Tlatelolco: El terremoto histórico de 1968
Enrique Krauze
CIUDAD DE MÉXICO — “El gobierno caerá en un descrédito que nada ni nadie lavará jamás”, escribió el gran historiador liberal Daniel Cosío Villegas tras la matanza del 2 de octubre de 1968, que acabó de tajo con el movimiento estudiantil. Como estudiante de ingeniería en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), participé en el movimiento, acudí a sus manifestaciones y mítines y, a cincuenta años de los hechos, puedo atestiguar el cumplimiento de esa profecía. El 68 fue un terremoto histórico que cambió para bien la vida política de México. Sus efectos llegan hasta nuestros días.
Las metas inmediatas del movimiento eran muy modestas: entre otras, la remoción de jefes de la policía y la derogación de una ley que penaba con cárcel la disidencia política. Los estudiantes no queríamos derrocar al gobierno ni desatar una nueva Revolución cubana. Tampoco teníamos en mente la democracia. Nunca pensamos en fundar un partido, exigir instituciones electorales autónomas o promover el respeto al voto. Lo que en el fondo queríamos era libertad: libertad de manifestación, de expresión y de crítica. A un alto costo las conquistamos, y al paso del tiempo contribuimos indirectamente a la democratización de México. El reciente triunfo de Andrés Manuel López Obrador confirma ese legado: por primera vez en la historia de este país, la izquierda ha llegado al poder en un marco de libertad y por la vía democrática.
La sorpresa de las mujeres de La Paz
En los años sesenta, la juventud mexicana se sentía —como había previsto Octavio Paz en El laberinto de la soledad— “contemporánea de todos los hombres”. Adoptamos los cambios culturales de la época, desde la música, la vestimenta y el pelo largo hasta la libertad sexual y la experimentación con drogas. Nos emocionaba la insurgencia estudiantil en París y Berlín. También nosotros queríamos “prohibir lo prohibido” y lanzar proclamas sobre la revolución y el amor. También nosotros leíamos a Frantz Fanon, Herbert Marcuse y otros teóricos de la liberación.
Las fuentes principales de nuestra rebeldía eran internas. Éramos hijos de la exitosa modernización económica de las últimas tres décadas, pero nos repugnaba el opresivo sistema político del Partido Revolucionario Institucional (PRI), con su retórica caduca, vacía y autocomplaciente. Tuvimos la osadía de pedir un diálogo público con el gobierno. En las calles exclamábamos “¡México, libertad!”. Festivos, irreverentes, exaltados, incendiarios, llegamos a ser alrededor de 400.000.
Por desgracia, nuestro ánimo libertario estaba destinado a chocar con Gustavo Díaz Ordaz, el más autoritario e intolerante de los presidentes de México. Ante la inminencia de las Olimpiadas, que se inaugurarían el 12 de octubre, estaba convencido de que México se había vuelto el escenario de un complot del bloque soviético. “La patria está en peligro”, “Hay que salvar a México”, repetía.
Todo ocurrió en tres meses vertiginosos. El 22 de julio, una pelea callejera entre muchachos de dos escuelas de educación media superior desató la intervención violenta de la policía. El 30, el Ejército atacó la antigua Escuela Nacional Preparatoria, donde centenares de estudiantes se habían replegado. Hubo aproximadamente cien detenidos y algunos heridos. El 1 agosto, Javier Barros Sierra, rector de la UNAM, encabezó la primera de varias marchas de protesta que se sucedieron hasta mediados de septiembre. Sabíamos que los tanques rusos habían aplastado la Primavera de Praga, pero las amenazas del presidente no nos arredraban. Seguramente, no ocurriría aquí.
Pero ocurrió. El 2 de octubre sobrevino el desenlace. Aunque el Ejército tenía órdenes de disolver el mitin de esa tarde en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, el asalto terminó en un fuego cruzado entre los soldados y ciertos francotiradores misteriosos pertenecientes al “Batallón Olimpia”, un grupo paramilitar creado por el gobierno, apostados en los edificios contiguos. Quienes pagaron con su vida fueron los estudiantes desarmados. El infierno duró horas. Nadie supo jamás el número de muertos. Se habló de cientos. Quizá no llegaron a cien, pero las escenas de horror, las aprensiones y encarcelamientos, los testimonios de tortura, quedarían impresos en la memoria colectiva hasta el día de hoy.
