined tens of thousands of people for being outside without a valid reason. Since last Tuesday, Paris has been on a similarly stringent lockdown. You cannot leave home without filling out a form; 100,000 police officers have been assigned to make sure people don’t break the rules. On one day alone—Wednesday of last week—French police issued 4,000 fines for being outside for nonessential reasons.
Harsh, yes—but people now accept these measures as necessary. The Italian prime minister, Giuseppe Conte, enjoys the support of seven out of 10 Italians at the moment, an extraordinary number in a country that historically distrusts its politicians. The French president, Emmanuel Macron, has openly described the fight against the virus as a “war,” and this tougher approach and language have won him a majority of national approval too.
Taking advantage of this impulse, some are already going much farther. On Friday, the Hungarian government sent a bill to Parliament that will give dictatorial powers to the prime minister, Viktor Orbán, in the name of the “emergency.” For an indefinite period of time, he will be able to ignore whichever laws he wishes, without consulting legislators; elections and referenda are to be suspended. Breaking of quarantine will become a crime, punishable by a prison sentence. The spread of false information or other information that causes “disturbance” or “unrest” will also be a crime, also punishable by a prison sentence. It is unclear who will define false: The language is vague enough that it could include almost any criticism of the government’s public-health policy. None of this will fix the fact that Hungary is one of the European countries least prepared to fight the pandemic—not least because the policies of its nationalist government persuaded so many educated people, doctors included, to leave the country.
In normal times, the Hungarian opposition would never support such a blatant transfer of power, especially one that seems designed to hide the government’s failures. But at this time, some who would normally oppose the government will go along. “All of their warning systems have been switched off,” Péter Krekó, a Hungarian analyst, told me. At this moment of rising fear, he said, nobody wants to be seen as unpatriotic, as somehow harming the health and safety of Hungarians. Everybody wants to believe in the essential goodness of the nation and the state.
A similarly abrupt transition is taking place in Israel, where Benjamin Netanyahu—still prime minister despite having lost a recent election—has enacted an emergency decree that allows him to postpone the start of his own criminal trial and that prevents the newly elected Israeli Parliament, in which the opposition has a majority, from convening. He has also given himself huge new powers of surveillance without any oversight. Institutions and tactics normally used to track terrorists will now be used to monitor quarantine compliance, follow average citizens’ activity and movement, and keep track of their temperatures and health status. A part of the Israeli population will never accept either the enhanced role of security services or Netanyahu’s self-interested crackdown: The English edition of the newspaper Ha’aretz has already dubbed these moves a “corona-coup.” But as long as Israelis are frightened, another part of the population will.
Americans should be prepared for their fellow citizens to react the same way. Our federal system does give us some advantage: Quarantine powers vary from state to state; those who enforce them are more likely to be state police than federal security services. But the American president has already proved that he prefers gesture politics to real measures, border closures to the mass production of masks and test kits. More to the point, he has a longer record: The Ukraine scandal showed us that Trump has little respect for rule of law, and the Mueller investigation showed us that he cares little for the independence of the Department of Justice. He has already abused government power for political reasons, and he has a loud claque of supporters who have applauded him for doing so. In the coming weeks or months, it is very likely that he will use this crisis to accrue more power, just like Orbán and Netanyahu have, and it is very likely that Fox News will support him. So will many Americans. The Department of Justice, Politico has reported, has already asked Congress for powers to detain Americans without trial, even though such powers are not remotely necessary. Those lawmakers who resist these and similar measures to come should prepare to be accused of endangering their constituents’ lives.
In an alternate universe with a different president, health officials in the United States could have had better options, better ways to channel public anxiety, better ways to monitor the public’s well-being, using technology and without suspending the rule of law. South Korea, a flourishing and robust democracy, is using apps to track coronavirus patients and others under quarantine yet has not felt the need to suspend Parliament. Sema Sgaier of the Surgo Foundation, an organization that promotes the use of data and behavioral science in public health, points out that technology can help in other ways—for instance, by monitoring outbreaks of COVID-19 so that quarantines and lockdowns can be targeted to particular neighborhoods or towns, thereby avoiding the blanket shutdowns that entire American states have imposed. It should also be possible to use tracking technology in transparent ways, offering citizens the right to log out of the system once the pandemic is over.
