jueves, 2 de mayo de 2019

RASTROS DEL OLVIDO

Arqueología de un oeste ya imaginario
Siul Nagarrab


Todos somos sospechosos de todo, pero lo es aún más el extraño que se detiene a fotografiar casas y edificios. Nadie pensará en un aficionado a la arquitectura e historia y, más allá del pillaje ocasional, justificadas las suspicacias,  lo supondrá una rutina propia de la delincuencia organizada.

Hacia el oeste medio caraqueño, desde principios del XX, hubo un importante desarrollo residencial de los sectores económicamente más favorecidos de entonces que, al concluir el siglo, consolidaron su estancia en el extremo este de la ciudad. Las frías colinas extendieron una muestra de inmuebles de distintas dimensiones, más de las veces encargados a arquitectos de fama y, en otras, burdas copias de diseños extranjeros, que también sirvieron de hogar, como es el caso del presidencial Cipriano Castro, o de sedes a legaciones, como la estadounidense, ganándole espacio a los tradicionales cultivos y vaquerías: la lenta  avenidización que abrió los cauces en las cotas más bajas, supo de hitos, como “Las Acacias” de los Boulton, casa después donada a la nación; el pabellón del Hipódromo de El Paraíso, cercano al Colegio San José de Tarbes que lo antecedió aproximadamente por dos décadas; más tarde,  el plantel del Instituto Pedagógico de Caracas y, así, sucesivamente, hasta que la urbanización se convirtió en emporio de una mesocracia, por supuesto, hoy venida muy a menos.

Todavía es posible reconstruir imaginariamente la vieja Caracas, gracias una suerte de arqueología urbana que, a simple vista, ofrece la avenida Páez al adentrarnos por el callejón Guadalajara, no por casualidad, sin aceras. Unas elevadas torres hacen sombra a las casas y, es de suponer, al reactivarse la industria de la construcción, desaparecerán agudizando el problema de los servicios básicos, dada la densidad poblacional de un rincón de la otrora majestuosa urbanización que da testimonio fiel de los problemas de zonificación acumulados en numerosas décadas.

Seguro rastro de un conjunto mayor, siendo más amplias y ajardinadas, con portales llamativos,  las casas que quedan son de un modesto diseño, desenrejadas de compararlas con el reino del hierro forjado de la urbe, con verjas increíblemente bajas, alargadas en provecho del escaso espacio disponible, obsequiándonos con módicos balcones de serenatas olvidadas, aparentemente liberadas de toda inquietud citadina. Muy bien, el arqueólogo de la arquitectura puede emplear los medios informáticos para la simulación de lo que fue un paisaje generoso que tuvo por fondo El Pinar; e, incluso, las otras casas de la avenida, reconvertidas en locales comerciales hoy quebrados, por debajo del armatoste de los anuncios y las demás modificaciones faciales hechas, asoman las viejas características que un mediano programa digital podrá reconstruir para brindarnos lo que, en propiedad, fueron las señas de identidad de El Paraíso.

Hay orden y pulcritud, en medio de la precariedad, pero no es difícil suponer las inmensas dificultades económicas que deben superar los propietarios o inquilinos de las casas en cuestión para mantenerlas; valga añadir que, ida la oportunidad para amurallarlas, por los precios ahora siderales, están desnudas, mientras que una de la muestra, vieja previsión, tiene por dispositivo anti-invasor, una plancha literalmente de acero en la parte frontal. Arqueología sociológica, por cierto, los inmuebles dieron expresión a la clase media emergente de la otrora Venezuela petrolera, probablemente gerencial o de profesión liberal, que la avecinó en los ’40 o ’50, con los sectores más encumbrados que tuvieron listas las maletas para mudarse al Caracas Country Club.

28/04/2019:
http://www.opinionynoticias.com/opinioncultura/34779-nagarrab-s

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