Mientras un soldado mexicano yace herido en el suelo, otro dispara a los manifestantes en Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968 Credit Archivo
A lo largo de los años se han manejado diversas teorías. Si bien la CIA parecía creer en una conspiración fraguada por Cuba, esta era improbable: México era el único país latinoamericano que se había negado a romper con Castro. Pero esa era la teoría que desvelaba al presidente. En sus memorias inéditas, que pude consultar para mi Biografía del poder, Díaz Ordaz asentó que México estaba “en guerra”. Los estudiantes eran “los contrarios”. Tras la matanza escribió, complacido: “Por fin habían ganado sus ‘muertitos’”.
La verdadera guerra que se libraba en México era la batalla por la sucesión presidencial de 1970. Como era la costumbre desde 1929, el presidente nombraba a su sucesor. Varios secretarios luchaban a muerte por hacer méritos. Ganó finalmente Luis Echeverría, el que a los ojos de Díaz Ordaz tenía “más pantalones”, “el más entrón”. También el que alimentaba su paranoia.
Quizá la mayor contribución del 68 fue a favor de la libertad de expresión. Aunque como presidente —de 1970 a 1976—, Echeverría quiso congraciarse con los universitarios dando un giro retórico a la izquierda, la crítica del diario Excélsior, muy en el espíritu del 68, lo exasperó hasta maquinar en julio de 1976 un golpe que destituyó a su director, Julio Scherer. De nada le sirvió, porque Scherer fundó de inmediato la revista independiente Proceso. Simultáneamente, Octavio Paz fundó Vuelta, una revista cultural también independiente. En unos años aparecieron diarios combativos, como La Jornada y después Reforma. Tras la derrota del PRI en 2000, la libertad de expresión se consolidó en los medios masivos. Su enemigo actual es la alianza del crimen organizado y los gobiernos locales corruptos.
La democracia tardó más en prender. La intensa actividad guerrillera de un sector proveniente del movimiento estudiantil terminó por persuadir al gobierno en 1978 sobre la necesidad de legalizar al Partido Comunista y abrir a la izquierda revolucionaria la vía electoral. En los ochenta, bajo la plena hegemonía del PRI, hubo una creciente competencia de partidos. En los noventa se creó el Instituto Federal Electoral, órgano autónomo del gobierno para organizar las elecciones. El arribo de la democracia dio dos victorias sucesivas al PAN (2000 y 2006), devolvió el poder al PRI (en 2012) y finalmente, en julio de 2018, dio el triunfo al Movimiento de Regeneración Nacional (Morena).
Miembros del ejército custodian la entrada a la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco el 3 de octubre, un día después de la matanza. Credit AP Photo/Jesús Díaz
A cincuenta años de aquel terremoto político del 68, la profecía de Cosío Villegas ha llegado a su desenlace natural. Aunque el PRI sobrevive, ya no es un sistema o un régimen, es un partido más, que no supo borrar las sombras de su pasado. Su derrota es la prueba mayor de que los mexicanos llevamos veinte años de vivir en un régimen democrático que garantiza las libertades y la alternancia de gobierno en todos los niveles.
Con las reglas e instituciones de esa misma democracia, y haciendo uso pleno de esas libertades, Andrés Manuel López Obrador ha logrado una votación que le da el control del Congreso y de la mayor parte de los congresos estatales. Tiene la vía abierta para modificar la Constitución y dominar al Poder Judicial. Tendrá el poder absoluto, como lo tuvieron los presidentes del PRI, incluidos Díaz Ordaz y Echeverría. Es de esperarse que lo use con la moderación, tolerancia, pluralidad y voluntad de diálogo que aquellos presidentes no tuvieron. Y ojalá respete la libertad de expresión, el mejor legado del movimiento estudiantil de 1968.