Here in Poland, the government is a long way away from deploying such sophisticated tactics, and the old methods are still in place. Local police in our rural district have been phoning, regularly, to make sure that everyone in our house remains inside: 14 days of quarantine are now compulsory for everyone in the country who has returned from abroad. They have been polite. I understand that they are doing their jobs, and I understand that the point is to make people safe. But neither I nor anyone else on their lists has any way of knowing whether, after this epidemic subsides, new powers ceded to the authorities during the crisis will ever be given back.

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Cuando llega la enfermedad, los gobernantes toman más poder
Anne Applebaum

El 13 de marzo, el viernes 13, como sucedió, mi esposo conducía por una carretera polaca cuando dio la noticia y se enteró de que las fronteras del país se cerrarían en 24 horas. Se detuvo y me llamó. Compré un boleto de Londres a Varsovia minutos después. No vivo allí todo el tiempo, pero mi esposo es polaco, la única casa que tengo es en la Polonia rural, y quería estar en ella. A la mañana siguiente, el aeropuerto de Heathrow estaba aterradoramente vacío, excepto por el vuelo de Varsovia, que estaba lleno de personas que intentaban obtener uno de los últimos viajes comerciales de regreso a su país. Durante el check-in, los agentes se negaron a subir a los pasajeros sin un pasaporte polaco (tengo uno) o documentos de residencia. Entonces alguien se dio cuenta de que las nuevas reglas entraron en vigencia solo a la medianoche, así que presencié una conversación entre uno de los mayordomos y dos pasajeros no polacos: “Te das cuenta de que tal vez no puedas volar de nuevo. Te das cuenta de que puedes estar en Varsovia durante mucho tiempo ...
Ese mismo día, llamamos a nuestro hijo de primer año de la universidad en los Estados Unidos y le dijimos que fuera al aeropuerto. Había planeado quedarse con amigos y familiares después del cierre de su universidad. En cambio, le avisamos con 30 minutos de anticipación para tomar uno de los últimos vuelos a Londres, conectando con uno de los últimos vuelos a Berlín. Cuando aterrizó en Europa el domingo, Polonia había cerrado sus fronteras a todo el transporte público. Tomó un tren de Berlín a Frankfurt an der Oder, una ciudad en la frontera polaco-alemana. Luego salió y cruzó, cargando su equipaje, como en una película de la Guerra Fría sobre un intercambio de espías. Vio barricadas, soldados con pistolas, hombres con trajes de materiales peligrosos que tomaban temperaturas. Mi esposo lo recogió del otro lado.
Polonia no fue el primer país europeo en cerrar sus fronteras, ni fue el último. Alrededor de una docena de países europeos han detenido o reducido drásticamente los cruces fronterizos. Además, el espacio Schengen, la zona de libre circulación de la Unión Europea, ha dejado de admitir a ciudadanos no pertenecientes a la UE. La evidencia médica de estos dramáticos cierres de fronteras es confusa: Amy Pope, ex miembro del personal del Consejo de Seguridad Nacional que trabajó en la crisis del Ébola en 2014, me dijo que el gobierno de Obama consideró cerrar las fronteras a los viajeros de África occidental en ese momento, pero "los científicos desaconsejado, ya que probablemente empeoraría el brote ". El cierre de las fronteras, sin una planificación cuidadosa, puede ralentizar el movimiento de equipos y experiencia o crear grupos de personas infecciosas en aeropuertos y otros puntos de control. Los cierres también dan la ilusión de una acción decidida sin cambiar la realidad sobre el terreno. En enero, la decisión del presidente Donald Trump de detener los vuelos desde China les dio a él y a su administración la falsa sensación de que habían detenido COVID-19. No lo hicieron.
En el caso de Polonia, la decisión abrupta y aparentemente no planificada causó un caos masivo. Los ciudadanos polacos ahora están varados por todas partes, y el gobierno se ha visto obligado a organizar vuelos charter para llevarlos a casa. Miles de ciudadanos de Ucrania, Bielorrusia y los estados bálticos, incluidos camioneros y turistas que intentaban llegar a casa, estuvieron en fila en sus automóviles en la frontera polaco-alemana durante varios días, utilizando los campos cercanos como un retrete, porque los guardias fronterizos estaban rechazando la entrada no polaca. La Cruz Roja Alemana estaba repartiendo comida, bebidas y mantas.
Ninguna de estas medidas duras y dramáticas detuvo el virus en Polonia. La epidemia ya había comenzado a extenderse unas semanas antes y todavía se está extendiendo. Pero a pesar del caos, tal vez incluso por el caos, la represión fronteriza es inmensamente popular. El estado está haciendo algo. Y esto puede ser un presagio de lo que está por venir.
No hay nada nuevo sobre el repentino entusiasmo por la intervención agresiva del gobierno durante una crisis de salud. A lo largo de la historia, las pandemias han llevado a una expansión del poder del estado. A medida que la Peste Negra se extendió por Europa en 1348, las autoridades de Venecia cerraron el puerto de la ciudad a embarcaciones procedentes de zonas infestadas de plagas y obligaron a todos los viajeros a 30 días de aislamiento, que finalmente se convirtieron en 40 días; de ahí la palabra cuarentena . Un par de siglos después, William Cecil, el primer ministro de la reina Isabel I, luchó contra la peste en Inglaterra con una ley que permitía a las autoridades encerrar a los enfermos en sus casas durante seis semanas. Unos años más tarde, la Ley de Plaga de 1604 hizo que criticar estas y otras medidas fuera ilegal.
Al menos mientras estaban asustados, la gente obedeció. En los momentos en que las personas temen a la muerte, adoptan medidas que creen, correcta o incorrectamente, las salvarán, incluso si eso significa una pérdida de libertad. Tales medidas han sido populares en el pasado. Los liberales, los libertarios, los demócratas y los amantes de la libertad de todo tipo no deben engañarse a sí mismos: ahora también serán populares.
En algunos países europeos, ya estamos viendo cómo se desarrolla ese proceso con un buen consenso social. Italia ha entrado en un encierro total. Todas las tiendas y negocios están cerrados, excepto los que se consideran esenciales; existen obstáculos para evitar desplazamientos innecesarios; Los parques públicos y parques infantiles están cerrados. La policía italiana ya ha multado a decenas de miles de personas por estar afuera sin una razón válida. Desde el martes pasado, París ha estado en un bloqueo igualmente estricto . No puede salir de casa sin completar un formulario; Se han asignado 100,000 policías para asegurarse de que las personas no infrinjan las reglas. Solo en un día, el miércoles de la semana pasada, la policía francesa emitió 4.000 multas por estar afuera por razones no esenciales.
Duro, sí, pero la gente ahora acepta estas medidas según sea necesario. El primer ministro italiano, Giuseppe Conte, cuenta con el apoyo de siete de cada 10 italianos en este momento, un número extraordinario en un país que históricamente desconfía de sus políticos. El presidente francés, Emmanuel Macron, describió abiertamente la lucha contra el virus como una "guerra", y este enfoque y lenguaje más duros también le han valido la aprobación nacional.
Aprovechando este impulso, algunos ya están yendo mucho más lejos. El viernes, el gobierno húngaro envió un proyecto de ley al Parlamento que otorgará poderes dictatoriales al primer ministro, Viktor Orbán, en nombre de la "emergencia". Por un período de tiempo indefinido, podrá ignorar las leyes que desee, sin consultar a los legisladores; Las elecciones y los referendos se suspenderán. La ruptura de la cuarentena se convertirá en un delito, punible con una pena de prisión. La difusión de información falsa u otra información que causa "disturbios" o "disturbios" también será un delito, también castigable con una pena de prisión. No está claro quién definirá falso: el lenguaje es lo suficientemente vago como para incluir casi cualquier crítica a la política de salud pública del gobierno. Nada de esto solucionará el hecho de que Hungría es uno de los países europeos menos preparados para combatir la pandemia, sobre todo porque las políticas de su gobierno nacionalista persuadieron a tantas personas educadas, incluidos los médicos, a abandonar el país.
En tiempos normales, la oposición húngara nunca apoyaría una transferencia de poder tan descarada, especialmente una que parece diseñada para ocultar los fracasos del gobierno. Pero en este momento, algunos que normalmente se opondrían al gobierno seguirán. "Todos sus sistemas de advertencia han sido desconectados", me dijo Péter Krekó, un analista húngaro. En este momento de creciente miedo, dijo, nadie quiere ser visto como antipatriótico, ya que de alguna manera perjudica la salud y la seguridad de los húngaros. Todos quieren creer en la bondad esencial de la nación y el estado.