Fuente:
https://www.nytimes.com/es/2018/09/30/opinion-enrique-krauze-tlatelolco-68/
EL PAÍS, Madrid, 2 de octubre de 2018
JUEGOS OLÍMPICOS
“¡No queremos Olimpiada, queremos revolución!”
Este martes se cumplen 50 años de la masacre en Tlatelolco previa a la apertura de los históricos Juegos Olímpicos de México 68
Joaquín Estefanía
Los Juegos Olímpicos de México se inauguraron con un vuelo de pichones de la paz, el 12 de octubre de 1968. Lo hizo el presidente Gustavo Díaz Ordaz “con una sonrisa de satisfacción tan amplia como su hocico sangriento”, escribe Carlos Fuentes. El novelista se refiere con su mención a la sangre a la matanza de la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, apenas una semana antes (2 de octubre), en la que centenares, quizá miles de personas (50 años después todavía no hay cifras oficiales) fueron ametralladas, detenidas o desaparecieron bajo la acción de la policía y el ejército mexicano. Para la historia ha quedado esa masacre mucho más que los propios Juegos Olímpicos.
En aquel momento, los estudiantes universitarios del Distrito Federal seguían la senda de las movilizaciones juveniles que estaban teniendo lugar ese año en otras muchas partes del planeta (Francia, Checoslovaquia, EE UU, Italia, etcétera). Habían comenzado a moverse desde el mes de julio, y entre sus manifestaciones destacaban, entre otras, la de las antorchas o la “marcha del silencio”, ambas en septiembre, en reivindicación de las libertades y de mayor democracia, en un país calificado por escritores como Mario Vargas Llosa (entonces muy cercano al castrismo) como “la dictadura perfecta”. En ese periodo, los universitarios mexicanos sentían la emulación de la revolución cubana, todavía en todo su esplendor, y de personajes como Fidel Castro o el Che Guevara (muerto un año antes, en Bolivia). Fidel, el Che y el resto de los barbudos salieron de México —donde estaban exiliados— hacia su gesta cubana, en el Granma. Entre las consignas más repetidas están las de “¡No queremos Olimpiada, queremos revolución!”, y “¡No queremos Siglo de Oro, queremos Ilustración!”.
A la manifestación que el segundo día de octubre llega a la plaza de las Tres Culturas asisten entre 8.000 y 10.000 personas. Ni siquiera fue la más numerosa de las que se estaban convocando. Los asistentes se dan cuenta inmediatamente de que entre ellos hay personas no identificadas o sospechosas que se ponen un pañuelo y un guante blanco para diferenciarse de los estudiantes. Poco después de las seis de la tarde, un helicóptero dispara tres bengalas verdes. Al segundo, sin previo aviso, entran en la plaza centenares de soldados “con el fin de detener a los dirigentes y extinguir un foco subversivo”, dirá la versión oficial. Hay francotiradores con ametralladoras. Entra en la plaza el Batallón Olimpia, un grupo de choque creado por el Gobierno para garantizar la seguridad de los Juegos Olímpicos y que fue utilizado para infiltrarse en las filas de los manifestantes, provocar y detenerlos.
Lo cuenta el escritor Carlos Monsivais: “Jamás se sabrá el número de muertos. Tal vez 250, quizá 350, las hipótesis carecen de sentido, pero las fotos de cadáveres acumulados en una sola delegación sí multiplican las conjeturas (...) Mueren niños, jóvenes, mujeres, ancianos, todo en medio de demandas de auxilio y del grito coral ‘¡Batallón Olimpia, no disparen!’. Los policías y soldados destruyen puestos y muebles de los departamentos y a los detenidos (...) se les desnuda, ata y golpea; se traslada a 2.000 personas de la Plaza de las Tres Culturas a las cárceles. La provocación no es ajena al plan de aplastamiento, está en su centro”.
Censura
Después de media hora interminable (la masacre no dura más tiempo) cesa el fuego. Los policías y soldados registran a los detenidos, los cadáveres se amontonan en la plaza. El secretario de Defensa, general Marcelino García Barragán —uno de los nombres de la infamia—, declaró: “El ejército intervino en Tlatelolco a petición de la policía para sofocar un tiroteo entre dos grupos de estudiantes (...) Hay militares y estudiantes muertos y heridos”. Y advierte: “Si aparecen más brotes de agitación actuaremos de la misma forma”.
La censura oculta lo sucedido a la población mexicana. Diez días después, en ese ambiente pastoso, se inauguran los primeros Juegos Olímpicos celebrados en un país latinoamericano y también los primeros en un país del Tercer Mundo. Se desarrollaron durante 15 días con plena normalidad, en una continua discusión sobre si la altura del país impediría batir récords. El acontecimiento más mediático —las fotos de ello darán la vuelta al mundo— se produce en el momento de entregar las medallas de oro y bronce de la carrera de 200 metros. Los ganadores, dos atletas norteamericanos de raza negra, Tommie Smith y John Carlos, levantan el puño y hacen el saludo del poder negro en protesta por la segregación racial. Ambos serían suspendidos del equipo olímpico de Estados Unidos y se les pidió que abandonasen la villa olímpica, aunque pasaron a la historia. Millones de carteles reprodujeron la escena durante mucho tiempo.
Dos pulsiones se contraponen en el Distrito Federal (el movimiento de protesta no se extendió al resto del país): la de los estudiantes, que quieren hacerse visibles en todo el mundo a través de los medios de comunicación internacionales que han acudido a cubrir los Juegos Olímpicos, en demanda de mayor libertad y justicia; y la del presidente de México, Díaz Ordaz, y su sucesor en el Departamento de Gobernación y más tarde en la presidencia de la República, Luís Echevarría, que inventaron una conjura comunista que quería acabar con el prestigio organizativo del país y, más allá, con los Juegos Olímpicos.
La revuelta estudiantil mexicana se unió así a los demás movimientos antiautoritarios del resto del mundo y, como ellos, sirvió para disputar a la clase obrera el papel de principal sujeto transformador de la sociedad, y para remover los cimientos ideológicos del mundo de la izquierda, todavía anclados en el comunismo soviético heredero del estalinismo.
Fuente:
https://elpais.com/deportes/2018/10/01/actualidad/1538415487_180518.html?rel=mas
EL PAÍS, Madrid, 2 de octubre de 2018
Solo la muerte doma a los estudiantes
A diferencia de otros movimientos estudiantiles en el mundo, el 68 mexicano terminó en la matanza del 2 de octubre en la plaza de las Tres Culturas
Elena Poniatowska
En los cincuentas, México contaba con un partido comunista muy modesto, resistente a morir, pequeño y muy pobre, aunque era conmovedor escuchar a Alberto Lumbreras, preso en Lecumberri por la huelga ferrocarrilera de 1959 y jefe del aún más modesto Partido Obrero y Campesino decir que su sueño era ir a Moscú a darle la mano a José Stalin.
—¿Cómo va a ir para allá, don Alberto?
—Tomaré un barco, luego un tren…
—¿Y la nieve? ¿Y el frío?
—Cuca va a tejerme una buena bufanda.
¿Sabría el monolítico Stalin lo que él representaba para algunos obreros en América Latina? ¿Quién podía haberles lavado el cerebro en esa forma?
Era estremecedora la ingenuidad y el espíritu de sacrificio de los luchadores de izquierda en México. Todos hablaban de “la Moscú querida” y estaban dispuestos a morir por sus ideales. Julio Antonio Mella, el líder cubano —amante de Tina Modotti— creyó que Rusia había alcanzado el bienestar de la clase obrera. Incluso, Rafael Carrillo, dirigente del PCM pidió que enterraran a Mella en Moscú. Muchos buscaban allá su sepultura como una consagración, el término de su heroísmo.
—Rusia es el cielo de los obreros— me aseguró Cuca Barrón de Lumbreras, esposa de Alberto Lumbreras.
El único paraíso sobre la tierra resultó ser el México al que llegó Trotsky invitado y protegido por Lázaro Cárdenas y, en 1939, los refugiados de la guerra civil de España que tanto bien le hicieron a nuestro país. En los treintas seguimos siendo un paraísito hasta que institucionalizamos nuestra Revolución Mexicana y la convertimos en un partido corrupto multimillonario que permaneció en el poder más de 70 años. Durante esos años, según el líder estudiantil de la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México, Gilberto Guevara Niebla, el régimen autoritario y sus presidentes impidieron “toda expresión de libertad. (…) No era un país totalitario. Era un país autoritario. El sistema totalitario es aquel que controla, incluso, la vida privada de los ciudadanos”.