Se está produciendo una transición igualmente abrupta en Israel, donde Benjamin Netanyahu, aún primer ministro a pesar de haber perdido una elección reciente, ha promulgado un decreto de emergencia que le permite posponer el inicio de su propio juicio penal y eso impide que el recién elegido Parlamento israelí, en el que la oposición tiene mayoría, desde la convocatoria. También se ha dado enormes poderes nuevos de vigilancia sin ningún tipo de supervisión. Las instituciones y tácticas que normalmente se usan para rastrear a los terroristas ahora se usarán para monitorear el cumplimiento de la cuarentena, seguir la actividad y el movimiento de los ciudadanos promedio y realizar un seguimiento de sus temperaturas y estado de salud. Una parte de la población israelí nunca aceptará el papel mejorado de los servicios de seguridad o la represión egoísta de Netanyahu: la edición en inglés del periódico Ha'aretz ya ha calificado estos movimientos como un "golpe de corona". Pero mientras los israelíes estén asustados, otra parte de la población lo hará.
Los estadounidenses deberían estar preparados para que sus conciudadanos reaccionen de la misma manera. Nuestro sistema federal nos da algunas ventajas: los poderes de cuarentena varían de estado a estado ; quienes los hacen cumplir son más propensos a ser policías estatales que servicios de seguridad federales. Pero el presidente estadounidense ya ha demostrado que prefiere la política gestual a las medidas reales, el cierre de fronteras a la producción en masa de máscaras y kits de prueba. Más concretamente, tiene un historial más largo: el escándalo de Ucrania nos mostró que Trump tiene poco respeto por el estado de derecho, y la investigación de Mueller nos mostró que le importa poco la independencia del Departamento de Justicia. Ya ha abusado del poder del gobierno por razones políticas, y tiene un fuerte grupo de seguidores que lo aplaudieron por hacerlo. En las próximas semanas o meses, es muy probable que use esta crisis para acumular más poder, al igual que Orbán y Netanyahu, y es muy probable que Fox News lo apoye. También lo harán muchos estadounidenses. El Departamento de Justicia, informó Politico , ya ha pedido poderes al Congreso para detener a estadounidenses sin juicio, a pesar de que dichos poderes no son remotamente necesarios. Los legisladores que resisten estas y otras medidas similares por venir deberían prepararse para ser acusados ​​de poner en peligro la vida de sus electores.
En un universo alternativo con un presidente diferente, los funcionarios de salud en los Estados Unidos podrían haber tenido mejores opciones, mejores formas de canalizar la ansiedad pública, mejores formas de monitorear el bienestar del público, utilizando la tecnología y sin suspender el estado de derecho. Corea del Sur, una democracia floreciente y robusta, está utilizando aplicaciones para rastrear a pacientes con coronavirus y otras personas en cuarentena, pero no ha sentido la necesidad de suspender el Parlamento. Sema Sgaier de la Fundación Surgo, una organización que promueve el uso de datos y ciencias del comportamiento en la salud pública, señala que la tecnología puede ayudar de otras maneras, por ejemplo, al monitorear los brotes de COVID-19 para que las cuarentenas y los bloqueos puedan ser atacados. a barrios o ciudades particulares, evitando así los cierres generales que han impuesto estados estadounidenses completos. También debería ser posible utilizar la tecnología de seguimiento de manera transparente, ofreciendo a los ciudadanos el derecho de cerrar sesión en el sistema una vez que la pandemia haya terminado.
Aquí en Polonia, el gobierno está muy lejos de desplegar tácticas tan sofisticadas, y los viejos métodos aún están vigentes. La policía local en nuestro distrito rural ha estado llamando regularmente para asegurarse de que todos en nuestra casa permanezcan adentro: 14 días de cuarentena ahora son obligatorios para todos en el país que han regresado del extranjero. Han sido educados. Entiendo que están haciendo su trabajo, y entiendo que el punto es hacer que las personas estén seguras. Pero ni yo ni nadie más en sus listas tenemos alguna manera de saber si, después de que esta epidemia disminuya, los nuevos poderes cedidos a las autoridades durante la crisis serán devueltos.

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Brevísima nota LB: Magnífica portada. Pequeño fomato el original, hubo que capturar la imagen.