De pronto, gracias al Movimiento Estudiantil de 1968, estalló en la calle la fuerza de la juventud; por primera vez los jóvenes se apropiaron de plazas y calles, tomaron autobuses, invitaron a marchar con ellos a quienes los miraban desde el Paseo de la Reforma. “Tomar la calle” fue imaginar a un país limpio y generoso, a su imagen y semejanza. “Únete pueblo, únete pueblo agachón”, una señal de cambio. Los estudiantes, —muchos no tenían ni 20 años— hicieron mítines relámpago en mercados, estadios, parques públicos y el aire barrió a esta ciudad “de asfalto y asfixie” como diría José Emilio Pacheco. Los jóvenes repartieron volantes, organizaron ferias, subieron siete en un Volkswagen. En la explanada de la Universidad, el inolvidable ingeniero Heberto Castillo convirtió la explanada universitaria en feria de pueblo y casó a muchas enamorados, les entregó su certificado matrimonial, fueron felices y tuvieron muchos hijos. ¡Cuánto júbilo, cuánta libertad, qué súbito el cambio que estremecía a todos, qué diferencia con el hermetismo de una ciudad que todavía hoy apenas se manifiesta!
Antes las huelgas habían sido cruelmente oprimidas, la de los Ferrocarrileros en 1959, la de los telegrafistas, la de los médicos, la de mineros hasta la gran huelga ferrocarrilera en marzo de 1959 en la que el ejército encarceló a 6.000 trabajadores del riel. Demetrio Vallejo, su líder oaxaqueño y Valentín Campa permanecieron más de 11 años en el penal de Santa Marta Acatitla. En 1962, el líder campesino Rubén Jaramillo fue asesinado frente a su choza con sus hijos y su mujer Epigmenia embarazada. En 1963, el ejército intervino en la Universidad de Michoacán y en 1965 en Chihuahua. En 1966, durante el mando de Gustavo Díaz Ordaz, el ejército cortó de tajo la huelga minera de Cerro del Cobre, luego atemorizó a la Universidad de Sonora. “El ejército hace funciones de policía hace décadas” —aclara Gilberto— como habría de preguntarlo en 1959, Demetrio Vallejo. “¿Qué hace el ejército en la calle?” y todavía es posible preguntarlo el día de hoy.
“Fue tan desmesurado hacer intervenir al ejército para apagar un conflicto callejero que los estudiantes se quedaron despavoridos. El ejército entró a la Universidad el 18 de septiembre de 1968 y atropelló su autonomía, la ciudad se conmocionó porque un conflicto menor, se convirtió en uno enorme. Los citadinos se dieron cuenta que algo muy serio estaba en juego; el gobierno habló de una conjura comunista, el sabotaje a las próximas Olimpiadas que evidenciaría a México ante los ojos del mundo entero el 12 de octubre. ¿Quién dirigía este complot? Evidentemente la Unión Soviética y el Partido Comunista Mexicano que se ha de haber asustado muchísimo. Por fortuna, la UNAM contó con un rector, el ingeniero Javier Barros Sierra que tuvo el valor civil, político, moral de alzarse contra la intervención militar”. Encabezó una manifestación de 80.000 maestros y estudiantes, un apoyo extraordinario. Hubo paros en el Politécnico; huelgas en la facultad de Ciencias y en otras. La UNAM era un hervidero de marxistas, trotskistas, socialistas, derechistas, caldo de cultivo de agitadores, activistas que nutrieron al Movimiento estudiantil que emocionó a Carlos Monsiváis que habría de escribir: “En México, donde no hay poder obrero (sindicalismo blanco) ni poder campesino (fracaso de la reforma agraria) ni poder periodístico (prensa mediatizada y ramplona) ni poder indio (cuatro millones de indígenas en manos de Dios y de la filantropía) donde no hay siquiera poder legislativo (unipartidismo y dedocracia) el poder estudiantil (…) es todavía una meta distante y lejana y necesaria como la existencia misma de esa nuestra vida política y esa nuestra dignidad social”.
Monsiváis asistió a reuniones del Consejo Nacional de Huelga en Filosofía y Letras y escuchó sin quejarse hablar del “proletariado destinado a tomar el poder”, “las estructuras del estado democrático, causa de la opresión de los mexicanos”, rollos y más rollos en vez de medidas prácticas. La creación del CNH (Consejo Nacional de Huelga) se debió al líder Raúl Álvarez Garín y la escuela de Físico Matemáticas del Politécnico quienes convocaron a 70 escuelas incluyendo a las preparatorias. Con una enorme habilidad y con la ayuda del astrofísico Manuel Peimbert Sierra, Raúl introdujo el orden y la cohesión. Finalmente, “la Tita”, Roberta Avendaño y Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca se convirtieron en líderes naturales por simpáticos; hacían reír lo cual es una buena forma de hacer política.
A diferencia de otros movimientos estudiantiles en el mundo, el 68 mexicano terminó en la matanza del 2 de octubre en la plaza de las Tres Culturas en la unidad habitacional de Santiago Tlatelolco y el 3 de octubre, Abel Quezada rellenó de negro el espacio de su caricatura en el diario Excélsior e hizo la pregunta: “¿Por qué?” Han pasado 50 años, los padres de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa preguntan ante todas las ventanillas gubernamentales: “¿Dónde están?” y el Estado de Veracruz, agujereado por más de 250 fosas llenas de restos humanos, sigue siendo un moridero. Si aún no sabemos el número de muertos en 1968, el número de desaparecidos en México es hoy, en 2018, de más de 36.265 según la Secretaría de Gobernación. ¿Qué nombre podemos darle a esta nueva noche de Tlatelolco?
Fuente:
https://elpais.com/deportes/2018/10/02/actualidad/1538504768_865568.html
LA JORNADA, México, 2 de octubre de 2018
A 50 años del movimiento estudiantil y de Tlatelolco
Iván Restrepo
Hoy no me ocuparé, como es habitual, de problemas ambientales porque mañana se cumplen 50 años de la matanza de Tlatelolco y quiero recordar algunos hechos del movimiento estudiantil. Lo hago motivado por las pláticas que organizó la Fundación Elena Poniatowska en las que participaron varios líderes del movimiento (Félix Hernández Gamundi, Salvador Martínez della Rocca, Gilberto Guevara Niebla y María Fernanda Campa, La Chata),además de Juan Ramón de la Fuente, Fabrizio Mejía Madrid y Martha Lamas. El 10 de octubre termina el ciclo con un homenaje a Carlos Monsiváis a cargo de Javier Aranda Luna, Genaro Villamil y Jesús Ramírez Cuevas.
En 1968 trabajaba en el Centro de Investigaciones Agrarias y en las noches impartía en la Escuela Superior de Economía del Instituto Politécnico Nacional la materia de planificación en el último año de la carrera. Entre mis alumnos recuerdo especialmente a dos: Sócrates Campos, representante de esa escuela en el Comité Nacional de Huelga y al que se tiene como un traidor, agente infiltrado y provocador al servicio del gobierno. Otro, Florencio López Osuna, brutalmente torturado en el Campo Militar Número uno, y que nunca pudo reponerse de lo que padeció. En esa escuela se tituló después un joven que cuando en 1968 estudiaba en la Vocacional 5 lo detuvieron en la calle los granaderos. Y sin más, lo tundieron a macanazos. Ernesto Zedillo nunca olvidó esa agresión.
La participación de los estudiantes del Politécnico en el movimiento del 68 no ha sido suficientemente valorada. Fueron los más aguerridos y enfrentaron temerariamente los ataques de granaderos y soldados. Como cuando estos últimos tomaron violentamente el Casco de Santo Tomás y la Vocacional 7. Varios politécnicos murieron allí igual que en Tlatelolco.
En cambio, sus autoridades nunca expresaron solidaridad con los estudiantes ni protestaron por el asalto de la tropa a varias instalaciones del instituto. A diferencia de la actitud digna del rector de la UNAM, Javier Barrios Sierra, el director del Politécnico, Guillermo Massieu, ignoró las demandas de solidaridad que le exigieron estudiantes y profesores.
Imposible olvidar el papel lacayuno de Salvador Novo, Elena Garro y Martín Luis Guzmán, al condenar el movimiento y justificar la violencia de las fuerzas gubernamentales. O que, mientras el Ejército destruía de un bazucazo la centenaria puerta de San Ildefonso, el secretario de Educación Pública, Agustín Yáñez, celebraba en Bellas Artes la Olimpiada Cultural. Después le darían el premio nacional de literatura. En cambio, destacan quienes condenaron lo que ocurría, pese al control del gobierno sobre los medios: Abel Quezada y su cartón negro en el diario Excélsior con el título "¿Por qué?" El artículo de Francisco Martínez de la Vega por el asesinato en Tlatelolco de una bella edecán de la olimpiada; la renuncia de Octavio Paz como embajador en India y su poema sobre la matanza. El programa dominical El cine y la crítica, de Carlos Monsiváis, en Radio Universidad; los textos publicados por Fernando Benítez en "La Cultura en México", de la revista Siempre! Por espacio no cito otros no menos importantes.
Las nuevas generaciones, las que no vivieron el horror de Tlatelolco, necesitan saber el apoyo incondicional de los poderes Judicial y Legislativo de ese entonces a los actos represivos del gobierno de Díaz Ordaz. Los jueces, armando procesos a las volandas para justificar la prisión de los líderes estudiantiles y la de Heberto Castillo, José Revueltas y Elí de Gortari, entre otros. Y el "honorable" Congreso de la Unión, pidiendo la renuncia del rector Barros Sierra y atribuyendo el movimiento a fuerzas externas, enemigas de México.
Como bien se dijo en las pláticas realizadas en la Fundación Poniatowska, el movimiento estudiantil fue una enorme pala que, junto a otras (la huelga de los maestros y ferrocarrileros, la de los médicos en 1965, el halconazo del 10 de junio de 1971), ayudó a cavar la tumba de un sistema de gobierno intolerante, corrupto, autoritario. Allí yace desde el primero de julio pasado. Ojalá nunca más se necesite cavar otras para enterrar gobiernos de esa calaña.
Fuente:
https://www.jornada.com.mx/2018/10/01/opinion/024a1pol
Y en Venezuela, hoy ... |
EL UNIVERSAL, México, 2 de octubre de 2018: Lo que dijo años atrás Luis Echeverría sobre la responsabilidad de Gustavo Díaz Ordaz en Tlatelco.(Agradecemos tu interés en nuestros contenidos, sin embargo; este material cuenta con derechos de propiedad intelectual, queda expresamente prohibido la publicación, retransmisión, distribución, venta, edición y cualquier otro uso de los contenidos (incluyendo, pero no limi- tado a, contenido, texto, fotografías, audios, videos y logotipos) sin previa autorización por escrito de EL UNIVERSAL, Compañía Periodística Nacional S. A. de C. V. Si deseas hacer uso de ellos te invitamos a visitar nuestra tienda en línea: http://tienda.agenciaeluniversal.mx , o bien, puedes comunicarte con nosotros para cualquier duda, comentario o sugerencia al teléfono: 57091313 Ext. 2406 y 2425 de lunes a viernes en horarios de oficina. Si deseas suscribete en nuestra versión impresa o digital, puedes comunicarte al teléfono 5709 1313 Ext. 1564 de lunes a viernes en horarios de oficina.
http://www.eluniversal.com.mx/nacion/politica/todo-lo-manejo-diaz-ordaz-dijo-echeverria-el-universal-en-1998.
Anarquistas irrumpen en la marcha de 2 de octubre: https://www.la-prensa.com.mx/mexico/353359-todo-listo-para-la-marcha-por-el-2-de-octubre
LB: Desde la AN, hoy https://twitter.com/fraccionAN16J/status/1047132675004354560
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